A pesar de la censura que han ejercido los tiranos en distintas épocas de la historia, los escritores rusos, ucranianos y de otras naciones de Europa del este han dejado un testimonio de cómo ha sido en verdad la vida en esos territorios
El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov/cambio.com
En una desesperada alocución presidencial,
horas antes de que las tropas rusas invadieran Ucrania, Volodymyr Zelenski,
presidente de ese país, se dirigió al mundo. “Les dirán que es la liberación
del pueblo ucraniano, pero el pueblo ucraniano es libre, recuerda su pasado y
construye su futuro”, dijo.
El solo hecho de que citara el concepto de
libertad, tan valorado para Occidente y tan dudoso en Oriente, da mucho en qué
pensar. A lo largo de la historia de Rusia (mucha de la cual incluye a
Ucrania), la libertad ha sido un valor menospreciado y con frecuencia invisible
en la sociedad. Diversos regímenes, el zarista, el comunista y ahora la era
Putin, han aplastado con mano de hierro a todo aquel que se atreva a expresar
sus opiniones. Buena parte de la información que viene de Rusia ha pasado por
filtros de censura estrictos, por maquinaria propagandística y por tales
deformaciones que resulta difícil hacerse una idea de lo que ha sido
históricamente la vida cotidiana. Ahí es entonces donde entra el arte. La
pintura, la música y la literatura, esas monumentales expresiones de libertad,
son las que llenan los vacíos que la prensa, los voceros oficiales y los
historiadores de uno u otro régimen han aprendido a maquillar.
La Rusia de los zares y más adelante la
Unión Soviética, fue famosa por el arte. Dvorjak, Tchaikovsky, Rostropovich, Nureyev
y Kandinsky, son nombres mundialmente conocidos y admirados por la importancia
en la música, la pintura y la danza. En las letras no han sido la excepción.
Nombres como Pushkin, Gogol (ucraniano, además), Tolstoi y Dostoievsky han
llenado las bibliotecas de Occidente, a veces a pesar de los mismos censores.
La literatura rusa del siglo XIX y
comienzos del XX ha llegado hasta nosotros y nos ha mostrado cómo eran las
condiciones de vida en Moscú, Kiev, San Petersburgo y hasta en Siberia. Estos
escritores nos han mostrado lo que los zares en todo su esplendor y su
decadencia no quisieron enseñarle al mundo: un país con frío y hambre, que se
alimentaba de papas (y hacía vodka con ellas) y que, a pesar de ser tan
distinto a nuestra realidad, compartía las pasiones humanas más bajas como la
envidia o la culpa y los sentimientos más altos como la misericordia y el amor.
Detrás de la cortina de hierro el arte no
se detuvo, incluso si era contrario al régimen soviético. Los hombres y mujeres
que escribieron bajo la represión estalinista fueron acaso más heroicos que
aquellos que se enfrentaban a la familia Romanov. En todas partes hubo ejemplos
deslumbrantes de literatura que permearon las fronteras y se convirtieron en
nuestros aliados para comprender realidades que nos estaban vetadas.
No todos los escritores contaron con la suerte de convertirse en
premios nobel o ser laureados en el mundo. La mayoría de los artistas, en
tiempos de la antigua Unión Soviética, sufrían tremendas vejaciones por ser
opuestos al régimen.
En la RDA la escritora Katja Lang Muller,
hija de una importante miembro del partido comunista, se rebeló contra su madre
y su país y escribió hermosas novelas y obras dramáticas sobre la vida detrás
del Muro. Ovejas
feroces, un pequeño libro escrito en segunda persona, cuenta los
últimos días de vida de la República Democrática Alemana, cuando Berlín era una
olla de presión.
También llegó hasta nosotros la obra de
Svetlana Alexievich, la primera periodista en ganar el Premio Nobel de
Literatura, nacida en Ucrania y criada en Bielorrusia, cuando todos estos
países se encontraban cobijados con el mismo manto de gobierno. Alexievich, en
su labor periodística, mostró una región abatida por la pobreza y las
dificultades. Su libro Las voces de Chernóbyl es un recuento
escalofriante del accidente nuclear cuyas consecuencias perduran hasta hoy.
Este lugar fantasmagórico volvió a ser noticia hace unos pocos días cuando las
tropas de Putin marcharon a través de sus bosques camino a Kiev, la capital ucraniana,
y es gracias a la pluma de Alexievich (y del famoso documental que hicieron
basados en su libro) que somos capaces de conocer la geografía exacta de la
nueva guerra que se desarrolla frente a nuestros ojos.
No todos los escritores contaron con la
suerte de convertirse en premios Nobel o ser laureados en el mundo. La mayoría
de los artistas, en tiempos de la antigua Unión Soviética, sufrían tremendas
vejaciones por ser opuestos al régimen. Escritores como Bohumil Hraval (Trenes
rigurosamente vigilados) o el mismo Václav Havel, dramaturgo que luego fue
el último presidente de Checoslovaquia, fueron víctimas de la represión
gubernamental. A Hraval, como a muchos escritores de la época, se le prohibió
volver a su oficio y Havel fue además encarcelado en varias oportunidades como
castigo por su activismo político. Muchos escritores de la antigua
Checoslovaquia fueron acallados y obligados por el régimen a trabajar en
oficios tremendos, como limpiar la red de alcantarillas de la ciudad o recoger
las basuras en medio de los crueles inviernos de Praga. A pesar de todo,
ninguno dejó de escribir. Ninguno dejó de contar lo que veía.
La libertad se colaba por los resquicios
de la férrea cortina de hierro y a veces llegaba hasta nosotros con una fuerza
inusitada. Tal vez una de las obras más hermosas de la literatura rusa,
comparable solo con los libros clásicos, es El maestro y Margarita, de Mikhail
Bulgakov.
En Occidente Bulgakov no tiene la fama que merece, pero en su época fue una leyenda en una Rusia que despertaba de la pesadilla de Stalin.
Bulgakov era un médico ucraniano, nacido
en Kiev a fines del siglo XIX. Como tantos escritores de su época, fue una
víctima de la censura y, aún más terrible que ser enviado a un Gulag a morir,
se le ignoró y sus obras teatrales dejaron de presentarse y cayeron en el
olvido. Desesperado, Bulgakov enfrentó el régimen. Le escribió una carta al
propio Stalin donde le suplicaba que lo dejara irse del país o le diera un
trabajo acorde con su experiencia. El líder en persona respondió a su petición
con una llamada telefónica donde le ofreció un trabajo como asistente de
dirección del Teatro Artístico de Moscú. No fue, sin embargo, una victoria para
el escritor. Sus obras no se montaban y estaba condenado a participar en obras
censuradas e impuestas por el régimen comunista.
A pesar de esa aparente docilidad,
Bulgakov no se rendía. A partir de 1929 había comenzado a trabajar en lo que
sería su obra más importante, un libro que se convertiría en una de las piedras
angulares de la literatura soviética del siglo XX. El libro sufrió las
vicisitudes de la época a la que pertenecía. Su autor lo comenzó, lo dejó, lo
quemó, lo revivió y finalmente murió antes de verlo publicado. Fue su esposa
Elena Sergeevna quien se convirtió en la guardiana del manuscrito que con tanto
celo corrigió su autor hasta pocas semanas antes de su muerte a los 49 años, en
1940. Durante otros 26 años, El maestro y Margarita durmió el
sueño de los justos, hasta que un error, o tal vez una falta de cálculo de los
censores soviéticos, logró que saliera a la luz.
La primera parte del libro fue publicada
por primera vez en la edición de 1966 de la revista Moskva. En
cuestión de horas se había agotado la edición de 150.000 ejemplares y causó
tanto revuelo que la misma revista se arriesgó en enero de 1967 a publicar la
segunda parte, con igual éxito.
Bulgakov no había muerto, ni había sido
olvidado. Al contrario. Su obra cumbre, una tan importante que rompió por
completo la literatura soviética acartonada y parca de la época, le dio una
nueva vida y lo situó para siempre en el panteón de los dioses de la
literatura.
¿Pero qué es El maestro y
Margarita y por qué resulta tan importante para los rusos y, gracias a
las traducciones, para nosotros?
Esta obra magnífica es una sátira dividida
en dos partes que se intercalan: una que tiene lugar en Moscú y otra que ocurre
en Jerusalén. Comienza cuando el demonio (Woland) llega a Moscú a corromper las
almas y a asesinar a diestra y siniestra. Su terrible poder socava la sociedad
provinciana, protagoniza orgías y siembra terror en todos. A través de un
narrador (el maestro) y de una mujer (Margarita), sabemos de las andanzas de
este demonio elegante y sofisticado, y además somos testigos de las
dificultades de Poncio Pilatos y del propio Jesús, que son los protagonistas de
Jerusalén, o Yershalaim.
Una novela que no es religiosa pero que se
burla de los íconos religiosos. Una novela que no es política pero que destroza
el sistema político. Una novela que se mofa de la escena literaria rusa. Una
novela que parece una obra de teatro, pero que al tiempo resultaría casi
imposible pasar a un escenario. Decapitaciones, muertes, sexo, todos
ingredientes morbosos y prohibidos, se convierten en los protagonistas de una
sociedad abrumada por la censura y el qué dirán.
En un momento de la novela se dice que
“los manuscritos no arden” y esta frase, que ha quedado en el imaginario de los
rusos, bien puede servirnos para lo que se avecina. Según la periodista y
analista española Pilar Bonet, en un artículo publicado en Babelia en marzo de
2020, Putin, sin querer, se convirtió en un promotor de la literatura
ucraniana.
Bonet defiende esa aseveración citando a
su vez a la filóloga rusa Inna Búlkina, quien dice que el presidente ruso, por
su actitud bélica y expansionista “ha hecho muy difícil la defensa de la
cultura rusa y eso ha dado una oportunidad suplementaria a la cultura ucraniana”.
A continuación, el fabuloso artículo se dedica a detallar nombres de escritores
de Ucrania nacidos a fines del siglo XX y que se han convertido en una lectura
obligada. Serhy Zhadán, Yuri Andrujóvich, Andríy Kurkov o Svetlana Talán son
solo algunos de los nombres que menciona.
Para nosotros en Colombia esos nombres
suenan, literalmente, a ruso. Las novelas ucranianas tienen un mercado tan
pequeño en nuestro país que la mayoría de ellas ni siquiera llega a las
librerías. Sin embargo, esta nueva generación de escritores sin duda leyó al
gran Bulgakov, a Gogol y a Alexievich y probablemente muchos otros escritores
defensores de la libertad en ese vasto territorio que fue la Unión Soviética, y
cuando su presidente habla de libertad, saben exactamente a qué se refiere.
Así como Kiev ha logrado sobrevivir y
reconstruirse después de haber sido arrasada, quemada y sometida a las hambrunas
de las colectivizaciones forzosas de Stalin, así los escritores ucranianos han
sufrido la censura, el miedo, la prisión y el destierro. Pero mientras el mundo
los lea, mientras sepamos qué ocurre en realidad en sus bosques y sus ciudades,
Ucrania no será una realidad lejana y la suya no será una guerra que se libra
en otro continente, sino que será la guerra nuestra, y ellos, nuestros
intérpretes para comprenderla.
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