Harto más que probable fue un buen día del año 1601, en el Teatro del Globo, de Londres, cuando subió por primera vez a las tablas una obra de William Shakespeare titulada Hamlet, príncipe de Dinamarca
Cada vez que uno asiste a su puesta en escena vuelve a sentir el espeluzno del misterio cuando los seis personajes avanzan por la platea./elespectador.com |
Llegada la segunda escena de su tercer acto sucedió algo singular y que era de todo punto novedoso: un drama se empezó a representar dentro de otro. En
ese preciso instante en que, siguiendo la acotación original de
Shakespeare, se oye una música interpretada por oboes y empieza la
pantomima que continuará con la interpretación de la obra, a cargo de
los cómicos trashumantes, nacía ese intríngulis tan singular del teatro
en el teatro.
El cómico que hace de Prólogo se adelanta y declama: “Os
pedimos que, pacientes, / escuchéis nuestra tragedia, / sometiéndonos
humildes / a vuestro fallo y clemencia”. ¿A quién le habla, de quién
solicita paciencia y a quién se somete humilde? ¿Sólo a su público, a
la corte del rey danés que está en escena? ¿O es como en Las Meninas, un juego en que también participa el espectador del otro drama… y que para esos cómicos debiera ser invisible, es más: inexistente?
Este es un momento histórico del teatro universal, aun cuando sus
espectadores de hace ya 411 años, y de bastante más tarde, seguramente
no lo supieron calibrar en su justo alcance.
Casi tres siglos después, otro clímax en la historia del drama. El 21
de diciembre de 1879, en Copenhague, en su Teatro Real, durante el
estreno de Casa de muñecas, a los dos tercios del último acto,
Nora Helmer mira su reloj y le dice a su esposo: “Aún no es muy tarde.
Siéntate, Torvald. Vamos a hablar”. Se inauguró con esa frase el teatro
contemporáneo. Era algo que ya estaba casi anunciado en la obra
inmediatamente anterior del propio Ibsen, Los pilares de la sociedad, la cual concluía con este diálogo:
“CÓNSUL BERNICK: Los pilares de la sociedad son ustedes, las mujeres.
LONA HESSEL: ¿Dónde has aprendido una ciencia tan sutil, cuñado? No; los verdaderos pilares de la sociedad son la verdad y la libertad”.
Nora Helmer lleva a las últimas consecuencias ese diálogo. Se transforma en un pilar de la sociedad, y lo hace sobre la doble base de la verdad y la libertad. Y yo confieso que me conmueve pensar en lo que vino luego, a partir de esa frase: ella fue la partida de nacimiento de la liberación femenina.
“CÓNSUL BERNICK: Los pilares de la sociedad son ustedes, las mujeres.
LONA HESSEL: ¿Dónde has aprendido una ciencia tan sutil, cuñado? No; los verdaderos pilares de la sociedad son la verdad y la libertad”.
Nora Helmer lleva a las últimas consecuencias ese diálogo. Se transforma en un pilar de la sociedad, y lo hace sobre la doble base de la verdad y la libertad. Y yo confieso que me conmueve pensar en lo que vino luego, a partir de esa frase: ella fue la partida de nacimiento de la liberación femenina.
Con todo, también debo de confesar que como viejo amante de Talía, el
momento histórico teatral que más me interesa y me apasiona es uno que
tuvo lugar el 10 de mayo de 1921, en el teatro Valle, en la dizque
Ciudad Eterna, Roma (siendo sabido que lo eterno se caracteriza por no
tener principio ni fin, y que aunque de Roma no se ve el fin, sí se
conoce su principio; tanto, que su cronología se computaba “ab urbe
condita”, desde la fundación de la ciudad).
Ese día de la primavera romana, ya entrada la noche, en el teatro
Valle se desarrollaba una batalla campal entre los espectadores. Todo
porque la compañía de Darío Niccodemi estaba estrenando un drama de
Luigi Pirandello titulado Sei personaggi in cerca d’autore,
donde el escenario fingía ser lo que era, ese mismo escenario del teatro
Valle durante el ensayo de una obra. Y a poco de empezar ese ensayo
─cito literalmente a Pirandello─ “por el pasillo del patio de butacas ha
llegado el traspunte del teatro, con la gorra en la mano. Se acerca al
director para anunciarle a seis personajes, los cuales han entrado
también y lo han seguido a cierta distancia, un poco turbados y
perplejos, mirando a su alrededor”.
Ya no era que se representara una obra dentro de otra, igual que había sucedido en Hamlet: es
que unos personajes sin obra querían encontrar a un autor que
escribiese su drama familiar como drama representable. Semejante
inversión copernicana del fenómeno teatral no podía pasar sin la
protesta del público con hábitos adocenados. Y de ahí la batalla campal
entre los pirandellianos y los antipirandellianos. Un crítico de esta
segunda tendencia se vio obligado a volar, de manera totalmente
involuntaria, desde su palco al patio de butacas. Para que digan que el
oficio de crítico no encierra sus peligros.
El escándalo fue inenarrable, pero el camino estaba abierto. Los
aficionados que no asistieron al estreno se apresuraron a comprar la
obra al editarse poco después, y la leyeron. Y pasados sólo cuatro
meses, el 21 de septiembre, en el teatro Manzoni, de Milán, la compañía
de Dario Niccodemi volvió a representar sin una sola protesta, enmedio
de un silencio acongojado y sobrecogedor, Seis personajes en busca de autor.
Y el teatro universal se enriqueció con una obra maestra insuperada
hasta la fecha. Alguien que sabía tanto de teatro como era George
Bernard Shaw, la consideraba la más original y poderosa de todos los
tiempos.
Debe de ser cierto, porque pese a que han transcurrido 91 años, cada
vez que uno asiste a su puesta en escena vuelve a sentir el espeluzno
del misterio cuando los seis personajes avanzan por la platea y van
subiendo al escenario. Hay autores que, ellos sí, escriben para la
eternidad.
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