Superando el sentimiento de amputación, les cuento que, a lo largo
de 2015, en el ámbito de la literatura latinoamericana se percibe un
interés por cuestiones políticas que a menudo se refleja en un
posicionamiento intrépido respecto a lo literario, o en una preocupación
por asuntos que ideológicamente señalan a quienes escribimos como
individuos de izquierda o derecha —sí, todavía existen—. Algunos libros
convierten la intriga, unida a la crítica social, en acicate de lectura:
Edgardo Cozarinsky fusiona a James con la novela negra para reconstruir los años del plomo argentinos en En ausencia de guerra
(Tusquets); otros se suman a la tendencia de revisar su historia a
través de una mirada que se aparta de la exaltación de la utopía: Héctor
Abad lo hace en La Oculta (Alfaguara) desde la conciencia del paraíso perdido y la creencia en el género humano; Alia Trabuco, en La resta (Demipage), reescribe la resistencia al pinochetismo desde una nostalgia negada.
La presencia de las escritoras se normaliza: Samanta Schweblin gana el Ribera del Duero con Siete casas vacías (Páginas de Espuma); Carla Guelfenbein, el Alfaguara con Contigo en la distancia; la hitchcockiana Claudia Piñeiro publica Una suerte pequeña (Alfaguara); Rita Indiana da una lección de sincretismo en La mucama de Ominculé (Periférica); Diamela Eltit, en Fuerzas especiales
(Periférica), con su cruda inteligencia, hace de la escritura una
laceración que habla de las marcas en el cuerpo físico y social.
Piglia nos regala su Antología personal (Anagrama), y Pablo Simonetti, Jardín (Alfaguara),
donde muestra su talento para la construcción del espacio como
correlato psicológico. Otro chileno, Alejandro Zambra, juega con los
límites entre los géneros en Facsímil (Sexto Piso). El mexicano Roberto Wong gana el I Premio Dos Passos con Paris D.F. (Galaxia Gutenberg), una novela sobre la insatisfacción que solapa oníricamente los planos de las ciudades.
Estremecen las crónicas de Martín Caparrós en El hambre (Anagrama) o la vitriólica composición sobre México de Villalobos en Te vendo perro (Anagrama). La desaparición del paisaje (Periférica), de Maximiliano Barrientos, nos recuerda la existencia de la literatura boliviana. En Ornamento
(Periférica), el mal que recrea Juan Cárdenas, escritor colombiano
lingüísticamente alucinógeno, visibiliza dos tipos indisolubles de
violencia: la de la realidad, abordada en clave de terror, y la de los
discursos artísticos que provienen de ella y a su vez la construyen.
Descubran a Emma Reyes —Memoria por correspondencia (Libros del Asteroide)—, que sobrevivió a una infancia aniquiladora utilizando lenguajes desconocidos, y La suma de los ceros
(Pepitas de Calabaza), de Eduardo Rabasa, que, con su indagación en una
“unidad habitacional”, promete ser una de las sorpresas de la feria.
Les dejo: estoy exhausta.
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