Genealogía de una modalidad que evoluciona entre el voyeurismo y el afán de conocimiento
En sus Opúsculos morales, el único
tratado italiano de filosofía práctica del siglo XIX, Giacomo Leopardi
razona acerca de los autores que escriben sobre sí mismos. Al respecto,
defiende en 1824 la pertinencia de los escritos autobiográficos y les
asigna un rol par al de otros géneros narrativos, como la novela, el
cuento o el ensayo:
... es muy falso pensar que los lectores
ordinariamente se preocupen poco de aquello que los escritores dicen de
sí mismos; porque todo lo que ha sido pensado y sentido verdaderamente
por un escritor, dicho con modo natural y preciso, genera atención y
tiene sus efectos después de la lectura, pues de ninguna manera se
representan o se discurre de las cosas ajenas con mayor verdad que
hablando de las propias.
Después de casi dos siglos, las
escrituras del yo (autobiografías, memorias, diarios, epistolarios,
autoficciones) constituyen un centro gravitacional de estudios en el
campo de la crítica literaria, la lingüística, la historia, la
filosofía, la sociología y el psicoanálisis, entre otras disciplinas. En
las universidades de todo el mundo se multiplica la crítica que intenta
delinear las características fundacionales del género, analizar su
evolución y abordar -sin soluciones conclusivas- algunas cuestiones
centrales. ¿Por qué, en un determinado momento de la vida, un individuo
decide dejar un testimonio de sí? ¿Hasta qué punto las historias,
confesiones y memorias del yo son atendibles? ¿Cómo puede haber
objetividad allí donde la narración de la propia historia se alimenta de
los recursos retóricos de la ficción? ¿Qué diferencia hay entre
escritos autobiográficos, memorias, diarios, epístolas y autoficciones?
Al
mismo tiempo, en los últimos años editores y lectores van en busca de
nuevos escritos (no siempre póstumos), en los que por fin sea posible
conocer al escritor amado o al personaje histórico detestado. Se trata
de una especie de afán de saber que va desde la curiosidad y el
voyeurismo de algunos lectores hasta la especialización extrema de
estudiosos e investigadores. Adentrarse en la vida íntima de escritores,
artistas, protagonistas de la historia o, simplemente, en la vida de
los famosos sería como poseer una llave que abre puertas por mucho
tiempo clausuradas.
Veracidad, naturalidad
"He
aquí, pintado exactamente al natural y absolutamente fiel a la verdad,
el único retrato humano que existe y que probablemente existirá."
Jean-Jacques Rousseau explicita en el inicio de Las confesiones,
escritas entre 1760 y 1782, el principio inalienable de la "veracidad,
naturalidad y autenticidad" como condición primaria de la escritura del
yo. También Leopardi, años más tarde, estará convencido de que quien
escribe su propia historia no lo hace "a partir de las gracias y de las
falsas bellezas, o que tienen más apariencia que sustancia respecto de
la afectación y de todo aquello que está fuera de lo natural".
Hoy, sin embargo, ese principio y esa convicción no parecen tan sólidos como entonces, desde que Paul De Man, en La autobiografía como desfiguración
(1984), no sólo negó cualquier posibilidad de establecer una
caracterización específica de la autobiografía diferente de la ficción,
sino que, además, puso en duda la veracidad testimonial. Simplemente
porque todo escrito acerca de sí respondería a una compleja codificación
textual, heredada de una larga tradición libresca, que le impide a un
autor liberarse de las trampas del lenguaje y de la anquilosada retórica
literaria. En otras palabras, los instrumentos de representación de la
realidad y, sobre todo, los mecanismos del autorretrato, son los mismos
para la ficción que para la autobiografía. El debate actual en torno a
la autoficción (es decir, una narración en que la ficción está permeada
por la experiencia autobiográfica del yo) es el resultado del
relativismo filosófico y de la imposibilidad de hallar límites concretos
entre los fenómenos culturales.
Aun así, Las confesiones
de Rousseau sigue siendo considerado por casi toda la crítica el texto
capital y fundador de la autobiografía moderna. Justamente porque, como
decíamos, reclamaba "veracidad, naturalidad y autenticidad" para que
existiera un nuevo "pacto autobiográfico" entre autor y lector, como
Philippe Lejeune llamó al acuerdo tácito que existe cuando se lee una
autobiografía. Claramente, antes de Rousseau existía en Europa una larga
tradición de escritos en primera persona, desde las Confesiones de san Agustín hasta la múltiples Vidas,
típicas del siglo XVIII y contemporáneas a Rousseau, que todo filósofo
de la época se sentía obligado a componer. Por otro lado, baste
mencionar el Secretum de Petrarca o la Vida de Benvenuto
Cellini (que para Goethe fue el texto autobiográfico más acabado del
Renacimiento), para darse una idea de la intensidad e importancia de la
literatura escrita en primera persona entre el Medioevo y el
Renacimiento.
Innovaciones de Rousseau
Ahora bien, más allá de ese principio fundacional que Rousseau enuncia en la premisa, Las confesiones
aportó enormes innovaciones respecto de la tradición recién mencionada.
La primera consiste en asignarle al lector un rol que jamás hasta
entonces había tenido:
Os insto a no destruir una obra útil y
buena, una obra que puede servir como parangón para ese estudio de los
hombres que sólo todavía está por empezar, y os suplico no privar al
honor de mi memoria del único documento seguro acerca de mi carácter que
no haya sido desfigurado por los adversarios.
El lector no es más
el espectador pasivo de la parábola de una vida o el simple
destinatario de una historia personal, sino que se yergue en juez e
intérprete de una experiencia vital irrepetible.
En segundo lugar,
con este nuevo tono autobiográfico sincero, directo, categórico,
Rousseau introduce sin merodeos la idea de la autobiografía como
documento laico de la propia identidad. Se acabaron los tiempos de las
confesiones religiosas entre Dios y el hombre, a las que san Agustín y
Petrarca, imitándolo, se habían sometido considerando al lector un
testigo de la propia narración. Se terminaron también los relatos
iniciáticos y teleológicos, como la Vida de Cellini, en los que sus protagonistas celebraban la propia grandeza, u ofrecían, como en las Vidas
de los iluministas, retratos intelectuales y morales intachables.
Rousseau desplaza todo ese material hacia el pasado y proyecta lo nuevo a
través de una narración que intente recuperarlo todo: "He aquí lo que
hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo
malo".
Sin este giro moral, no hubiese sido posible que Casanova compusiera el relato de una vida disipada en la Histoire de ma vie
entre 1789 y 1798. O que, a partir de entonces, se multiplicaran las
memorias de escritores, poetas, artistas con el detallado informe de
perversiones o desviaciones de todo tipo, hasta los recientes escritos
de Houellebecq y de Carrère en Francia. Por otra parte, el retrato que
Rousseau había dado de sí mismo tendía a la virtud. Para el filósofo
ginebrino, era fundamental comprender que para alcanzar la virtud es
necesario incluso haber hecho daño y haber experimentado en lo íntimo la
conciencia del mal. Así, no vacila en narrar su relación con su
benefactora y amante, madame de Warens, que le produce una enorme
culpabilidad, o ese espléndido episodio de la segunda parte, en el que
cuenta con disgusto cómo acusó injustamente a una sierva del palacio,
donde él mismo se encontraba como servidor, de haber robado una joya que
él había robado. Justificando de varias maneras ante el lector juez su
acción deplorable, sentencia: "Permíteme que no hable nunca más de
esto".
Pero, en realidad, la novedad más significativa está en el
acento puesto en la infancia. Antes de Rousseau, que para entonces había
ya publicado el tratado pedagógico Emilio o de la educación,
nadie había comprendido cabalmente el rol capital de la infancia en la
constitución de la identidad del sujeto. Su libro monumental está divido
en dos partes, que corresponden a las dos grandes estaciones de la
vida: infancia y juventud, por un lado, madurez y vejez, por el otro.
Los episodios de la niñez (abandonada a su suerte, signada por el
vagabundeo picaresco, peligrosamente expuesta a los deseos pedófilos de
los curas que presumiblemente debían protegerlo) están teñidos, aun así,
de una tonalidad nostálgica y evocativa. En cambio, toda la historia de
su madurez (la edad "de los enormes errores, de las desgracias
inauditas, traiciones, desventuras, perfidias, recuerdos tétricos y
desgarradores") aparece, en conclusión, como la expulsión del paraíso
irrecuperable de la infancia.
Adentro y a flor de piel
Hacia
1770, expulsado de París, perseguido por las autoridades francesas,
exiliado momentáneamente en Suiza (su patria tan amada), denostado por
sus colegas filósofos, Rousseau confiesa al lector la enorme dificultad
física y moral que implica seguir componiendo sus memorias. Adjunta a su
autobiografía cartas, documentos, que no son otra cosa que testimonios
de las vejaciones de su integridad psicológica e intelectual. Y por
ello, cuando, desahuciado, se decide a seguir adelante con las
despreciables memorias de la madurez, recuerda a los lectores:
El
fin específico de mis confesiones es hacer conocer exactamente la
intimidad de todas las situaciones de mi vida. Es la historia de mi
alma, como lo prometí, y para escribirla fielmente no tengo necesidad de
otras memorias; me es suficiente volver a entrar dentro de mí.
Rentrer au dedans de moi es la expresión en el original francés, en consonancia, justamente, con el epígrafe latino del Primer libro de Las confesiones: Intus et in cute.
Es decir, "adentro y a flor de piel". Ésta es otra de las claves
fundacionales. La autobiografía de Rousseau rechaza la historia
intelectual de un hombre, típica de los iluministas y enciclopedistas, y
propone, en clave protorromántica, su historia sentimental. Es decir,
no son fundamentales los hechos que él mismo narra o la gloria
alcanzada, sino la puesta en escena de aquello que sintió cuando le
acaecieron esos hechos. La vida no está hecha -dice Rousseau- de lo que
vivimos, sino de lo que sentimos cuando vivimos. Lo que está dentro y lo
que queda "a flor de piel".
Por eso, al final, el libro traza con
minuciosidad cuál era la índole del niño y cuál terminó siendo el
carácter del hombre. Índole era para los filósofos del siglo XVIII el
conjunto de las disposiciones naturales con las que todo ser humano
nace. Para Rousseau, por otra parte, siendo naturales, no podían ser
sino buenas. Carácter, en cambio, es el conjunto de las disposiciones
psíquicas que resultan de la índole y del contacto con el ambiente
familiar y social al que cada sujeto se ve sometido. La utopía de
Rousseau llega precisamente aquí: la vida debería ser un flujo de
experiencias en las que el contacto primario con la naturaleza -madre de
los grandes sentimientos- preserve la bondad congénita de la índole. En
cambio, la sociedad civil impone, transforma la madurez de un hombre en
una lucha violenta de preservación de sí mismo.
Vida de los otros, vida propia
Una
de las cuestiones más interesantes de las historias del yo es la
relación que éstas guardan con las biografías. En el Medioevo había
prevalecido el modelo hagiográfico de los exempla que relatan la conversión de un hombre en santo (es decir, del único episodio significativo de la vida) y de las legendas
(la vida de los santos entendida como parábola cristológica). La edad
moderna, en cambio, se reapropió de las vidas de Plutarco y las
transformó en el texto-fuente de la narración biográfica. Cuando Giorgio
Vasari compuso entre 1560 y 1565 Vidasde los más excelentes pintores, escultores y arquitectos,
tuvo como modelo a Plutarco y la narración de los modelos históricos
griegos y romanos. A tal punto que Miguel Ángel, al verse retratado
todavía vivo, reaccionó con virulencia, porque entendía que una
biografía de esa entidad conllevaba una monumentalización funeraria
digna de un muerto.
Efectivamente, la biografía moderna comportaba
dos procedimientos compositivos difíciles de desarraigar: la
sacralización del personaje, rodeado de un áurea mítica, y la tendencia,
muchas veces deformante, a transformar la acción vital en impulso
épico. En otras palabras, la biografía era la narración del hombre
signado por la vocación heroica.
La narración del yo y de la patria
Para
muchos argentinos que han escrito sobre sí mismos en el siglo XIX y, en
especial, para Sarmiento, la fuente no podía ser Rousseau, con quien
disentía plenamente en cuanto a la propuesta pedagógica del Emilio,
sino las biografías ejemplares y, en particular la de Cicerón. El
sistema binómico de Sarmiento colocaba, por un lado, la biografía
deleznable de Rosas y, por otro lado, la de Quiroga. Por sobre ellos, de
manera superadora, la de sí mismo.
Recuerdos de provincia
(cuya primera versión data de 1850) es, acaso, el ejemplo más acabado de
autobiografía en nuestro país. En el famoso ensayo de los años 80 que
Beatriz Sarlo le dedica a Sarmiento, la hipótesis principal es que Recuerdos de provincia
no es tanto la historia de una individualidad, según el paradigma de
Rousseau, sino más bien "un fragmento significativo de la historia
nacional". Porque a Sarmiento -habría que agregar- no le interesaba el
presupuesto iluminista de la propia historia como "estudio del hombre";
le sentaba más bien la idea romántica de convertir su propia historia en
un testimonio histórico de lucha contra la catástrofe. Sobre todo
porque, escrito durante el exilio y con Rosas aún sólido en el poder, Recuerdos de provincia
es la historia de cómo un hombre, nacido de la genealogía de una
estirpe "buena" pero empobrecida, arraigada en la tradición hispánica
colonial de las provincias, sufre la violencia tiránica de un dictador
que ha perdido el horizonte de la identidad nacional. Por ello, la
narración de su formación autodidacta o de las lecturas reparadoras ante
la ausencia de una educación orgánica no tienen el sabor melancólico
que uno halla en tantos libros europeos del siglo XVIII, sino una
tonalidad siempre tensa e incluso rabiosa y resentida, que transforma el
libro en un verdadero panfleto o tratado político. Y, como ya ha sido
señalado, un panfleto en que el personaje Sarmiento se postula como la
única solución posible a los conflictos sangrientos de la nación.
Memoria colectiva
En
el siglo XIX, de hecho, la autobiografía se convierte en memoria
histórica. Podría decirse, en dos grandes direcciones: la memoria
revolucionaria o la memoria del ascenso y de la reafirmación de la clase
dirigente. Ejemplo paradigmático de la primera es la larga serie de
escritores del Risorgimento italiano, de amplia fortuna en la
Europa romántica, que narraban su periplo sacrificial en pos de la
unidad de la nación. Silvio Pellico, autor de Mis prisiones
(1832), fue uno de los intelectuales responsables de la difusión de las
ideas románticas en la Milán ocupada por los austríacos y miembro de la
secta de los carbonarios que, a través de reuniones secretas, conjuraban
contra el dominio del Imperio en el norte de Italia. Descubierto por la
policía secreta, fue encarcelado en Milán, trasladado a las cárceles de
los Piombi en Venecia y finalmente enviado al temible bastión de
Spielberg, en los confines orientales de Moravia. Sus memorias, según el
príncipe de Metternich, sostenedor empedernido de la Restauración,
hicieron más daño a Austria que las batallas libradas durante las
revoluciones napoleónicas. Si se considera que entre 1832 y 1845 las
memorias de Pellico conocieron decenas de traducciones en todo el
Occidente (incluido nuestro país), se entenderá el juicio del político
austríaco. Pero habría que preguntarse por qué un libro autobiográfico
tuvo una fuerza corrosiva tan inusitada.
El libro se inicia con el
momento de ingreso en la cárcel de Milán y termina con el regreso a
casa, con la gracia concedida tras diez años de prisión dura. Pellico,
valiéndose de una inteligentísima estrategia narrativa, confiesa con
inmensa y sobrehumana bondad la aceptación y resignación cristiana ante
la injusticia humana. Y, en vez de reivindicar la lucha revolucionaria
(que en realidad sólo ha cambiado de lenguaje), expande piedad y
comprensión cristiana ante el enemigo. Su caso se transforma en un
escándalo que genera simpatía y sobre todo adeptos a la causa italiana y
los enemigos de Austria. La narración en primera persona, interna a la
historia y no omnisciente (porque cuenta sólo lo que el prisionero ve,
oye y sabe desde el encierro), da lugar a una verdadera "novela"
histórica que coloca al lector en la misma situación de espantosa
expectativa ante el futuro incierto que vivió el joven Pellico, aislado
de todo.
Lo más interesante es que si se compara su autobiografía
con la de los otros tres amigos reclusos (Maroncelli, Andryane,
Confalonieri), también ellos románticos, también ellos carbonarios, el
efecto prodigioso que la primera tuvo sobre la política revolucionaria
italiana no lo tuvieron las demás, porque las memorias de la prisión de
estos últimos no son el fruto de la maestría narrativa de Pellico. Su
libro convirtió la historia de sí en la vejación de toda una nación.
Las
memorias argentinas del siglo XIX -como señalaba Adolfo Pietro en el
señero volumen sobre la autobiografía argentina publicado en 1966-
responden también a la hipótesis según la cual los recuerdos
individuales se transforman en memoria colectiva del país y privilegian
el relato de la juventud, en que desbordan las pasiones. Las
autobiografías argentinas de la élite de la década del 80 pueden leerse
como un único relato de la supremacía de una visión del espacio político
argentino. Paradigmas de esa visión hegemónica son las memorias de
Mansilla y Cané.
Ahora bien, sólo en los últimos años se afrontan
otras dimensiones de la realidad histórica del país, como las memorias
de inmigrantes que narraron, casi siempre en una lengua agramatical,
despojada de retórica literaria y digresiva, la epopeya de millones de
seres humanos que pasaron de la miseria a la fundación de una nueva
clase media. Sus voces no llegan sin embargo a las librerías.
La nueva interioridad del yo
En
los "Derechos del hombre y del ciudadano", de 1789, se proclama que "la
libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos
más preciosos del hombre: cada ciudadano puede hablar, escribir y
publicar libremente".
La difusión capilar de la carta en el mundo
fue uno de los resultados de los principios revolucionarios franceses.
Porque, a diferencia de la epístola del siglo XVIII (fuertemente
codificada desde el punto de vista gráfico y formal, apéndice de las
conversaciones de salón y, por lo tanto, de tinte cortesano), la carta
del siglo XIX se transformó en uno de los tantos signos de la afirmación
de la burguesía capitalista europea y extraeuropea. La difusión del
sobre, la abolición del sello lacrado, el uso de la estampilla, la
propagación de las oficinas de correo en todo el mundo, la eliminación
de los ornamentos inútiles y de las extensísimas fórmulas de cortesía en
la apertura y en el cierre de la carta son signos de la mayor libertad
compositiva y comunicativa de los nuevos tiempos. La correspondencia
epistolar, en pocas palabras, se convirtió en un fenómeno social y
estructural del desarrollo económico de un grupo y, por otro lado,
constituye el lugar de afirmación, dentro del grupo, de la intimidad del
sujeto. No es la prosecución del salón, en el que las epístolas eran
incluso comentadas y citadas en público, sino el espacio de la nueva
interioridad burguesa, de la confesión romántica, de la vocación
político-militar, del intercambio de temas e intereses. Fuente primaria
de las cartas siguen siendo las novelas epistolares, más que los
manuales de composición epistolar. El siglo XVIII había conocido obras
maestras, como Las relaciones peligrosas de Laclos, en que los
personajes se entregan a un juego erótico desprejuiciado y riesgoso. Las
novelas epistolares del nuevo siglo, como el Werther de Goethe, en cambio, hacen de la carta el vehículo de identidad subjetiva y de legitimación de la propia vida.
De
hecho, las epístolas de los escritores del siglo XIX -y los ejemplos
son innumerables- saquearon los modelos literarios según sus propias
preferencias e inclinaciones eróticas. Lo cierto es que, por primera
vez, el yo que "se narra" se adentra como nunca antes en los pliegues de
su vida privada más recóndita y confiesa a su interlocutor los lados
más oscuros de sí mismo. Baste pensar en el epistolario apasionado entre
Benjamin Constant y Madame de Stäel, a inicios de ese siglo, o en el
nervioso intercambio de cartas entre Flaubert y Louise Colet hacia
mediados de siglo.
Desde entonces y hasta no hace mucho tiempo, la
carta fue uno de los campos intelectuales más fértiles de los
escritores, que la transformaron en una verdadera práctica social y de
afirmación estética.
En la Argentina de los últimos años, siguen
apareciendo algunos casos realmente interesantes. Entre ellos, las
cartas de Puig a la familia, en las que el autor cuenta sus experiencias
cotidianas en Europa y demuestra su pasión por la anécdota y el chisme.
Cortázar escribe al pintor y poeta Eduardo Jonquières, y revela con
afectuosa amistad sensaciones, sentimientos y pasiones en los primeros
años de su estancia parisina. Estas cartas, justamente, sustituyen la
autobiografía que estos escritores nunca compusieron. Y, sobre todo,
constituyen un verdadero taller de escritura y experimentación
estilística.
Diarios: la intimidad cotidiana
Los
diarios tienen su origen en la primera modernidad, cuando los
mercaderes registraban en cuadernos los gastos que debían afrontar y las
ganancias obtenidas en la jornada. Lentamente, en las cortes del
Renacimiento, que no fueron otra cosa que la aristocratización de la
mentalidad burguesa florentina, los diarios se transformaron en
cuadernos de apuntes que tenían por objeto memorizar contratos,
comisiones, encomiendas y, en algunos casos, escenas familiares.
Con
la irrupción de la gran estación filosófica del siglo XVIII, el diario
devino el lugar de la intimidad inviolable, escandida en su ritmo
cotidiano. El journal intime, en efecto, se escribía en libros
lujosamente encuadernados, que tenían en muchos casos llaves o candados.
Lejeune ha publicado en Francia un volumen bellísimo que ilustra los
diarios íntimos desde sus orígenes hasta nuestros días.
Con el
correr del tiempo y, sobre todo en el siglo XX, los escritores adoptaron
el diario como cuaderno de apuntes políticos, culturales, literarios o
como crónicas de viajes y aventuras. Lo cierto es que para muchos
lectores, los diarios revelan aspectos impensados de los artistas o de
los personajes de relieve, y ponen al desnudo los mecanismos vitales de
la producción intelectual. La aparición de El oficio de vivir de Pavese, tras su suicidio, o la publicación en nuestro país de Borges, de Adolfo Bioy Casares, dan la pauta de la dimensión literaria de dichos escritos.
Lo
más interesante de los diarios reside en que, a diferencia de las
autobiografías o de las memorias testimoniales, son escrituras del
presente que, por su carácter fragmentario y episódico, captan lo
momentáneo y no contemplan, por lo tanto, la posibilidad de
reconstrucción mnemónica del pasado. Por ejemplo, Elsa Morante escribe
en 1938, a los veinticinco años, un diario íntimo que desmenuza su
relación tortuosa con Alberto Moravia, su amante, narrando o, más bien
narrándose a sí misma, sus propios sueños eróticos. La publicación de
los diarios de Alejandra Pizarnik ha sorprendido mucho a sus lectores de
poesía, porque muestran aspectos de su psicología y de sus intereses
culturales.
Pero ante todo, los diarios son lugares de ejercicio
literario, de exploración de nuevos territorios del lenguaje. La
desaparición momentánea del lector -que se superpone muchas veces en la
mente de quien compone y crea - les ha permitido a los escritores y
artistas hacer caer las máscaras de la representación y entrar por fin
en la verdad de sí mismos.
Conclusiones
Cada
nación ha elaborado en su tradición un modelo de escritura
autobiográfica. Rousseau fue el paradigma en Francia, Gibbon en
Inglaterra, Goethe en Alemania, Alfieri en Italia, Franklin en Estados
Unidos. Me animaría a decir que el nuestro ha sido Sarmiento. La manera
que cada uno de estos grandes escritores eligió para contarse a sí mismo
dice mucho de lo que sus naciones han alcanzado y aquello que han
perdido para siempre.
Una cosa es indudable. Cuando Descartes escribió sus Meditaciones,
puso el yo en el centro de la especulación metafísica. Desde entonces,
la representación y la narración de sí mismo no ha podido escapar a ese
derrotero filosófico, según el cual, narrar la propia vida es, antes que
nada, pensarse a sí mismo.
Textos de autores
"Roma
está hecha una porquería, ni la sombra del verano con todo el
movimiento de turistas. Esta ciudad engaña mucho, en invierno es un
opio, sábado y domingo las calles desiertas, películas viejas no hay
casi nunca, hay que ver todo lo nuevo que no es muy interesante. Todos
los argentinos que están aquí despotrican contra Roma comparándola con
Buenos Aires, Veo que hay salir de Buenos Aires para apreciarla."
Manuel
Puig, Carta a la madre, Roma, 27 de noviembre de 1956, en Querida
familia. Cartas europeas (1956-1962), Entropía, Buenos Aires, 2005.
"Después
fue el tren, y París. Te aseguro que me cuesta creer que llevo aquí un
año. A veces, andando en la Vespa por el centro, me asalta una sensación
de irrealidad casi angustiosa. ¿Qué es esto? ¿Qué hago yo aquí?"
Julio
Cortázar, Carta a Eduardo Jonquières, París, 31 de octubre de 1951, en
Cartas a los Jonquières, Alfaguara, Buenos Aires, 2010
"Entro
en una librería desconocida. Me dirijo a los anaqueles coloreados,
llena de curiosidad y de emoción. La esperanza de hallar algo nuevo es
quebrada por la voz del empleado que me pregunta qué títulos busco. No
sé que decirle. Al fin, recuerdo uno. No está. Hubiese querido seguir
mirando, pero sentía sobre mí el peso de esa mirada comerciante, tan
estrecha y desaprobadora ante alguien que no sabe lo que quiere.
¡Siempre lo mismo! ¡Siempre hay que aparentar la posesión de un fin!"
Alejandra Pizarnik, 23 de septiembre de 1954, Diarios, Lumen, Barcelona, 2010
Modulaciones íntimas
Autobiografía moderna
Nace
en el siglo XVIII, como fruto de la atención reservada a la identidad
del sujeto. Es el resultado de una larga tradición de escritos en
primera persona, que culmina en el modelo de Jean-Jacques Rousseau: Las
confesiones son la narración de la propia historia sentimental.
Narración
en primera persona, protagonista de la historia, que pone en el centro
al yo, sus sensaciones, sus sentimientos y sus ideas.
Es un relato
laico del alma, que requiere veridicidad, naturalidad y autenticidad, y
que coloca al lector en una posición de juez y árbitro de la narración.
El yo se presenta como individuo, cuya vida es útil para el estudio del
hombre en general.
Memoria testimonial
Nace en el siglo XIX, como resultado de los conflictos políticos de la época.
Se presenta como la narración heroica de un yo, en lucha por los ideales de un grupo, una colectividad, una comunidad.
Es
el relato celebrativo sobre todo de la juventud, en que se forjaron los
grandes ideales. El yo se postula como paradigma de la nación, digno de
memoria.
Carta
Se difunde en el siglo XVIII como
forma de intercambio de las cortes y en el siglo XIX se transforma en
uno de los mayores instrumentos de la afirmación de la mentalidad
burguesa.
Se difunde como espacio en el que expresar libremente
las propias ideas e, incluso, la propia interioridad. Se transforma en
una práctica social, de intercambio intelectual.
Diario
Nace
en el siglo XVIII como instrumento de la aristocracia, que en sus
viajes, legitima su propia supremacía cultural y económica. Deviene
cuaderno de apuntes fragmentarios, anotaciones desordenadas, un lugar
privado de la cotidianidad. Para muchos escritores es el terreno ideal
de la experimentación literaria y de la exploración subjetiva de la
realidad.
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