Uno de los placeres de recorrer librerías de viejo es encontrar
los descalabrados ejemplares de El Séptimo Círculo, la colección que
inventaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Pero con el paso de
los años muchos títulos, de tanto alojar criminales entre sus páginas,
han aprendido el arte del escondite y la evasión. El regreso de veinte
novelas de esta serie es una buena noticia para los lectores.
A La divina comedia
debemos el ingenioso nombre de la serie: el séptimo es el círculo de
los violentos. Los primeros condenados que Dante encuentra en esta
parcela del infierno son los suicidas, los violentos contra sí mismos,
personajes del todo inadecuados para definir un género en el que todo
suicidio termina por ser desmentido por la sagacidad del detective.
Desde
su nacimiento, la colección quedó señalada por el logo de José Bonomi
(un caballo de ajedrez), el arte de tapa del mismo artista y las
contratapas y noticias sobre los autores, que Borges y Bioy escribían
cuando se reunían. Anotemos que la presencia del caballo negro
contradice felizmente a Poe, que juzgaba el relato policial más
semejante a las damas que al ajedrez. Porque en el ajedrez, según Poe,
la atención gobierna sobre la agudeza, y no gana el mejor sino el que
menos se distrae; mientras que en el juego de damas, como todo es más
simple, el jugador se entrega con toda libertad al ingenio. ¡Pero qué
poco atractivo hubiera sido una redonda pieza del juego de damas como
emblema de la colección!
Con acento británico y algo más
El Séptimo Círculo nació en 1945 con La bestia debe morir,
de Nicholas Blake. Su autor, escondido como tantos otros bajo el manto
del seudónimo, era el poeta Cecil Day Lewis, padre del actor Daniel Day
Lewis. Es un autor que cuenta con muchos títulos dentro de la
colección, pero ninguno de sus libros alcanzó el éxito de La bestia debe morir
. No es una novela tradicional de enigma, ya que sabemos, desde el
primer instante, quién va a ser el asesino. El cine rescató varias veces
esta historia; hay inclusive una versión argentina, con Narciso Ibáñez
Menta y Guillermo Battaglia. Como tantos otros autores, Cecil Day Lewis
separaba su obra “literaria” de sus novelas policiales; pero sus poemas
cayeron en el olvido y La bestia debe morir se sigue leyendo. Qué injusta es la posteridad con los planes para la posteridad.
Borges y Bioy Casares solían consultar las páginas del Times Literary Supplement
para guiarse por el laberinto del género policial en una época en que
se publicaban varios títulos cada semana; luego encargaban en una
librería las novelas que juzgaban prometedoras.
“Borges me dijo un día que cuando la gente de Emecé se enterara de que el Times Literary Supplement traía una sección con las novedades del género policial, nos echarían a la calle”, recordó el autor de La invención de Morel (Sergio López, Palabra de Bioy
, Emecé, 2000). La mayoría de los autores elegidos eran ingleses,
representantes de la novela de enigma. Algunos nombres se repiten en el
catálogo, como Patrick Quentin, John Dickson Carr (estadounidense, pero
que escribe “a la inglesa”), Nicholas Blake y Anthony Gilbert (seudónimo
de una escritora: Lucy Beatrice Malleson). Pero también estuvieron
presentes los nombres de algunos escritores duros estadounidenses, como
Raymond Chandler, James Cain, Robert Parker o los esposos Ross MacDonald
y Margaret Millar. Esto no resulta extraño si se piensa en la afición
de Borges por el cine policial estadounidense, tan semejante a su
literatura. La fobia de los directores de la colección no era la novela
dura, aunque así lo declararan, sino el policial francés. Aún así,
incluyeron obras de Guy des Cars, Serge Groussard, Fernand Crommelynck y
del prolífico Pierre Véry.
Los libros de El Séptimo Círculo
estaban editados con mucho cuidado, sobre todo si se los compara con
otras colecciones de la época, como Rastros (que abundaba en autores
estadounidenses duros) y la de la editorial Tor, que era el reino de
Gastón Leroux, Edgar Wallace, Maurice Leblanc y el misterioso Oscar
Montgomery, autor de El asalto de los esqueletos a la mansión de los cadáveres vivientes (juro que la novela se llamaba así, la leí en mi adolescencia) y Espías en Buenos Aires
. Las portadas de Tor y Rastros prometían violencia y erotismo; Bonomi,
en cambio, ilustraba no las tramas particulares sino el género en sí.
Ni Tor ni Rastros presentaban datos sobre los autores.
La colección incluye títulos que coquetean con la literatura fantástica, como El maestro del juicio final , de Leo Perutz, o las novelas del misterioso y olvidado Michael Burt, como El caso de las trompetas celestiales o El caso del jesuita risueño
. Muchos policiales comienzan con un asunto inexplicable, que al cabo
tiene una solución racional; las de Burt presentan un misterio que
parece racional, y se revela inexplicable. También está en el catálogo
la breve y perfecta El tercer hombre, de Graham Greene, y la inconclusa obra de Dickens, El misterio de Edwin Drood . Escribe Chesterton en el prólogo: “La única novela que Dickens no terminó es la única que necesitaba un final”.
Adornos tipográficos
Su rol como editores daba lugar a curiosas confusiones. Comenta Bioy
en su diario: “Con Borges hemos perdido la esperanza de explicar
nuestro trabajo como editores en Emecé; unos creen que somos los dueños
de Emecé; otros se refieren a esas novelitas que ustedes traducen (frase
en que traducen no significa hacer traducir). En cuanto a la confusión
de editoriales con imprentas, es universal”.
Se ocuparon de los primeros 139 títulos. Luego la selección quedó en manos del editor Carlos V. Frías. Tanto Bioy en su Borges
, como el mismo Borges en una entrevista magistral del periodista
mexicano Enrique Lobet Jr., cuentan que dejaron de leer para la serie al
notar que habían dejado de pagarles. Mejor dicho, se apartaron cuando
les señalaron que habían dejado de pagarles, como invitación al
abandono. Más allá de estos problemas con la editorial (nada demasiado
grave, ya que los dos siguieron publicando en Emecé durante toda su
vida), lo cierto es que ese trabajo ya hubiera sido una tarea imposible
para Borges, cuya vista empeoró radicalmente a mediados de los años 50.
De todos modos los nombres de los dos escritores continuaron en cada
ejemplar de la colección. “Lo conservan como adorno tipográfico”, decía
Borges.
Los nombres de Borges y Bioy Casares son marcas tan
fuertes que se supone que los libros elegidos por Frías son de menor
valor. Sin embargo, en la etapa de Frías se publicaron también obras
extraordinarias, como La especialidad de la casa , colección de cuentos de Stanley Ellin o Sólo monstruos
, una de las mejores novelas policiales de todos los tiempos, de la
escritora canadiense Margaret Millar. A la etapa de Frías pertenecen
también las dos extrañísimas novelas de Kyril Bonfiglioli, cuyo narrador
es un marchand amoral y sibarita.
Entre los pocos libros escritos en español hay dos clásicos: Los que aman odian (n° 31), de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y El estruendo de las rosas (n° 48), de Manuel Peyrou. Enrique Amorim (uruguayo radicado en Buenos Aires) publicó El asesino desvelado
(nº14). Eduardo Morera, Alejandro Ruiz Guiñazú (hermano de Magdalena) y
Roger Pla firmaron con seudónimo (Max Duplan, Alexander Rice Guiness y
Roger Ivness, respectivamente), lo que revela la desconfianza que
todavía provocaba el policial. En El Séptimo Círculo se publicó también la novela más conocida de María Angélica Bosco, La muerte baja en el ascensor (nº 123) que ganó el premio Emecé en 1954. Hace poco fue rescatada por Ricardo Piglia para su Serie del Recienvenido (FCE).
De
vez en cuando algún original argentino llegaba a las oficinas de la
editorial, pero el caso más curioso es el de un corresponsal anónimo que
propuso narrar un crimen real, supuestamente cometido en 1946. Borges y
Bioy pensaron que se trataba de una broma, pero la carta es tan larga y
está tan llena de detalles (Bioy la transcribe en su Borges ) que sale del terreno del humor para entrar en el de la psicosis. La novela, a la que hacía falta “limar un poco”, se llamaba Crimen profiláctico
y contaba lo siguiente: “La muerte del señor C., jefe del taller
metalúrgico de cierta dependencia semi-estatal en ese entonces, y que
fue para todos una simple defunción natural producida por la fiebre
tifoidea –lo que fue exacto– se debió a que yo infesté los dos
panecillos de miel del desayuno del señor C., en su oficina, mediante
una simple inyección de 3 cúbicos de gelatina con cultivo de bacilos del
tifus”.
Para probar que su historia era cierta, el confeso
asesino les pedía a Borges y a Bioy que fueran a investigar los archivos
del hospital Muñiz. Así comprobarían que el 7 de abril de 1946 se había
producido una muerte que coincidía con los detalles del relato. Parece
que el asunto no prosperó, porque Crimen profiláctico no figura entre los 366 títulos de la colección.
En el catálogo hubo algunas ausencias notables, como Agatha Christie, sólo presente en el volumen colectivo El almirante flotante
. Esta novela es una de las curiosidades de la colección: en los años
30 varios integrantes del Detection Club de Londres, que agrupaba a
autores de policiales, se propusieron escribir un capítulo cada uno, a
manera de un cadáver exquisito. Ese libro siempre fue una figurita
difícil de la colección; sin embargo, fue reeditado por Emecé (Grandes
Maestros del Suspenso, 1982), Bruguera (Club del Misterio, 1983) y hace
un par de años por Akal en una nueva traducción.
Otra ausencia notable es la de Chesterton (aunque también presente en un capítulo de El almirante flotante
). Como es famosa la devoción de Borges por Chesterton, podemos
conjeturar que se trató de una cuestión de derechos. Borges pudo
desquitarse al publicar una antología del irlandés, La cruz azul y otros cuentos , en su Biblioteca Personal. Aunque no deja de haber una especie de maldición: en su prólogo a La cruz azul
Borges juzga a “Los tres jinetes del Apocalipsis” el mejor relato del
volumen. Pero quizás a causa de una distracción del editor, o de un
conjuro celta, ese cuento no aparece en el libro. Buen tema para un
relato fantástico.
Borges y Bioy se ocuparon de los primeros 139
números de El Séptimo Círculo; en el año 56 se apartaron de la
colección, que quedó en manos del editor Carlos V. Frías. La colección
siguió hasta los años 80. El último título fue Los intimidadores ,
de Donald Hamilton, el número 366. Ya por ese entonces se había perdido
todo cuidado en la edición, y algunos libros aparecían publicados sin
un mínimo trabajo de corrección. Pero las tiradas seguían siendo enormes
para las moderadas expectativas actuales. Tomo el primer libro que
tengo a mano, Pregunta por mí, mañana , de Margaret Millar,
publicado en 1979, y encuentro que la tirada es de 14.000 ejemplares.
Ojalá todos los períodos de decadencia fueran así.
El diariero llama dos veces
Los libros elegidos para la Colección El Séptimo Círculo en Clarín
reflejan muy bien la primera etapa y también el eclecticismo de la
serie. Algunas novelas pertenecen a autores clásicos del género, como
Nicholas Blake, Patrick Quentin o John Dickson Carr. Hay una novela
extrañísima, La larga búsqueda del señor Lamousset , del olvidado Lynn Brock. No hay crimen: es más bien una fantasía de la conducta al modo del Bartleby
de Melville. Hay un autor que bien podría haber registrado la angustia
en la oficina de patentes: Cornell Woolrich (William Irish). En los
años 40 y 50 Woolrich era uno de los favoritos de los lectores
argentinos, y el director Carlos Hugo Christensen supo filmar con vigor y
delicadeza algunos de sus relatos.
El quinto libro de esta serie, Laura
, es de una gran autora, Vera Caspary, que siempre estuvo menos
interesada en los asesinatos misteriosos que en el alma de sus
criaturas. Hay dos autores que luego Borges arrancaría de lo policial
para incorporarlos a los libros de tapas negras de su Biblioteca
Personal: Hugh Walpole y Eden Phillpotts. Hay un Chejov, inmortal, y
otros olvidados aún en su país de origen: R. C. Woodthorpe y Richard
Hull. La colección también incluye dos novelas de James Cain, que dieron
lugar a célebres películas: El cartero llama dos veces y Pacto de sangre .
En
los años 70 Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue, grandes especialistas
del policial, se ocuparon de consultar a los directores de la colección y
al ilustrador para saber cuáles eran sus novelas favoritas. Esta lista
de preferencias aparece en Asesinos de papel (Colihue, 1996), fascinante libro sobre los avatares del género. La encuesta dio este resultado: Borges: El señor Byculla, de Erik Linklater; El señor Digweed y el señor Lamb y Los Rojos Redmayne, de Eden Phillpotts; La torre y la muerte, de Michael Innes; La piedra lunar y La dama de blanco de Wilkie Collins; La bestia debe morir, de Nicholas Blake; El hombre hueco, de John Dickson Carr y Extraña confesión, de Anton Chejov. Bioy Casares: La torre y la muerte
de Michael Innes. (Decía Bioy: “Luego supimos que Innes muy
probablemente se hallara entonces en Buenos Aires, pues trabajaba en el
servicio secreto británico y por aquellos años lo habían destinado a
esta ciudad”). En sus Memorias (Tusquets, 1994), Bioy agrega novelas de su preferencia: Mi propio asesino de Richard Hull y La larga búsqueda del señor Lamousset de Lynn Broke. José Bonomi: Los anteojos negros de John Dickson Carr. La mayoría de estas preferencias aparecen entre los veinte títulos ahora reeditados.
Hablar
de novelas policiales es recordar cuántas veces los amigos nos han
recomendado tal o cual libro. Esto es especialmente apropiado para esta
colección, que no es sólo un viaje por el género: es también la historia
de una amistad.
Pablo De Santis es autor de El enigma de París y Crímenes y jardines, entre otros .
Un Círculo donde refugiarse del peronismo
Las decisiones tomadas por los amigos, en esa década que cambió la historia
En la extensa colaboración literaria de Borges y Bioy, no menos
importante que la escritura resulta la lectura conjunta, cuyo fruto
principal fue la preparación de antologías y colecciones. De entre las
muchas que emprendieron o meramente proyectaron, la colección El Séptimo
Círculo claramente se destaca por su perdurabilidad y su influencia.
Junto con la Antología de la literatura fantástica (en la que participó
además Silvina Ocampo), constituye uno de sus aportes más consistentes
en favor de una estética preocupada por reivindicar, a través del modelo
del policial clásico inglés, el rigor de las tramas contra el desorden
de la novela psicológica o el pretendido realismo naturalista.
Su
historia puede contarse muy brevemente. Contratados a fines de 1942,
gracias a las gestiones de Silvina Bullrich, amiga personal de Borges,
como asesores literarios de la editorial Emecé, propusieron, dice Bioy,
“una selección de libros clásicos, que titularíamos Sumas”.
Dado
que las dificultades financieras pronto exigieron proyectos menos
ambiciosos y más rentables, ofrecieron entonces revisar una “Antología
de la literatura policial y fantástica” en la que trabajaban desde 1941 y
que se publicaría a fines de 1943 como Los mejores cuentos policiales .
Al agotarse rápidamente la edición, convencieron a Emecé de
aceptarles en 1944 el proyecto de una colección de novelas policiales,
inspirada en “Le Masque”, de París, y “Collins Crime Club”, de Londres.
Tras vacilar entre una gran variedad de nombres, como “Máscara”, “Club
del Crimen”, “El Jardín Cerrado”, “Cábala”, “Eleusis”, “Hilo de
Ariadna”, “Teseo” o “Museo del Crimen”, Borges y Bioy se inclinaron
finalmente por el eufónico “Séptimo Círculo”, tomado del “Cerchio dei
Violenti” de La divina comedia .
El Séptimo Círculo se inició,
así, el 22 de febrero de 1945 con una elegante edición de La bestia debe
morir, de Nicholas Blake, traducida por Juan R. Wilcock. El éxito fue
inmediato y sostenido: entre 1945 y 1956, Borges y Bioy elegirían 139
volúmenes y escribirían, por lo común adaptando los dust jackets
originales, sus correspondientes noticias y contratapas. Curiosamente,
acaso por ese gusto de la realidad por las simetrías y los leves
anacronismos, el mismo Wilcock sería el traductor de Mi hijo, el
asesino, de Patrick Quentin, el último de los títulos escogidos.
¿Será
casualidad que esas fechas, 1945 y 1956, coincidan casi exactamente con
las del ascenso y la caída del primer peronismo, que tan bien supo
marginar a Borges de cargos oficiales después de despojarlo de su
humilde puesto de bibliotecario municipal? En su Borges , Bioy registra
el 9 de mayo de 1956: “Frías me dijo [...] que nuestro trabajo en Emecé
(el de Borges y el mío) había terminado”. Designado director de la
Biblioteca Nacional tras el triunfo de la Revolución Libertadora, se
asumía que Borges ya no podría, ni necesitaría, seguir con sus tareas
editoriales. En lo sucesivo, Frías se ocuparía de la colección, que se
prolongó, con obras de calidad desigual, hasta 1983.
Si alguien le
hubiese insinuado que El Séptimo Círculo sería visto alguna vez como
involuntario legado de la “Segunda Tiranía”, Borges, en ese tono
afectadamente dubitativo que empleaba para sus comentarios más
hirientes, seguramente hubiera señalado: “Qué bien si en el futuro lo
único que se rescatara del peronismo fuese haber fomentado una colección
nombrada según el Círculo de los Violentos”. Tampoco a Bioy le habría
disgustado esta suprema forma de la ironía.
Daniel Martino
editó el Borges, de Bioy Casares, y está al cuidado de sus inéditos;
aún quedan miles de páginas de diarios personales.
La identidad de un arte inconfundible
José Bonomi, un artista tardíamente reconocido, diseñó las tapas que son un símbolo de la colección
A José Bonomi el reconocimiento le llegó tarde. Muy tarde. Su
primera muestra individual –1975, galería Van Riel– la tuvo a los 72
años. Quizás él tampoco hizo mucho para ganarse este reconocimiento.
Pintó toda su vida –qué más se le podría pedir– pero no parecía ser del
tipo que buscaba posicionarse. Por otro lado, fue muy valorado como
ilustrador. Y quizás un poco fue eso. Las Bellas Artes, desde que
empezaron a pensarse así, con el adjetivo adelante y con mayúsculas,
trataron de separar la idea del artista de la del artesano. La
funcionalidad era una condición que dejaba por afuera de lo artístico
cualquier producción estética por más talentosa que esta sea. Y en ese
sentido, Bonomi –nacido en Italia y emigrado junto a sus padres a los
tres años– se plantó ante la vida como un laburante. Asumió la figura
del bohemio, con todo lo que aquello implicaba, es cierto, pero no del
tipo romántico con pretensiones de genio. En todo caso el hombre
sensible, sencillo, sin grandes pretensiones, que se valía de su
destreza manual para ganarse el sustento, y se movía animado por una
curiosidad que sometía al método de prueba y error. Es decir, al
trabajo.
A los 18 años empezó como dibujante en la revista del
Jockey Club, y con esa experiencia pasó después al suplemento cultural
del diario La Prensa donde permaneció treinta años y se retiró
ocupando el cargo de director de arte. Cuando lo convocaron de Emecé
para el diseño de una colección de novelas policiales, ya venía con una
carrera probada. Era un hombre de 42 años. Entre un centenar de libros,
había ilustrado las cubiertas de Lunario Sentimental de Leopoldo Lugones y El espantapájaros de Oliverio Girondo, que habían batido récords de venta. Además, hacía colaboraciones frecuentes para las revistas Plus Ultra , Martín Fierro , El Hogar y Caras y Caretas
; y había trabajado como escenógrafo junto a Héctor Basaldúa en el
Teatro Colón y a Antonio Cunill Cabanillas en el Teatro Cervantes. No
sabemos de quién fue la idea de sumarlo a El Séptimo Circulo, pero mejor
no podría haber sido.
“El diseño de la tapa nos gustó mucho y creo que le debemos buena parte del éxito”, dice Bioy en sus Memorias
. El éxito no se discute, se vendieron hasta 14.000 ejemplares por mes.
Tampoco el atractivo de las cubiertas: la grilla geométrica sobre la
que se montaba la ilustración, el juego de luces y sombras que recortan
fondo y figura en una simetría de colores plenos, hicieron de este
rompecabezas la metáfora ideal para las novelas de estructura lógica
perfecta que proponían Bioy y Borges.
Si bien al principio se
pensó el dibujo de tapa como una viñeta, el mismo Bonomi reconoce en una
entrevista que a la hora de encarar el trabajo no se dejaba atrapar por
la anécdota, sino que buscaba elementos significativos de la historia
que le permitieran simbolizar los conceptos centrales de la trama. Leía
cada uno de los libros antes de sentarse a dibujar y hasta los títulos
que fueron reeditados tuvieron cubiertas nuevas. Mientras en ese momento
las novelas negras se valían de la estética amarillista del pulp
fiction para ganar lectores, Bonomi apostó a una elegancia sutil que –a
lo largo de los 304 números que le tocó diseñar– se hizo cada vez más
sencilla en sus formas y compleja en su semántica.
El septiembre
del año pasado el Museo Enrique Larreta le dedicó una retrospectiva, en
la que los curadores Patricia Nobilia y Ricardo Valerga articularon sus
pinturas de caballete con su otra obra, en el campo de las artes
aplicadas. Y seguramente esta fue su primera gran exposición, el
merecido homenaje que lo muestra de cuerpo entero.
Si como todo
artista de su época, Bonomi ejercitó la plástica de manera autónoma, es
decir, libre de cualquier condicionamiento externo al propio lenguaje
pictórico; al ver reunido todo su trabajo, pareciera que la suya fue la
otra vertiente de las vanguardias del siglo XX, la que buscaba unir arte
y vida. Aunque se trate de una tarea incierta, y aunque en este intento
se desdibujen los límites de lo que se consideraba Arte. El artista
integrado a la maquinaria social, entendido como el constructor de una
sociedad mejor. Y quien podría dudar de que el arte de sus tapas, que
ahora vuelve a editarse, fue su gran aporte a la cultura visual de los
argentinos.
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