15.6.15

Grossman: "Me cautivó la idea de contar una historia a través del horror y el humor"

Llega a librerías Gran cabaret, la última novela del autor y candidato al Premio Nobel
David Grossman, autor israelí de Gran cabaret./latercera.com

Acido comediante de cincuentaitantos años, Dóvaleh G. lleva ya un rato contándole a su público, en un local nocturno del pueblo israelí de Natanya, la dura historia de cuando estaba en un campamento paramilitar para jóvenes y llegaron a buscarlo para llevarlo al entierro de su padre. El público está tenso y no muy entretenido por la performance. De pronto, alguien desde una mesa alza la voz y le exige contar un chiste de la vieja escuela. De los que hacen reír de verdad.  
Dóvaleh, entonces, hace una pausa y complace al parroquiano indignado y a casi todos los demás. Cuenta que un rato atrás se encontró a un señor de unos 80 años llorando en la calle. Y continúa: “Así que voy hasta él y le pregunto con mucho tino: Señor, ¿por qué llora? ¿Cómo no voy a llorar?, me contesta. Hace un mes conocí a una chica de 30 años, guapísima, muy sexy, nos enamoramos y nos fuimos a vivir juntos. ¡Estupendo!, le digo yo, ¿y qué hay de malo en eso? Óyeme, me dijo el viejo, desde entonces todas las mañanas empezamos el día con dos horas de sexo salvaje, después ella me prepara un jugo de granada, por el hierro, ya sabe, y me voy al ambulatorio. Vuelvo, otra sesión de sexo salvaje, y después me prepara una tortilla de espinacas, por los antioxidantes. Por la tarde me voy a jugar cartas con mis amigos, vuelvo, tenemos otra sesión de sexo salvaje hasta bien entrada la noche, y así, día tras día… Pues suena muy bien, le digo, ojalá yo pudiera. Pero, ¿por qué llora? El anciano se queda pensando un momento y dice: Es que  no recuerdo dónde vivo”.
Acto seguido, todo el mundo se desternilla de la risa. Y con eso, Dóvaleh tiene tiempo para seguir contando su tragicómica historia, mientras lo observan, entre otros asistentes, una mujer de bajísima estatura que lo conoció antes de que fuera desbordado por el cinismo. También un juez retirado, que llega al local a petición del comediante después de que no se han visto en décadas, y que oficia de narrador de Gran cabaret, la última novela de David Grossman.
El autor de Delirio y La vida entera vuelve a territorios y procedimientos que sus lectores conocen: el mix de tragedia y comicidad, la alternancia de los puntos de vista, los ecos del interminable conflicto palestino-israelí. Eso sí, concentra la vértebra de su relato en una noche y en un espacio físico. Y si bien hay payasos y payasines en el conjunto de su obra, lo que acá da continuidad a la historia es el retrato de un comediante de stand up, figura distintiva de la cultura contemporánea que Grossman concibe y dibuja a su manera. Y así lo ve el autor, al teléfono desde su casa en Jerusalén.
¿Es fan de la comedia stand up?
Soy fan de la comedia, pero no necesariamente del stand up. El stand up es un espectáculo muy vívido, pero durante la escritura del libro no quise ir a esos shows porque no quería que el comediante se comiera al personaje de Dóvaleh. Me desconcierta y me sorprende cuánta agresión innecesaria, cuánta vulgaridad innecesaria hay en las sesiones stand up acá en Israel. Por supuesto, unas dosis de agresión y vulgaridad son necesarias, pero en no pocos casos ésta es una vía para compensar la falta de talento del comediante. Creo que los mejores comediantes de stand up son aquéllos capaces de presentar un material más sofisticado. También de unir al público, de aglutinarlos, echando mano a todo tipo de pequeños detalles que son como contraseñas para cada audiencia. Y luego, cuando la audiencia ya está bien “cocinada”, repentinamente ataca. Esto tiene que ver con la calidad de la traición que se ejecuta y que todo buen comediante stand up conoce: primero, crea la ilusión de que él y el público reman en la misma dirección y, de repente, se aparta de sí mismo, se distancia del grupo, y entonces  “ataca”. Cuando eso está bien hecho, es brillante.
¿En qué comediantes está pensando?
Está Louis CK, por supuesto. También Sarah Silverman y Jerry Seinfeld. En Israel está Adi Ashkenazi, que figura en el libro porque realmente aprecio lo que hace. 
¿Le intrigaba algo acerca del sentido del espectáculo de los comediantes que menciona? 
Lo que aprendí fue que contar un chiste es un arte en sí mismo: no puedes decir una palabra de más. Tampoco una de menos. Tienes que ser exacto y estar atento a la música que desarrolla el chiste. Ser un comediante, además, no es igual a ser una persona que cuenta chistes. Los cuentachistes obsesivos no son realmente divertidos. Los que realmente lo son tienen una especie de libertad interior que les permite moverse expedita y amablemente entre distintos puntos de vista, dentro de lo cual es esencial saber reírse de uno mismo. Y creo que por ahí va la contribución judía al arte de la comedia: reírse de sí mismo. 
¿Cómo opera ese humor?
Hay una autoironía levemente amarga: te ríes de otra gente, pero lo haces situándote en una posición de inferioridad. No te sientes superior a ellos. Creo también que hay una especie de sensibilidad para el sufrimiento en el humor judío. Es tan cruel, tan brutal. Es como el pinchazo de una aguja. Hay, a propósito, una gran variedad de proverbios judíos en esta línea. Cosas del tipo “Que dios te quite toda la dentadura, pero que te deje una muela… para que tengas dolor de muelas”. 
El comediante de Gran cabaret hace reír a su público, por ejemplo, con chistes muy negros sobre los palestinos y su relación con Israel…
Cuando se vive una situación como la nuestra, cuando hay tan profunda desesperación, así como la sensación de llevar 50 años en una situación de arrinconamiento, sin futuro, por supuesto que habrá gente que siga ese camino de humor negro. En circunstancias así, hay gente que abraza la religión, y hay gente que abraza el humor y encuentra un gran solaz en los chistes negros. Ahora, el libro no se limita a la comedia. Es una historia, es literatura. Es la historia de alguien que trata de protegerse de la vida. Alguien que, para proteger su enorme fragilidad, se dota de un escudo de agresión, de crueldad y vulgaridad. Y ese escudo se rompe cuando alguien le dice, en medio de su performance, que alguna vez, hace mucho tiempo, fue un buen chico. 
En castellano, “humor” rima con “horror”. ¿Qué pasa en hebreo?
No riman, pero lo que traté de hacer acá fue hace una mezcla entre una lengua muy vulgar y dialectal, en la primera mitad, y otra distinta cuando las cosas se hacen más íntimas e introspectivas. Fue un gran desafío.  
¿Qué lo llevó a concentrar el relato en una noche y un lugar?
Nunca planeo estas cosas. Normalmente, me dejo sorprender por mis historias. En este caso, me cautivó este comediante y la idea de contar una historia a través del horror y el humor, que es una mezcla muy explosiva. A veces, cuando estás escribiendo, hay personajes que te llevan consigo y no te piden permiso. Y lo mejor que puede hacer un escritor es rendirse ante ellos y no interferir.   
Dice el comediante, en cierto momento, que la gente de izquierda no tiene sentido del humor. ¿Se estaba pegando un palo a usted mismo?
Espero tener algún sentido del humor y es lo que la gente dice de mí cuando me conoce. Pero hay una tendencia, aunque no sólo en gente de izquierda, de creer que se tiene la razón y el saber en sus bolsillos, y en ese punto se deja de ser divertido. Hay un peligro ahí. En mi caso, cuando expreso opiniones trato de dejar un margen para la duda: quizá no tenga toda la razón; quizá el futuro demuestre que me equivoqué. 
¿Es muy descaminado encontrar una semejanza con Opiniones de un payaso, la novela de Heinrich Böll?
No lo sé. La leí hace más de 30 años y no recuerdo nada de ella en particular, pero es el tipo de obras en que uno aún puede sentir el olor de las páginas. Hay influencias de las cuales uno no es muy consciente, pero que da por sentadas, y Heinrich Böll es una gran influencia y un maestro. Billar a las nueve y media (1960) significó mucho para mí cuando era un joven escritor.
¿En todas las entrevistas le preguntan por su candidatura al Premio Nobel?
Siempre me preguntan. Y siempre respondo “pregúnteme cuando tenga 87 años”. Creo que entonces podré dar una buena respuesta.

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