Clac, clac. El paso de
Umberto Eco por las calles de Milán es acompasado por los golpes de su
bastón contra el pavimento, mojado por una lluvia suave de otoño. Con
ese bastón de sauce, su sombrero modelo Fedora, su gabardina y unos
andares nerviosos, Umberto Eco tiene el aspecto de ser un detective
clásico que nos guiara por una ciudad de otro tiempo, repleta de
conspiraciones, anécdotas y aventuras.
El hombre que, siendo uno de los semiólogos
más importantes del mundo, se reinventó en 1980 como novelista con El
nombre de la rosa, libro que lleva ya vendidos 50 millones de
ejemplares, se dirige a su casa, situada en una de las dos mejores
plazas de Milán, frente al imponente Castello Sforzesco, punto de
atracción de los turistas y que Eco desmitifica con una simple frase:
“Bueno, es una copia del siglo XIX, como todo el gótico francés”.
Una vez en casa, cuelga sus cosas en el
perchero –donde reposan media docena de sombreros y, al lado, muchos más
bastones– y, mientras los visitantes se sorprenden del moderno
interiorismo, con paredes de color blanco, grandes ventanas diáfanas,
muebles de diseño, butacas ergonómicas –“¿qué pasa?, ¿esperaban un
monasterio medieval?”–, nos pasea por “el pasillo de la literatura”, una
parte de su impresionante biblioteca de 35.000 volúmenes, que se
distribuye de modo aleatorio por las dos plantas del domicilio. “Este es
el estudio de los ensayos, allá junto al lavabo tengo a los lógicos
ingleses”, dice señalando un lugar en el que no reina ningún orden
aparente. Pero ¿puede orientarse en este caos bibliográfico?
“¡¿Caos?!”, clama fingiendo indignación. “¡A ver, dígame el nombre de un filósofo!”.
“Mmm... Hume”. Y Eco aparta una butaca
giratoria que le había salido al paso y avanza enérgicamente hacia uno
de los tres tabiques de estanterías de su despacho, para agarrar un
grueso volumen que contiene la Investigación sobre el entendimiento
humano del ensayista escocés. “¡Dígame otro!”. Y, así, van apareciendo
Aristóteles, Aquino, Wittgenstein... Como si respondieran al llamado de
este acelerado personaje al que nadie le echaría sus 83 años.
“Un dicho alemán dice: ‘Aprendo una palabra al día’, y yo las tengo todas aquí”, ríe.
Cansados de que nunca falle localizando sus
volúmenes –a veces en los lugares más inverosímiles– le preguntamos:
¿nunca ha perdido un libro? “Por lo general, no, tengo muy buena memoria
posicional, el drama es cuando yo recuerdo uno de hace treinta años con
la portada verde y se ha descolorido y vuelto ya amarilla, en ese caso
no lo encuentro”.
Tiene etiquetas temáticas sobre los estantes,
“pero todas están equivocadas”, superadas por la constante acumulación.
En una cajita guarda su colección de pipas, sobre la mesa de trabajo
reposa una lupa, tras unas vitrinas adivinamos manuscritos medievales, y
en el salón hay una escultura de Hermes de mármol, unos facsímiles de
los evangelios sobre un atril… También pasamos ante un muro que él llama
“mi cementerio” porque en él cuelga fotos de sus amigos muertos, como
la actriz Franca Rame, esposa de su vecino, el nobel Dario Fo. Pero lo
que a él le hace más gracia es una viñeta de The New Yorker que ha
enmarcado, “la mejor de su historia”: en ella se ve a un niño a quien su
madre le dice: “No, tú has sido parido, no descargado”.
El escritor conserva también la caricatura que
le hizo el dibujante Georges Wolinski, del semanario Charlie Hebdo,
asesinado el pasado enero en París, en la que se lee: “¡Viva Umberto!”.
“Tenía mi misma edad…”, sacude la cabeza. Hay dos ordenadores al lado,
uno para su secretaria y otro para él, en el lugar donde escribe sus
novelas, aunque confiesa que “no tengo reglas. Puedo pasarme horas
escribiendo sentado en el baño, de hecho bastantes veces. Y en mi casa
del campo soy aún más productivo, la tengo en Montefeltro, no lejos de
Urbino y San Marino, en las colinas, con valles y bosques alrededor, una
zona salvaje, huyendo de la Toscana, que es un país de pijos
extranjeros. En realidad, mis mejores ideas me vienen cuando nado, ya
sea en el mar o en la piscina. Hay escritores profesionales, como mi
amigo Vargas Llosa, que se marcan un horario estricto, escriben hasta
las cuatro y luego ven a los amigos, pero yo sería incapaz de hacer una
cosa así, tan metódica, soy italiano”.
Muerde tabaco constantemente y su interlocutor
llega a temer que, en algún momento, vaya a escupir todo ese material,
pero no, por lo que se deduce que acaba tragándoselo. “No se asusten,
fumé en pipa de los 20 a los 60 años, pero la tenía siempre en la boca y
la tuve que dejar. Sé que da una imagen rara esto de mascar un
cigarrillo, el otro día una señora me dijo: ‘¿Por qué no lo enciende? Va
todo el día con eso en la boca’ y yo le respondí: ‘Señora, ¿no ha
tenido nunca usted cosas en la boca sin encenderlas?’”.
En el recorrido por la vivienda, solamente hay
una zona vedada: “¡No, ahí no se les ocurra entrar! ¡Es el territorio
privado de mi mujer. ¡Zona sagrada!”. “Umberto, por favor…”, sonríe, al
otro lado, la alemana Renate Ramge, su esposa desde 1962.
Él insiste en que nunca ordenará todo lo que
vemos: “No quiero que nadie ponga sus manos aquí. En el sótano guardo
las cajas con los manuscritos.
Tengo ofertas de las universidades
norteamericanas. Un conocido autor italiano, que no quiero nombrar,
recibió una oferta de una universidad por el manuscrito de su novela… y
él lo había tirado a la basura. ¿Saben qué hizo? Tomó un libro impreso y
se lo dio a una secretaria para que lo volviera a pasar a máquina,
luego borró muchas líneas, simuló unos tachones y volvió a escribir lo
que estaba escrito pero a mano, como si fueran correcciones… y lo vendió
por varios miles de dólares, ¿qué les parece? Yo lo dejo todo así,
porque ¿qué harían, si no, mis estudiantes cuando me muera? Hay que
pensar en dejar trabajo a las generaciones futuras…”.
Umberto Eco lleva más de 40 años viviendo en
Milán, la capital editorial de Italia, donde tienen su sede los grandes
grupos como Mondadori, Rizzoli o Mauro Spagnol, mientras que Turín y
Roma albergan editoriales más pequeñas.
Nació en Alessandria (no la egipcia, sino la
italiana) en 1932, y empezó a publicar en 1956, en concreto su tesis
doctoral, titulada El problema estético en Tomás de Aquino.
Le seguirían, años después, ensayos míticos
como Apocalípticos e integrados (1964) y el Tratado de semiótica general
(1975). El éxito que obtuvo en su estreno como novelista, con El nombre
de la rosa en 1980 –adaptada al cine en 1986 por Jean-Jacques Annaud,
con Sean Connery– le hizo publicar después otras ficciones como El
péndulo de Foucault (1988), La isla del día antes (1994), Baudolino
(2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) o El cementerio de
Praga (2010).
Este año ha sacado a la calle Número cero, una
sátira ambientada en la Italia de 1992, donde un empresario parecido a
Berlusconi pone en marcha un periódico que no se publica, solo cierra
números cero, con la intención de traficar con la información y
conquistar espacios de poder.
¿Cómo era su padre, professore?
Era el director de una empresa que vendía
hierro y bañeras. Combatió en todas las guerras: la del 14-18, luego lo
enviaron al frente de Libia, y en la Segunda Guerra Mundial. No tuvo una
vida fácil.
¿Qué influencia tuvo en su vocación de escritor?
Era hijo de un tipógrafo, y yo he puesto en mi
última novela nombres de familias tipográficas a los personajes. Mi
padre tuvo 12 hermanos, no podían comprarse libros, y se iba a los
quioscos a leer los fascículos de las novelas por entregas, hasta que el
quiosquero lo echaba, se iba a otro quiosco y allí leía otro trozo.
Colecciono aún libros impresos por mi abuelo. Yo leía en su casa,
recuerdo Los tres mosqueteros de Dumas, ilustrado por Maurice Leloir.
Cuando murió, se le quedaron muchos
manuscritos por editar en una caja, novelas populares a las que nadie
hizo caso. Esa caja terminó en el almacén de mi familia y yo a los 8 o
10 años devoré esos manuscritos, eran aventuras fantásticas. La otra
influencia fue mi abuela materna, una mujer que no tenía educación, tal
vez la primaria, pero sí una pasión increíble por la lectura, se iba a
las bibliotecas y siempre tenía un montón de novelas en casa. Leía
Balzac o Stendhal como si fueran una novela rosa, sin sentido crítico,
pero me prestaba esos libros y yo me sumergía en la gran novela francesa
a los 12 años.
¿Y su madre?
Mi madre leía revistas, cuentos de las
revistas femeninas… Leyó Madame Bovary, de vez en cuando aceptaba esos
libros. Pero la verdad es que yo no crecí en una casa rodeada de libros.
Ahora, esta tarde, viene mi nieta, que tiene 14 meses, y ella ya podrá
decir otra cosa, porque se pone a jugar con mis incunables.
De niño, fue feliz ¿a pesar de la guerra?
Siempre tienes la nostalgia de la infancia. La
mía es la de aquellas noches en los refugios antibombardeos, en un
sótano muy oscuro y húmedo, fuera se escuchaban las bombas. Nos
despertaban en casa a las tres de la madrugdaa y nos llevaban abajo
rápidamente, los padres estaban asustados mientras los niños jugábamos.
Para mí es un recuerdo agradable, y hubiera podido morir…
¿Qué quería ser de mayor?
Antes de los cinco años, conductor de tranvía,
porque siempre que subía a uno me fascinaba la maleta tan bonita que
tenía, con todos los billetes dentro. Mi editora, hace veinte años,
encontró una maleta de esas y me la regaló. Luego quise ser oficial del
ejército, crecí en la época fascista. Andaba como un soldado por la
calle, digamos que hasta los ocho o nueve años. Luego ya quise ser
periodista. Pero me inscribí en la Facultad de Filosofía, aunque no me
veía haciendo carrera universitaria, me parecía algo muy complejo,
buscaba trabajo en editoriales con la idea de, a los 40-45 años, hacerme
profesor sin mucho compromiso, sin dar muchas clases, como externo, la
libre docencia. Pero, en realidad, hice eso a los 29 años.
Nadie se cree que un libro de Umberto Eco se lea en dos tardes. Este último, Número cero, no parece escrito por usted…
Mis novelas anteriores eran sinfonías, este es
un solo de Charlie Parker. Lo mejor fue la llamada de mi editor
francés, que me hizo mucha ilusión: “Umberto, ¡esta novela parece
escrita por un jovencito!”. Mis novelas anteriores me tomaron al menos
seis años de trabajo cada una, pero esta se basa en experiencias
personales, en noticias políticas fáciles de encontrar y solo me ha
ocupado durante un año.
¿Tan mala imagen tiene de los periodistas?
Describo un periódico asqueroso, que juega con
la información no para publicarla, sino para especular. Por lo general,
los periódicos no son así. Pero ilustres periodistas italianos como
Scalfari me han dicho: “Umberto, señalas algunos de nuestros problemas
más graves, las taras del periodismo de hoy”. Roberto Saviano, tal vez
exagerando, ha dicho que es un manual de periodismo. ¿Qué denuncio yo?
Si un periódico entrevista al presidente, el poder de influencia de esa
entrevista debería ser sobre el público, no sobre las altas esferas, que
es lo que está sucediendo. Se hace periodismo para las élites.
El chantaje de hoy no es que yo le digo a
mucha gente que usted ha robado, sino que se lo cuento solamente a dos.
Voy a la mesa de una persona importante, le cuento la noticia y sugiero
que podría contar más. Ahí es donde los periódicos tienen su verdadero
poder, no sobre el hombre de la calle que lee el mismo texto de una
forma distraída y no se da cuenta de los mensajes en clave. ¿Por qué hay
tantos pequeños periódicos que venden muy poco pero reciben
subvenciones? Porque su función es la de enviar un mensaje privado.
Dicen: “Yo sé algunas cosas y podría decir más”, y con eso consiguen
favores.
Usted dice que se puede engañar diciendo la verdad. ¿Cómo?
¡Claro! Es lo que hacen los periodistas que
activan la máquina del fango, no es necesario lanzar acusaciones muy
graves: de asesinato, robo… Si no tienes eso, y quieres desacreditar a
alguien, basta una sombra de sospecha sobre el comportamiento cotidiano.
Hay un juez italiano al que destruyeron con
una chorrada: lo describieron sentado en un banco, en un parque público,
no hay nada malo en eso, pero no se corresponde a la imagen clásica que
tenemos del juez. Se dijo que quizás fumaba marihuana como otra gente
que iba al parque, que era extraño que estuviera allí con tantos casos
pendientes en su juzgado, se puso énfasis en sus calcetines ridículos de
colores… Y, hace un tiempo, un periódico que me tenía manía publicó
unas insinuaciones sobre mí, dijo que me habían visto comiendo en un
restaurante chino, con palillos, y con un desconocido.
Un desconocido para ellos, claro, porque era
un amigo mío. Pero lo explicaban de una manera que daba pie a sospechas,
porque decir que alguien está con un desconocido te hace pensar en una
novela de espionaje, y si hay palillos y chinos de por medio casi puedes
ver al Doctor Fu Manchú. Así actúa el ventilador del fango…
En Internet hay páginas que aseguran
que usted está a punto de ser padre, que tiene inversiones en
restaurantes y en empresas de vodka… Parece que haya creado usted estas
webs de noticias falsas como promoción…
¡Ni lo sabía! Una vez se escribió en Wikipedia
que éramos 13 hermanos y que me había casado con la hija de mi editor.
También se publicó mi muerte, una noticia que considero algo prematura.
Sus novelas anteriores daban pie a teorías de la conspiración, pero ahora parece usted reírse de ellas…
Uno de los periodistas se pregunta: “¿Y si en
vez de ejecutar a Mussolini hubieran matado a su doble?”. Todo se basa
en detalles de la verdad histórica. La historia de Mussolini me atrae,
cuando huía de Italia y le salió al paso su esposa, no quiso ni
saludarla, eso es un hecho real, del que el periodista fantasioso extrae
la conclusión de que no era el auténtico Mussolini. Mussolini forma
parte de mi vida, fui muy amigo de Pedro, el militar que lo arrestó. Y
conocí al coronel Valerio, que lo mató, del cual se descubrió años
después quién era, Walter Audisio, que vivía a dos manzanas de mi casa.
Mi padre siempre lo saludaba por la calle en Alessandría, aunque no
llegaron a ser íntimos.
Se ocupa también últimamente de lo que llama el stay-behind, las operaciones secretas de los Estados…
Es escalofriante ver todos los crímenes que
cometen a diario los Estados, pero no solo las dictaduras, sino también
los Estados democráticos. No se salva un solo país. Mis personajes de
Número cero acaban diciendo que se irán a América Latina.
Pero no será porque no hay allí crímenes…
Sí, pero ellos dicen que al menos allí no son
secretos, porque ya se sabe que el narcotráfico forma parte de las
estructuras de ciertos Estados. Italia, a principios de los noventa,
todavía parecía que podía salvarse, porque empezaban los grandes
procesos judiciales contra la corrupción, pero hoy ya está igual que
esos países que han asumido como una fatalidad que el crimen se
introduzca en las estructuras estatales. Italia asume que el crimen
forma parte del Estado, que está ahí infiltrado.
¿En qué año se jodió Italia?, parafraseando a Vargas Llosa…
Hacia 1994, cuando llegó Berlusconi.
¿Aún da clases?
Bueno, voy una vez al mes a Bolonia. Doy
alguna, sobre todo conferencias, dirijo la escuela superior que organiza
los doctorados. Tengo la necesidad de hablar en público y explicarme,
debo calmar esa necesidad. Dar clases permite darte cuenta de que haber
escrito un libro sobre un tema no quiere decir que conozcas bien ese
tema, en un libro te quedas tan ancho, dices: “la influencia de
Baudelaire en Joyce”, y ya está, pero en clase los alumnos te exigen que
se lo aclares bien y así descubres nuevas cosas y planteamientos
falsos. Yo ya nunca escribo un libro sobre un tema sin haber dado antes
clases sobre eso.
De hecho, su libro más influyente es Cómo se hace una tesis, ¿verdad?
Yo diría que hasta el más leído. Millones de
estudiantes lo han usado en todo el mundo como guía para redactar sus
tesis. Ahora lo han publicado en Estados Unidos y tiene unas críticas
entusiastas, sigue siendo útil en la era de Internet aunque yo la haya
escrito a mano. Después de mi muerte, ese será el único libro que me
sobrevivirá.
Usted solo ha escrito siete novelas, pero 40 ensayos…
Bueno, 42.
Pero para la gente es un novelista. ¿Le disgusta?
No, porque la mayoría de mis obras se dirige a
un público más restringido. Yo escribí mi primera novela tardíamente,
cuando salió El nombre de la rosa ya tenía 48 años. Quería editar unos
2.000 ejemplares de ese libro en una pequeña editorial muy selecta, pero
me llamaron enseguida el gran Giulio Enaudi y el director de Mondadori
para ofrecerme un gran contrato y una tirada de 30.000 ejemplares, sin
haberlo leído. Me emocioné y con el dinero de ese adelanto me compré una
maleta de cuero, muy bonita, que todavía conservo.
Hay varios editores que cuentan que usted salvó sus editoriales con El nombre de la rosa…
Ah, sí, como Esther Tusquets, que la publicó
en español. Cuando empecé con ella, trabajaba allí, en Lumen, Beatriz de
Moura, la fundadora luego de Tusquets y su marido; estaban
reconvirtiendo una editorial de libros religiosos en otra más literaria,
y no fue sino conmigo, y con Mafalda de Quino, cuando empezaron a tener
éxito. ¡Ah, Beatriz de Moura era la mujer más guapa de la feria del
libro de Fráncfort! Eso es mucho…
¿Qué son los eruditos hoy?
Es una paradoja, pero la verdad es que suelen
ser perdedores. Vivimos en un mundo en que el físico que gana el Premio
Nobel no sabe nada de la historia de la literatura. Puede haber un
corrector de libros que sea un sabio, pero ese conocimiento excelso no
le sirve para nada en la vida. Hoy se da un fenómeno de
hiperespecialización, que es muy estadounidense. Así que los grandes
sabios son muchas veces empleados de correos a media jornada u
oficinistas grises. El otro día le dije a un prestigioso profesor de
literatura francesa de una universidad de Estados Unidos que estábamos
llegando a un “taylorismo” de la cultura, es decir, que cada uno es
capaz de hacer solo una sola cosa. Y me preguntó: “¿Qué es el
taylorismo, Umberto?”. Pues eso mismo que le pasa a él, que no sabe casi
nada de ninguna otra cosa que no sea lo suyo.
Lleva más de 40 años viviendo aquí en Milán. ¿Cómo ve la política en el norte de Italia?
La Liga Norte quería dividir Italia
proclamando la independencia, pero ahora se ha unido a los fascistas,
nacionalistas italianos, porque el nuevo líder de la Liga es un
oportunista, y lo de la independencia ya no resulta prioritario. Es un
hombre sin ideología que se sube al caballo ganador y se está mezclando
con la extrema derecha. Cada vez es más difícil saber qué es este
partido.
Se ha publicado que prepara usted una secuela de El nombre de la rosa.
No. Sí me lo pidieron, pero dije que no. Fue
mi editor en inglés. No le diré la cantidad que me ofreció. Pero ese
libro ya está escrito y no hay más que añadir.
¿Perdió la fe estudiando a Tomás de Aquino?
Coincidió, sí, percibí unos problemas
político-religiosos que me alejaron de la Iglesia. Mi tesis doctoral la
empecé habitando el mundo de santo Tomás y la entregué ya desengañado,
cuando ya vivía en otro mundo. Eso le da al texto un carácter más rico,
porque tiene ambas visiones, desde dentro y desde fuera.
Fue también guionista de televisión…
A finales de 1954, en los inicios de la
televisión, la RAI tuvo un nuevo presidente que quiso abrir puertas.
Convocaron un concurso para reporteros televisivos, con el fin de
renovar las caras. Nos fueron a cooptar a unos cuantos. El filósofo
Gianni Vattimo y yo sacamos la máxima puntuación y nos contrataron, sin
haber hecho ni siquiera un curso de TV ni nada previamente. Me fui a los
tres o cuatro años, pero los que se quedaron llegaron a ser grandes
jefes. Yo me fui al departamento artístico, que hacía la parrilla de
programación, era un trabajo muy aburrido, pero que me permitió conocer
toda la organización y estructura de la RAI. Entonces había un solo
canal, en blanco y negro, pero a las nueve de la noche ponían
Shakespeare, Guerra y paz, o Pirandello, y a la gente le iba bien, lo
veía. Ahora veo programas en que gritan y se insultan. La televisión
antigua era mejor en eso, casi no había programación basura. Los jóvenes
ahora miran más YouTube, no sé si serían capaces de ver una película de
Wim Wenders que dura cuatro horas.
¿En qué trabaja?
En cosas filosóficas y semióticas, preparo la
edición de todos mis escritos de semiótica, serán unas 3.000 páginas. La
semiótica es muy útil, yo la llamé la teoría de la mentira porque hay
unos signos que se ocupan de algo que me permite decir lo que hay, pero,
aún más, hay otros que me permiten decir lo que no hay y nunca ha
estado. La semiótica es todo aquello que se utiliza para decir mentiras.
Otro trabajo enorme que tengo es revisar todas las traducciones de mi
nueva novela, y debatir con los traductores de cada lengua.
¿Aún lee cómics?
Solo los antiguos, que compro en los
mercadillos, cosas de mis tiempos, porque las novelas gráficas de ahora
me parecen demasiado difíciles.
¿Más que esos textos medievales que tiene por ahí?
¡Sin duda! El cómic hoy se ha convertido en un género extremadamente difícil de descifrar.
Este año se celebra la Exposición Universal de Milán, ¿qué va a hacer?
Huir a mi casa de campo. Me corresponde
presentar un acto sobre el primer libro publicado en Italia de Cicerón… y
luego me iré corriendo.
POR XAVI AYÉN
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