12.6.15

El mordisco eterno

Drácula es eterno a cambio de estar medianamente muerto, o medianamente vivo, circunstancia que lo aproxima a la necrofilia y a la escatología, al cadáver y a las heces. En términos psicoanalíticos estaría más vinculado a la fase anal que a la sexual y sería la representación más conseguida de la escatología posmortuoria

Lee en un momento de  The wicker man  (1973) -  El hombre de mimbre en España-, la consideraba como su mejor película./elmundo.es

En la mitología popular derivada del cine, la cara de Christopher Lee sustituyó a la de Béla Lugosi en la representación del vampiro. Béla Lugosi era de origen magiar y su cara nos conduce a regiones vinculadas al mito del vampiro, pero es poco angulosa, si bien parece concebida para sugerir un mundo de nocturnidad y deseo. Christopher Lee le dio más angulosidad a la figura del vampiro, con su rostro que parecía tallado a navaja. Ahora mismo, si el lector cierra los ojos y se concentra en la figura del vampiro, es muy posible que surja antes en su mente la cara de Christopher Lee que la de Béla Lugosi, lo que equivale a decir que en este preciso momento en que se produce su muerte su cara es la que mejor representa al vampiro en el imaginario colectivo.
El siglo XX convirtió el mito del vampiro en uno de los más recurridos y permanentes, y esa tradición sigue muy viva en el siglo XXI. Como mito en sí, es anterior a su conversión en novela, y en diferentes mitologías tanto europeas como americanas aparece la figura del bebedor de sangre, pero es evidente que el mito cristaliza de verdad y con todo su poder universal gracias a la novela 'Drácula' de Bram Stoker.
¿Qué clase de miedos, deseos y pulsiones puso en movimiento la historia del vampiro tal como la concibió Stoker? Empecemos por su nocturnidad. Drácula es una criatura de la noche, de una noche arcaica como la región en la que se ubica su castillo: Transilvania. Drácula es una criatura de la noche de los tiempos.
Drácula es un muerto viviente, lo que lo vincula a la mitología de los zombis, no menos tumultuosa que la de los vampiros. Drácula es eterno a cambio de estar medianamente muerto, o medianamente vivo, circunstancia que lo aproxima a la necrofilia y a la escatología, al cadáver y a las heces. En términos psicoanalíticos estaría más vinculado a la fase anal que a la sexual y sería la representación más conseguida de la escatología posmortuoria.

Su enfermedad es "la enfermedad de la muerte", su enfermedad es su misma condición de vampiro, y tiene el poder de contagiar esa enfermedad con sus dientes. Es como una serpiente que envenenase a la víctima introduciendo en ella la sed, que sería también la sed de vidas ajenas: en realidad la sed del otro elevada a la enésima potencia y convertida en sed de sangre. Circunstancia verdaderamente definitiva porque conecta el mito del vampiro con la eucaristía, a la vez que lo vincula a toda la mitología referida al valor regenerador de la sangre, de una amplitud inmensa y muy presente en todas las culturas.
Si nos ceñimos a la historia del siglo XX, con sus guerras mundiales, sus exterminios en masa, su sumisión a los poderes saturninos de la noche (como vio Thomas Mann el nazismo) no es difícil explicarse por qué se ha hecho tan relevante y universal la figura del vampiro. Como mito es bastante complejo y contradictorio, y no dibuja una imagen demasiado agraciada del género humano: nos convierte en cadáveres vivientes, errando por una noche humeante, entre tumbas, ataúdes, cuellos resplandecientes, carótidas, yugulares... Lo más primitivo: el mordisco, y lo más sofisticado: su vuelo elegante y tétrico y los cuellos de cisne de las elegidas.
Si ubicamos a Drácula en el campo semántico del héroe clásico, vemos que comparte con el héroe el hecho de que va dejando tras de sí miles de cadáveres, o de personas que se convierten en cadáveres vivientes como él; también comparte con el héroe su familiaridad con la muerte y su naturaleza errante. Pero si nos acercamos todavía más, lo vemos ya como un héroe hijo del segundo romanticismo, el que se caracterizó por su aire fúnebre y su amor a los sepulcros, y que desembocó finalmente en el simbolismo.

Un terror moderno

La novela de Stoker podría verse como un producto tardío de escuelas ya desaparecidas o en decadencia, y a la vez como la mejor cristalización del terror moderno, que necesita, como el antiguo, el recurso al símbolo, y el vampiro es un símbolo semánticamente muy cargado, como ya hemos visto, que en algunas mitologías simboliza el saber, o su trasmisión, y Drácula trasmite el saber de la noche, que haría más llevadera la oscuridad y hasta podría convertirla en un deleite.
Para un actor encarnar esa figura es siempre un reto por varias razones: porque es una figura muy ambigua que ha de plasmarse perfectamente en la cara, y porque se trata de un papel que puede llegar a contaminar tu alma y convertirla en una enamorada de Drácula.
Las leyendas que ilustran el poder contaminante de la figura del vampiro son innumerables, y algunas se gestaron ya en el rodaje de 'Nosferatu' del genial Murnau. Por lo visto el actor, Max Schrek (Max Terror) o bien era un vampiro o se había creído demasiado el personaje. Los avisos sobre los peligros de encarnar vampiros continuaron con Béla Lugosi, y prosiguieron con Christopher Lee. Tan reiterado fenómeno no es para tomarlo a broma, y nos indica que el papel del vampiro es muy absorbente, tan absorbente como la boca de Drácula, tan absorbente como el mal cuando va envuelto en una buena metáfora vinculada a todos los sentidos: la vista, el tacto, el oído, el olfato, y finalmente el paladar apreciando el demasiado humano sabor de la sangre, porque todos los sentidos se alían en el mordisco de Drácula, en su beso más real, que le da vida y le rejuvenece como los banquetes de sangre de Erzsébet Báthory, pero en más fino: el mito de la sangre deparadora de vida y de invulnerabilidad que ya vemos en Aquiles y en otros héroes de la antigüedad.
Los tres grandes representantes del vampirismo clásico en cine, Schrek, Lugosi y Lee, acabaron adorando a Drácula y los tres parecen encarnar una antigua sentencia: nadie pasa impunemente por el infierno, y los que lo hacen acaban creyéndose príncipes de las tinieblas.



El hombre de mimbre contra su destino

Por Luis Martínez


"Mi primer Drácula lo hice en el año 1967 y el último en 1972. Hace más de 30 años que no interpreto a Drácula. La semana pasada me nombraron Sir en Inglaterra y la prensa al día siguiente decía que habían nombrado Sir a Drácula. Me molesta, la verdad". Fue en Sevilla en 2009 cuando un Christopher Lee señorial, viejo y algo cansado, se enfadó. Lo hizo tranquilo, pero enérgico; colérico, pero reposado. Siempre con ese aire aristocrático que le acompañó desde la cuna. No en balde, conviene recordar que fue hijo de una condesa y un teniente coronel. "Es muy difícil decir qué aspecto de mi vida me ha convertido en actor. Toda mi familia se ha dedicado al arte en diferentes facetas, así que supongo que el arte lo llevo en la sangre".Y a su lado, siempre atenta, la que fue su mujer de toda la vida Birgit Kroence. Las crónicas, los obituarios y la prensa en general, siempre tan amante de la muerte (la suya incluida), se empeñaron en encasillar en la cara de espanto al hombre de la pistola de oro. Su pecado: envenenar junto al director Terence Fisher, el guionista Jimmy Sangster y el colega Peter Cushing la imaginación de todos los que descubrieron el cine en sesiones dobles a lo largo de los años 60. El lugar común, de nuevo, hizo de toda la larga serie de delirios pop que surgieron de esa alianza, la segunda edad de oro del cine de terror. Y, sin embargo, lo que importaba era otra cosa. Lejos del realismo fúnebre y depresivo de la Universal de los años 30, lo que hizo la productora Hammer (de ella se trata) fue humedecer las pesadillas, empapar la sangre con el dulce veneno de lo prohibido. Suena lírico, quizá erótico, y, en realidad, es simple negocio. "La mejor película que hice de esa época fue 'La momia'. Físicamente fue muy exigente. Me pasé toda la película vendado y apenas podía moverme. Fue un martirio soportar a la mujer en brazos", confesaba y, a la vez, ponía el acento en el cuerpo desmayado de, obviamente, Yvonne Furneaux. Y, pese a todo, pese al ritual de los titulares, de pocas filmografías puede presumir la historia del cine tan peculiares, extremas e inclasificables. Y tan prolíficas. "No sé cuántas películas he hecho... Entre 250 y 300, no puedo recordarlas todas. En este momento tengo ocho películas pendientes de estrenarse. No sé si participaré en 'El Hobbit' [al final, lo hizo]. El vuelo a Nueva Zelanda es agotador. Probablemente sea el actor vivo con más películas filmadas, pero no es algo que me preocupe ni me quite el sueño. Para el que tenga mucha curiosidad, le aconsejo que vea mi página web... Creo que hay alguno que incluso ha escrito alguna tesis doctoral sobre mí", decía. Sin ánimo de avasallar. Cuando le tocó participar en la serie James Bond, consiguió con su Scaramanga, el hombre de los tres pezones, componer el más turbio y menos evidente de los villanos posibles. "He hecho muchas películas de culto en mi vida, pero tengo especial cariño, más que por La fusta y el cuerpo, de Mario Bava, que era muy inteligente, por 'The wicker man' (El hombre de mimbre), quizá la mejor película que he hecho en mi vida. Magnética". Y en en esta última frase es donde Lee, siempre casi enfadado, acertaba a dar la medida perfecta de todo lo que fue mucho más allá de sus papeles como Saruman, el Conde Dooku o Mycroft Holmes ("No he conocido un hombre como Billy Wilder"). De hecho, cuentan las crónicas que él mismo y el guionista Anthony Shaffer compraron los derechos de la novela de David Pinner en la que se basaba la historia de un policía que investiga la muerte de una joven en un extraño ritual. La idea era componer una película de misterio lo más alejada posible de la factoría Hammer, en el polo opuesto de sí mismo. Y así fue. La película, considerada el ciudadano Kane del cine fantástico, esconde en la interpretación alucinada de su protagonista la verdadera medida de un hombre y un actor fuera de norma. Ahí se volcó hasta transformarse en el actor de culto que, si se rasca en la superficie de las frases hechas, no es difícil encontrar. "Empecé en la época dorada del cine, en los años 40. El cine ha cambiado muchísimo. Da la impresión de que nadie quiere aprender. Las películas son carísimas, los sueldos de los actores altísimos y todo depende de que la película tenga muchísimo éxito nada más estrenarse. Todo es negocio... He trabajado en películas en las que sabía en sólo dos días que iban a ser un desastre. Lo que se prometía era mentira, pero ya tenía el contrato firmado y no podía echarme atrás. Me ocurrió, sobre todo, nada más llegar a Hollywood, varias veces, pero siempre he intentado dar lo mejor de mí, que es la única forma de quedarme satisfecho... Y por favor no insistan con lo de Drácula".

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