1.6.15

El pasado cuenta

"¿Cómo recomponer el orden de las cosas?"  El anticuario, p. 225
Gustavo Faverón, autor de El anticuario./revistadeletras.net

El anticuario de Gustavo Faverón.
¿Se puede rehacer la ruina o nos recuerda que estamos condenados a la repetición? ¿Cuál es la incidencia del pasado? ¿Nos damos cuenta de lo que sucede? ¿Queremos verlo realmente? Como el ángel de la historia de Walter Benjamin, que quiere examinar la catástrofe y el mal más de cerca, pero que se ve obligado por el viento histórico a seguir el curso de los acontecimientos, el cambio de milenio, con la promesa de la felicidad y el progreso tecnológico, ha devenido en desorientación, melancolía, violencia, infelicidad y toda una serie de aspectos que muestran, como cuenta el escritor Alejandro Hermosilla:
“un espejo que, una vez destruido, era lógicamente imposible recomponer. Devolver a su forma original. Algo parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo. Incapaz de reunir los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más incógnitos parajes y regresar al Edén” (Martillo, p. 91).

La brújula sigue apuntando hacia el Norte, pero la sociedad ha decidido, como algo intrínseco a su naturaleza que se ha visto acrecentado en el último siglo, que la razón no es el camino correcto, que es mejor destruir el mapa, promover el sinsentido. Deslocalizados, pero decididos y presentes pese a todo, los protagonistas de El anticuario, la primera novela de Gustavo Faverón, editada por Candaya, se sumergen en los recovecos más profundos de la existencia humana, a la vez que intentan responder, de manera críptica y fragmentaria, algunas de las cuestiones más pertinentes de nuestro tiempo, como la manera en que miramos a los demás con superioridad, la importancia de lo callado, la incidencia del pasado en la construcción del presente, o la intensa relación entre realidad y ficción, entre vida y literatura.
El argumento nos sitúa junto a Gustavo, trasunto del autor, recordando que “habían pasado tres años desde la noche en que Daniel mató a Juliana y su voz en el teléfono sonó como la voz de otra persona” (El anticuario, p. 10). Aunque había estado evitando la situación, finalmente Gustavo decide visitar a su amigo en el manicomio con el pretexto de ver cómo está, aunque más tarde el lector pueda deducir que, probablemente, lo hizo para ver qué le quedaba de humanidad después de cometer el asesinato. Sin embargo, contra todo pronóstico, Daniel no sólo está en una de sus épocas más lúcidas, sino que le acaba pidiendo ayuda para que demuestre su inocencia en un nuevo asesinato, motor de fondo de la historia y de sus constantes desajustes con la realidad, o con lo que creemos qué es.
En esta línea, Faverón compone un puzzle a reconstruir por el hipotético lector compuesto por el desarrollo no lineal de la historia, lleno de idas y venidas por el drama existencial de sus protagonistas, por un lado, y la división tripartita de los capítulos, dedicados respectivamente a Daniel, Gustavo y El Anticuario, una especie de archivista consciente de su fracaso, que van actuando en la lejanía para luego confluir cada vez más intensamente en el mismo punto, “como se enrosca una serpiente” (p. 83), por otro. Todo esto, además, se ve incrementado por el uso de un lenguaje metafórico rico en matices, de fraseo largo, que da rienda suelta a párrafos plagados de reflexiones que se van perdiendo por los monólogos interiores de los personajes en un modo muy próximo al estilo de Thomas Bernhard, cercano a la locura, el genio y la obsesión.
Abundan, como resultado, las historias en su forma más variada: de un lado, como decía Paul Auster en La invención de la soledad, los personajes cuentan historias por el mero hecho de salvar la vida, superar el trauma, seguir hacia delante, mientras que de otro, las historias aparecen como posibilidad de reconocimiento, como una narración que sólo una vez pronunciada adquiere todo su significado: “quise confesar los motivos ante ella, quizá porque creía que no entendería, o tal vez suponiendo que sólo ella sería capaz de comprender” (El anticuario, p. 64). Debido a esto, aunque los personajes aparecen inmersos en su interioridad, en aquellas cosas que, bajo su mirada, reconfiguran el mundo en algo abyecto, opresor y extraño, al final necesitan a la comunidad como elemento indispensable para manifestarse. Y aquí es donde cobra especial importancia uno de los rasgos de la novela: el paso de lo individual (lo subjetivo) a la creación de realidades específicas (la historia).
Al principio, de hecho, muchos aparecen solos, desamparados (“se internó en un mundo de lectores impacientes y febriles, que consumían volúmenes angustiosos con la voracidad de bestias multicéfalas, y existían zambullidos en archivos y catálogos centenarios”, p. 14), pero progresivamente buscan, y encuentran, un grupo con el que identificarse, una audiencia que escuche la historia aunque quede horrorizada:
“Desde entonces un puente vinculaba las dos islas de terror en que vivían, y que un día, cómo saber, quizás, uno de ellos sería capaz de atravesarlo” (El anticuario, p. 63).
Los personajes van configurando el devenir de los acontecimientos y se terminan reconociendo en ello como una suerte de consciencia histórica, de una recuperación de la memoria como una vía de resistencia primordial frente al olvido. En definitiva, existen para luchar contra la violencia silenciada, contra lo que no está saldado, algo que queda representado en el anonimato de Huk (uno), que recuerda la desorientación y la fatalidad de los individuos de Kafka.
Pero, ¿por qué la memoria? Aunque Faverón ha borrado referencias concretas, los acontecimientos se relacionan estrechamente con la realidad, con las barbaridades cometidas durante los años activos del Sendero Luminoso en Perú y toda la violencia innecesaria que eso trajo consigo, lo que hace pensar en el ser humano como el mismísimo corazón de las tinieblas, como el verdadero productor de esos hechos por mucho que se quiera hablar en abstracto o en fórmulas impersonales:
“el acontecimiento no es lo que ocurre (accidente), es en lo que ocurre lo expresado mismo que nos hace seña y nos espera (…) es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido, lo que debe ser representado en lo que ocurre” (G. Deleuze, Lógica del sentido, p. 175).
Quizá por esto último una de las búsquedas más importantes en la novela sea la de escapar, la de comunicar de la forma más directa posible lo incomunicable, pero vital para el futuro:
“la palabra es primigenia: con ella sentía que volvía al origen, a un principio del que no tenía memoria” (El anticuario, p. 218).
Sin embargo, si tuviéramos que añadir algo a esta lista ya larga de por sí, diríamos que El anticuario es también una novela sobre lo que significa leer: los personajes se sumergen en la realidad gracias a la literatura y aprenden de ella como método de descubrimiento, como lucha contra la injusticia, lo extraño, el mal que se desconoce: “los libros son también los que aseguran la tradición y la continuidad” (El anticuario, p. 109).
Faverón, finalmente, abre las costuras de la literatura y deposita las palabras en la intersección entre la ficción, la historia y la filosofía, creando un artefacto limpio, contundente, un diario de la amenaza que se cierne sobre nosotros. ¿Qué es verdad? ¿Qué es mentira? Nunca lo sabremos, pero eso es, en todo caso, el síntoma de una buena historia, aquella en la que su realidad nos invade como un jeroglífico y nos visita, por irresoluble, una y otra vez.

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