En su nuevo libro, el escritor español Jorge Carrión recorre las librerías del mundo para dar cuenta del lugar real y simbólico que hoy ocupan
Shakespeare and Co. Al borde del Sena, vende libros en inglés. Es famosa por los escritores que allí compraban, como Joyce. |
Librerías. El nuevo trabajo de Jorge Carrión./revista Ñ |
Pienso en La ciudad ausente , la novela de Piglia donde
en una librería están “todas las series y todas las variantes y las
distintas ediciones, y se vendían las cintas y los relatos originales”
de la máquina de narrar, ese artefacto tan caro a Macedonio. La librería
como un museo de lo eterno, la tentación de un universo total, el
recipiente utópico de todos los libros del mundo. Porque una librería,
al menos en la vana ilusión de quienes las frecuentamos, es todas las
librerías. Y también pienso en Severina , de Rodrigo Rey Rosa,
una historia de amor entre un librero y una bibliocleptómana. Allí, uno
de sus personajes habla de la “lucha por la dominación libresca de
algunas zonas del planeta (...) las guerras de clases de libros contra
otras clases de libros”. La novela cruza la historia de amor con el
relato un poco detectivesco en el que inevitablemente los libros son
escenario y también personajes. Pienso en estas cosas al leer Librerías
, de Jorge Carrión, un volumen que es a un tiempo crónica de viaje,
vagabundeo intelectual, diario de un curioso a prueba de fronteras,
apuntes de erudición y relato de una micro historia económica y también
de una micro historia de la lectura y de los lectores. Pero por encima
de todo, un ensayo, es decir, esa categoría movediza, un poco
autobiográfica y errática que busca siempre la emisión de un juicio a
pesar de que lo importante no sea la sentencia, sino el proceso mismo de
juzgar.
Una micro historia de la lectura, sí, y por eso sus
primeras páginas nos introducen a una larga metáfora de la lectura y de
la memoria en manos de sendos cuentos de Stefan Zweig y Borges. O de la
lectura y del olvido, esa contraparte, porque las librerías son también
los reservorios de esa memoria y de ese olvido, el lugar casi siempre
polvoriento y caótico en el que luego los lectores nos sumergimos a
rescatar algo como si se tratase de una improvisada expedición
arqueológica. Si leer libros es una manera de construir memoria,
buscarlos y adquirirlos en una librería sería una forma de conducir el
deseo de esa memoria.
Al contrario de las bibliotecas, las
librerías ocupan un espacio real y simbólico más modesto, mundano, ajeno
a la institucionalidad y a las políticas de Estado o de gobierno. Las
librerías parecen quedar marginadas del eje proteico de la historia; en
sus espacios se practican tareas algo más vulgares: se comercializa, se
charla, se debate. Un templo sí, pero bastante profano y secular, a
veces cafetería e improvisada sala de lectura, lugar de peregrinación
del escritor y también del turista, espacio atravesado por el dinero,
mucho más pedestre que la biblioteca y su aura de prestigio solemne e
inagotable. Librería vs. biblioteca: dos sistemas económicos y
culturales distintos que trafican con un mismo objeto: el libro; y
seducen a un mismo sujeto: el lector.
Carrión nos advierte que su
ensayo contiene “fragmentos de una enciclopedia futura imposible de
describir”, pues lo que hay en este libro es la diversidad casi
inmanejable del universo librero, contrario al universo de las
bibliotecas que parece ocupar un lugar ordenado en los anales y
registros públicos. “La biblioteca es poder”, dice Carrión. La
biblioteca está marcada por la acumulación sin fin, por la noción de
patrimonio. Las librerías, al contrario, salvo casos excepcionales,
abren, cierran, cambian de rubro, de nombre, se mudan, se amplían o se
achican, y su sentido de acumulación está determinado por el principio
del vaciamiento, es decir de la venta. La librería acumula para
desincorporar. Su metabolismo pretende ser dinámico. Carrión va más allá
y coloca a la librería como precursor de la biblioteca: “La biblioteca
no puede existir sin la librería, que está vinculada desde sus orígenes
con la editorial”.
La idea del viaje recorre las páginas de este
libro, el vagabundeo por las numerosas librerías sella constantemente
nuestro pasaporte de lectura.
Librerías puede leerse,
entonces, como el relevamiento de un universo heteróclito, fragmentado,
inevitablemente roto, atado en sus argumentos pero desperdigado en el
largo campo de su objeto de estudio. ¿Dije estudio? Sí, también es un
estudio. Un estudio relatado y asistemático: “la historia de las
librerías sólo puede relatarse a partir del álbum de postales y de
fotos, del mapa situacionista, del puente provisional entre los
establecimientos desaparecidos, y los que todavía existen, de ciertos
fragmentos literarios; del ensayo”.
La experiencia del viajero
Carrión se incrusta en la experiencia colectiva. Viajero, librería y
entorno confabulan. Doy un ejemplo: “Había aterrizado a finales de julio
de 1998 y el país todavía se sacudía con los estertores del obispo
Gerardi, que había sido atrozmente asesinado dos días después de que
hubiera presentado los cuatro volúmenes del informe Guatemala: Nunca
más, donde se documentaban cerca de 54.000 violaciones de los derechos
humanos durante los treinta y seis años aproximados de dictadura
militar”. Y fue en una librería, El Pensativo, donde el autor encontró
refugio: “Fue lo más parecido que conocí a un hogar”. El Pensativo, ese
centro de resistencia política y cultural en un país agobiado por la
impunidad y la violencia ya no existe, ha desaparecido.
Lo mismo
ha ocurrido con infinidad de librerías. Hoy en día pensar en librerías
es también pensar en un pasado edénico. Nos asiste una mirada nostálgica
y un poco melancólica a la hora de abordar el tema. A pesar de eso,
Carrión no se lamenta: “las librerías como El Pensativo han desaparecido
o están desapareciendo o se han convertido en una atracción turística y
han abierto su página web”.
Si pensamos en La Maison de Amis des
Livres o en Shakespeare and Company, en París, o City Lights en San
Francisco, estamos hablando de lugares que, si no han desaparecido
físicamente, muchos han dejado de ser lo que eran: domicilios
legendarios atados al imaginario de la literatura de occidente. Por eso
resulta imposible ensayar una historia de la literatura y cultura
contemporáneas sin mencionar esos y algunos otros refugios de los libros
y de los escritores, lugares en los que no solo se vendían o prestaban
libros, sino que fungían de galerías de arte, centros de agitación
cultural u hogares putativos, como en el caso de la vieja Shakespeare
and Company, famosa por dar hospedaje a escritores y visitantes.
Carrión
cree en la librería como usina cultural. Tanto la Generación Perdida
como la Generación Beat deben buena parte de su esfera de prestigio y su
ingreso al canon a las librerías como centro de operaciones, como los
lugares de irradiación de sus actividades creativas. Sin duda uno de los
grandes atributos de este libro luminoso y oportuno es ese: colocar a
la librería dentro del canon de los espacios caros a la literatura, esas
esferas de leyenda en las que ya han ingresado las bibliotecas, las
cafeterías y los bares.
Y también la política, la censura, la
manera en que el poder observa el fenómeno del libro. Es decir, las
repercusiones de ese acto revulsivo que es la lectura, y de qué forma el
libro se convierte en una bomba de tiempo, una amenaza para cualquier
aventura totalitarista. Carrión señala a España y su Santa Inquisición
como pionera de los sistemas de vigilancia y persecución de lectores, y
observa cómo el caudillaje de Francisco Franco heredó esos atroces
mecanismos de silenciamiento y destrucción. El librero malagueño
Francisco Puche, citado por Carrión, menciona las terribles condiciones
de trabajo de los libreros españoles durante la dictadura de Franco, y
también el estandarte que los unía en su lucha: “cogimos la antorcha del
último ajusticiado por la inquisición, un librero de Córdoba que fue
condenado en el siglo XIX por introducir libros prohibidos a la
iglesia”.
La quema de libros, esas hogueras en las que ha ardido
el pensamiento frente a la mirada complacida de tantos caudillos
totalitarios. El tristemente célebre caso de la quema de un millón y
medio de libros publicados por el Centro Editor de América Latina,
durante la sanguinaria dictadura de Videla.
El viaje continúa por
librerías de Marruecos, Estados Unidos, Argentina, España, Australia,
Portugal, Inglaterra, Francia, México y China. Las librerías más
antiguas (Livraria Bertrand, en Lisboa, fundada en 1732, o la porteña
librería de Avila, de 1785), las librerías más grandes (¿Powell´s Books,
de Portland?), las cadenas americanas (Barnes & Noble), las de
saldo (Strand, en Nueva York), las de urgencia (esa típica librería
desangelada que nos saca de un apuro), las pequeñas y selectas (La
Ballena Blanca, en Mérida), las elegantes (Eterna Cadencia, en Buenos
Aires), las librerías Hachette en las estaciones de trenes de Francia, o
las Wheeler en India. Y los clientes, los asiduos, los lectores que se
desparraman en Green Apple Books, en San Francisco, o ese descenso al
dulce inframundo que es ingresar a La Gran Pulpería del Libro en
Caracas. Y sobre todo el librero, ese personaje, como dice Carrión,
extraño (a veces parte de una tradición familiar: Ulises Milla o Natu
Poblet), un personaje incluso más inexplicable que el escritor, el
impresor, el editor, el distribuidor, o incluso el agente literario. El
gran Héctor Yánover, poeta y fundador de la Librería Norte, dijo un par
de cosas sobre el oficio en su indispensable Memorias de un librero
: “El librero es un hombre que cuando descansa lee, cuando lee, lee
catálogos de libros; cuando pasea, se detiene frente a las vidrieras de
otras librerías; cuando va a otra ciudad, otro país, visita libreros y
editores”. Y remata: “el librero es el ser más consciente de la
futilidad del libro, de su importancia”. El librero, ese cicerone de los
laberintos de papel, ese individuo que se encuentra entre el crítico
literario, el promotor, el consejero, el amigo, el charlista; el puente
entre el cosmos de títulos y el apetito del lector. Su importancia ha
trascendido el negocio mismo y ya integra un lugar en la formación del
canon. No es infrecuente que el gremio de los libreros otorgue
prestigiosos premios literarios. El premio de la Paz de los Libreros
alemanes que otorga en la Feria de Frankfurt, el premio Llibreter, que
otorgan los libreros catalanes, y en general los premios que están
vinculados a las ferias de libros que agrupan tanto a editoriales como a
librerías.
Carrión, hijo de un agente del Círculo de Lectores, el
legendario club español de venta de libros a domicilio, repartía de
niño las revistas del club en compañía de su padre y recibía en su casa
los pedidos de los socios que tenían asignados en sus listas. Su madre
los ordenaba por zonas, y luego junto a su padre los distribuían entre
los socios y cobraban. La diseminación, pues, de los libros con el
objeto de conformar pequeñas, medianas o grandes bibliotecas personales y
familiares, bibliotecas domésticas que el pequeño Carrión admiraba en
sus visitas y anhelaba tener cuando creciera.
Las librerías están
desapareciendo. Eso dicen. El libro está transitando momentos de cambio,
algunos traumáticos y demasiado veloces. Los píxeles están absorbiendo a
la tinta, a menudo con voracidad. El mundo virtual propone nuevas y
prodigiosas formas de relación con los libros, pero también comienzan a
aparecer inesperadas iniciativas para dar refugio y circulación a esos
pequeños artefactos de papel. Como en una especie de ramificación del slow life
, las librerías caseras, como la pionera librería Mi Casa o Librería la
Vaca Mariposa, en Buenos Aires, son dos ejemplos de cómo aún lo virtual
cuenta con resistencias alternativas y gente dispuesta a seguir
defendiendo ese objeto que antes fue papiro, luego pergamino, después
libro y ahora también pantalla.
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