Hay muchos géneros literarios y muchas formas de escribir
Para escribir como un bracero, con vigor, fuerza e imaginación./elespectador.com |
También hay numerosas maneras de hacer ejercicio. Por una especie de
sinestesia, asocio los tipos de escritura con distintos movimientos. A
los que escriben novelas históricas, por ejemplo, me los imagino siempre
quietos, sedentarios, o si mucho alzando pesas. A los poetas, en
cambio, y sobre todo a los grandes poetas, me los figuro siempre
andando, y tengo algunos nombres que no demuestran nada, pero que suman
casos a favor de mi tesis: Dante, que empieza su Comedia en medio del
camino; Borges, que podía pasarse la noche entera caminando por Buenos
Aires; Von Eichendorff y Robert Walser, que tuvieron vida de vagabundos,
hasta el punto que Walser se murió en una caminada; Basho, que hizo del
viaje a pie una forma del haikú; Machado, que hacía camino al andar,
etc. Si averiguan bien, verán que casi todos los buenos poetas fueron
buenos caminantes: Goethe, Pessoa, Dickinson.
A Cervantes, en
cambio, que escribía novelas pastoriles y de caballería, me lo imagino
siempre montado a caballo —como su personaje más célebre— yendo de
pueblo en pueblo por la Mancha, Andalucía y Castilla, dedicado a su
sórdido oficio de recaudador de impuestos. No deshacía entuertos sino
que en cada sitio se granjeaba un agravio nuevo para sí. Iba a caballo
cumpliendo con su horrible deber, pero no recibía más que insultos y
burlas, como Don Quijote. Al humor le conviene el trote de un rocín o la
ambladura de una yegua de paso. Será por eso que cuando monto a caballo
me pongo de buen humor.
A un cuentista le salen más los
recorridos breves (las carreras) y los deportes en que dos compiten el
uno contra el otro y contra el tiempo (el tenis, el boxeo, el
ping-pong). Al que prefiere la épica le convienen los deportes en equipo
vistos por televisión; los novelistas enfáticos se pasan la vida viendo
esos simulacros de batallas que son el fútbol o el béisbol. A los
blogueros me parece verlos siempre en bicicleta, pedaleando despacio al
borde de un río apacible, rumiando pensamientos. Al buen editor lo veo
siempre como un gran bailarín capaz de pasar sin problema de la salsa al
bolero o al vals; le dan la vuelta a todo tipo de textos, como
virtuosos del baile. Los periodistas viven de afán y van en carro o en
metro; si pudieran, irían en ambulancia, a sirenas desplegadas, pues
siempre tienen que ser los primeros en llegar. Los escritores
fracasados, en cambio, montan siempre en bicicleta estática, y creen que
se mueven, pero están quietos, pues se esfuerzan sin cadena.
Todo
esto lo he estado pensando ahora que leo un libro encantador, De qué
hablo cuando hablo de correr, de Haruki Murakami. Me lo regaló el otro
día una amiga a la que adoro, y cuyo nombre no digo para no
abochornarla. Murakami me gusta como novelista, aunque muchas veces me
parece que hace trampa: mete cosas esotéricas que les encantan a los
jóvenes que creen todavía en tonterías mágicas. Las carreras de fondo
son más afines a los novelistas largos, como él. Pero en este libro
testimonial sobre el trote, sobre él mismo como corredor de maratones,
Murakami no hace trampa. El trote es el deporte en el que menos trampa
se puede hacer. Además, no tendría sentido, porque en general es un
deporte solitario en el que uno corre, no contra otros, sino contra sí
mismo (cosa que dice el trotador Murakami). El escritor japonés hace
muchas comparaciones entre la escritura y el acto de correr todos los
días. Son tan precisas y tan sugestivas, que dan ganas de escribir y dan
ganas de correr. Cuando yo escribía novelas, trotaba a diario,
recuerdo…
Ahora nado, y es tan maravilloso que nada me importa,
nada. Nado para que nada me afecte. Nado para estar solo y en silencio
dentro del agua, como antes de nacer.
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