En Háblame de amores, el chileno Pedro Lemebel traza un recorrido vital por las pasiones, las miserias y la historia de su país
Pedro Lemebel formó parte del colectivo de arte Yeguas del Apocalipsis en 1987./revista Ñ |
Hace unos años cuando leí De perlas y cicatrices , en
ocasión de presentar ese libro en el Rojas, no conocía personalmente al
autor. Si su prosa era deslumbrante, su presencia convocaba el misterio y
la fascinación, no sólo por sus lentejuelas travestidas, sino que su
voz era el relato y el relato era su voz. Pedro Lemebel me dedicó su
libro como sólo un escritor puede hacerlo: “Estas perlas careadas”,
escribió. La referencia a la dedicatoria, no pretende traficar una
confidencia o una cercanía que no existe, sino que condensa la prosa
abolerada de Lemebel. Una belleza urbanera donde, en algún momento, va a
aparecer la carie. Es decir, baudelarianamente, la infección, el dolor
pero también la risa del artista saltimbanqui ante el poder instituido.
Poder literario, político, sexual.
Es que la prosa de Lemebel resiste, esto es notable en este libro, Háblame de amores
. En estas crónicas donde habla irónicamente de congresos literarios,
ferias, aeropuertos, museos y otros tinglados de esa naturaleza, el
escritor con su cuerpo trasciende la frontera nacional para
entremezclarse con esas instalaciones que la convención literaria ha
bautizado como reconocimiento. Esto lo relata en “La Noy, Buenos Aires y
el Malva”, con un humor ácido, y esa ternura rural que le atribuye a su
padre en la dedicatoria del libro. En “El tsunami de Lindorfo”
materializa y metaforiza su escritura: un terremoto. Cuando se lo lee,
la tierra tiembla y el mundo se convierte en un tembladeral. Esta
crónica cuenta cómo la tierra se parte en dos: “Y ahí mismo vino el
terremoto, dejando la mierda de cataclismo que no paraba nunca, señor. Y
pasó un minuto y seguía temblando, y otro minuto eterno que parecía
calmarse, santo cielo, pero volvía más fuerte, arrancando los postes de
la luz y los árboles. María Virgen. La gente corría, se caía, se
hincaba, se arrastraba por la tierra, comía tierra, suplicando piedad,
mi Dios, hasta cuándo.” Así respiran estos textos. Su puntuación es
sísmica. Su lengua vituperante y blasfematoria. Pero no se trata del
apocalipsis. En Lemebel, hay también “plegaria social”.
El libro
tiene momentos inolvidables por la gracia del idioma que dispone el
autor. Como si conservara la gracia aún en la desgracia, la risa en la
tragedia. Pero una gracia que en algún punto, le es ajena. Es cierto,
hay crónicas tan personales, tan de Pedro, pero ¿quién es Pedro? Un
cronista donde cualquier huella del yo queda abolida por la lengua que
dispone de él y de la que él dispone. En esa gracia se mezclan la letra
del bolero: “Quémame los ojos” con alguna letra de tango: “Cantando la
perdí” o una estrofa de aquella canción de Leonardo Favio (Fuiste mía un
verano) “Cómo olvidar tu pelo”, que le da título a una de las crónicas.
Como si bailaran y cantaran al ritmo del taconeo travestido y
relumbrante.
En los textos sobre su infancia, (el guardapolvo, la
maestra, el colegio) retorna, no sin vergüenza, la historia de su
patria. En “Yo quiero mi bandera, planchadita, planchadita,
planchadita”, por ejemplo, cuenta a partir de la relación con la bandera
la historia siniestra de la dictadura de Pinochet: “En llegando, me
encuentro con el cielo revoloteado por la bandera nacional, y aunque
quiero emocionarme con el trapo chileno, no me pasa nada. Aunque quiero
llorar estrujando el pabellón en mi pecho, estoy hueco de sentires
patrios.” Lemebel se pregunta qué ha ocurrido, si cuando era niño
pintaba banderitas en el cuaderno de dibujo. Basta leer estos textos
para sentir –en este caso el verbo es visceral– cada latido de su
patria. Entonces cuenta cuando en 1988, en plena dictadura pinochetista,
presentando el libro A media asta de Carmen Berenguer, el
colectivo de arte Yeguas del Apocalipsis hizo una bandera casual en el
vestuario: “Yo iba entero de rojo y Francisco Casas de pantalón blanco y
polera azul con una estrella en el pecho. Caminábamos de la mano muy
juntos, arrastrando un velo negro, descalzos. Eramos banderas enlutadas y
caminantes.” Hay muchas maneras de llevar una bandera. Lemebel lleva la
de la política de la lengua.
Aquí, lo gay excede una estética,
una identidad, una elección sexual. Para Lemebel, historizar la
homosexualidad en Chile es bucear –el verbo es impresionante– en la
clandestinidad. Describe entonces esa línea discontinua en lo social, lo
cultural y en otros ámbitos más anónimos que escapan a lo público. Lo
cuenta en su crónica “La insoportable levedad”: “...durante el gobierno
de Ibáñez, bajo la ley de descontaminación moral que se aplicó en contra
de prostitutas y homosexuales, los que eran llevados a alta mar en
barcos de la Armada, y allí arrojados a las aguas sin más trámites.”
Para contar este hecho, no renuncia a una lengua poética, porque también
con ella las cosas se trasmiten: “Por cierto, este dramático hecho no
fue publicitado, como muchos otros que la memoria retiene a pesar de su
dolorosa marca y que se trasmite de labio a oreja en un murmullo que
mantiene a flote el brillo azulado de los cadáveres.” Sus crónicas son
el testimonio más brutal de una prosa absolutamente política. Y en cada
perla que se enhebra se respira el encierro sofocante de la dictadura
pinochetista. La prosa de Lemebel se trasmite como algo que comienza
como un murmullo y se transforma en una rompiente. Sí, de labio a oreja.
Estos amores que hablan, incluyen a hombres, mujeres, travestis, amigos
desaparecidos, otros velados y enterrados, novias, padres, y también
amores vivos y ardientes como una llama. De este fuego está hecha la
prosa de Lemebel.
Pedro Lemebel
básico
Irrumpió en escena en 1987 cuando con Francisco Casas forma el colectivo de arte Yeguas del Apocalipsis.
Dos años después comenzó a publicar crónicas en medios nacionales y
extranjeros, luego reunidas en libros como La esquina es mi corazón, Loco afán, De perlas y cicatrices y, entre otros, Serenata
cafiola. Ha publicado el volumen de relatos Incontables y la novela Tengo miedo torero.Traducido al inglés, alemán, italiano y francés.
Recibió la beca Guggenheim en 1999 y el Anna Seghers en el año 2005.
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