La escritora canadiense de 82 años gana la mayor recompensa literaria poco después de anunciar su retirada. Maestra del relato contemporáneo, su estilo es claro y de un realismo sicológico, ha dicho la Academia
Alice Munro, en la cocina de su casa de Clinton, en Ontario, Canadá, en junio pasado. / Ian Willms./elpais.com |
Cuando Alice Munro publicó su primera colección de cuentos, Dance of the Happy Shades,en
1968, la literatura canadiense en lengua inglesa apenas existía.
Algunos grandes clásicos —Robert Service, Stephen Leacock, Lucy Maude
Montgomery, Mazo de la Roche— habían insinuado la posibilidad de una
literatura propia de las ex-colonias de América del Norte, pero faltaba
establecer una reconocible (y reconocida) identidad literaria.
Con perseverante determinación, algunos jóvenes escritores de lengua
inglesa se lanzaron a la grandiosa empresa de fundar una literatura
nacional. Los escritores de lengua francesa debieron sobrellevar
obstáculos diferentes para llevar a cabo la misma empresa: el menoscabo
de la dominante sociedad anglófona, el desprecio de la Vieille France hacia la Nouvelle.
Los anglófonos, en cambio, tuvieron que tratar de hacerse visibles a la
sombra de dos avasalladores gigantes: Inglaterra y Estados Unidos. Tan
menoscabada era su identidad nacional que hasta mediados de los años
ochenta todo escritor publicado en inglés debía firmar un contrato en el
cual el Canadá aparecía como un territorio perteneciente a uno u otro
imperio literario.
Gracias a los esfuerzos de una pequeña banda de amigos —Margaret
Atwood, Graeme Gibson, Denis Lee, Alice Munro y algunos pocos más—
empezaron a aparecer librerías especializadas en la producción del país,
editoriales nacionales como MacLelland & Stewart y Coach House
Press, y la Unión de Escritores Canadienses, fundada en 1973. Para
ofrecer una suerte de manual de identidad intelectual a sus
conciudadanos, Atwood, bajo la influencia del gran crítico canadiense
Norhrop Frye, publicó en 1972 Survival, explicando no solo el
mito central de su país —el de la víctima que intenta sobrevivir en
medio de una naturaleza inhóspita— sino también una guía práctica de
lugares donde adquirir libros, películas y discos del Canadá. El grupo
consiguió imponer un sistema de becas provinciales y federales, y un
apoyo gubernamental a la difusión de obras canadienses.
El genio literario de Munro fue reconocido desde
su primer libro, que obtuvo el mayor galardón literario del país, el
Premio del Gobernador General
La contribución de Alice Munro a esta empresa intelectual fue menos
política y más literaria. Nacida en 1931 en el sudoeste de la Provincia
de Ontario, se casó muy joven con un librero de la Columbia Británica,
cuyo apellido siguió usando después de su divorcio en 1976. Durante su
estadía en la costa oeste, ocupándose con su marido de la librería y de
sus tres hijas, Munro empezó a escribir cuentos y a enviarlos a la CBC,
la emisora de radio nacional donde, gracias a los esfuerzos de los
jóvenes fundadores, se leían (y pagaban) los textos de escritores
nacionales. El más dinámico promotor de esa generación fue Robert
Weaver, quien difundió, aconsejó y apoyó la obra de muchos autores hoy
célebres, entre ellos Munro.
El genio literario de Munro fue reconocido desde su primer libro, que
obtuvo el mayor galardón literario del país, el Premio del Gobernador
General. A partir de esa publicación inicial, todos sus libros, sin
excepción, fueron aclamados por la crítica, tanto en Canadá como en el
resto del mundo anglófono, y la prestigiosa e influyente revista
norteamericana The New Yorker comenzó a publicar sus cuentos
con asombrosa regularidad. Cynthia Ozick la calificó de “nuestro
Chéjov”: la comparación es exacta, no solo por la destreza con la que
Munro construye sus narraciones, sino también por que raramente busca un
terreno de exploración más allá de su rincón natal.
Hay cuentistas magistrales (Hemingway, Kipling, Cortázar) cuyo campo
de acción es la tierra entera; otros, en cambio (Chéjov, Rulfo, Flannery
O’Connor) no buscan viajar más allá de su horizonte físico. A estos
últimos, el rincón familiar les basta para analizar, describir y
ensalzar la condición humana entera. Para Munro, si bien escribió
algunos cuentos que ocurren en otras partes de Canadá, y alguno que otro
en Estados Unidos, el mundo se resume a la región sudoeste de la
provincia de Ontario, tierra agrícola de sus ancestros inmigrantes
británicos y europeos, de un protestantismo duro, condicionado por la
versión eclesiástica local llamada United Church of Canada, donde
indudables valores morales como la honestidad, la modestia y la
perseverancia se mezclan con una suerte de desdén por el éxito público,
eso que el novelista Robertson Davies (otro gran escritor de la misma
región) llamó Southern Ontario oafishness y que podría traducirse por “torpeza intelectual” de los habitantes de la zona.
Los hombres, mujeres y niños (pero sobre todo mujeres) del mundo
literario de Alice Munro se afanan en los pequeños trajines de la vida
cotidiana. Nacen, viven y mueren dentro de marcos previstos desde
siempre, y si en estos irrumpen (como siempre lo hacen) las sorpresas
del azar y de lo casi imposible, nunca sienten que sus tragedias puedan
tener ecos universales. Es el lector quien entiende que en la desdicha
de una pareja común y corriente se han deslizado las pasiones de Macbeth
y de su reina, o los amores imposibles de Lancelote y Ginebra; que en
la historia de una mujer al borde de la locura resuena la tragedia de
Medea; que la crónica de una traición adolescente relata la misma que
pudo sufrir Andrómaca o Ifigenia. No es que tales mitos sean jamás
explícitos en los cuentos de Munro, quien rechaza enérgicamente la
noción de símbolo o alegoría en su obra, pero hay en sus narraciones una
suerte de intuición de algo mucho más antiguo que el trozo de provincia
que elije describir. La minuciosa construcción de ese mundo —la
exactitud de un gesto de despedida, de una palabra apenas pronunciada,
de la forma de una taza o del color de un muro— parecería reivindicar un
realismo documentario, una arqueología del presente. Sin embargo, es lo
contrario: esa precisión encubre una generalidad ancestral, una verdad
válida para todos, un secreto a voces. El lector nunca siente que se
trata de un virtuosismo mimético, de color local. Sin duda, los
personajes de Munro viven en un lugar y un tiempo precisos, pero también
en todos los lugares y todos los tiempos.
Cuando la conocí, me decepcionó. No quería hablar de literatura, ni
mucho menos de su obra; apenas aventuraba un juicio sobre algún libro
que había leído, pero raramente sobre un contemporáneo. En cambio, me di
cuenta de que observaba cada detalle de la gente que nos rodeaba, los
gestos que yo hacía, alguna particularidad del café en el que estábamos.
En uno de sus mejores cuentos, Material, una escritora sentada
junto al lecho de hospital en el que su madre está agonizando no puede
impedirse pensar cómo utilizará esta escena en un cuento. Imagino que
para Alice Munro, así es la vida: un ejercicio de observación de la
resignación, la angustia, la felicidad, el dolor de los otros y de ella
misma, para después ofrecer a sus lectores esas obras pequeñas maestras
en las que todos nuestros mundos están reflejados.
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