Las series de televisión se han apoderado de la imaginación narrativa de casi todos nosotros
Bryan Cranston como Walter White, Di mi nombre, Heisenberg, en la finalizada serie Breaking Bad./elpais.com |
Parece indudable que las series de televisión se han apoderado de la
imaginación narrativa de casi todos nosotros. Las hay sumamente
sofisticadas y contundentemente sencillas, directas como un derechazo en
la barbilla y enredadas en inextricables meandros como el jardín
borgiano de los senderos que se bifurcan: intrigan, denuncian, estimulan
la libido, hacen reír, parodian o retratan… Cada cual se define por sus
preferidas —dime qué serie te gusta y te diré quién eres— hasta el
punto de que no me extrañaría que pronto fuera obligatorio confesarse al
respecto en los perfiles curriculares. Algunas aprovechan eficazmente
un presupuesto modesto con actores eficaces aunque sin especial relieve,
mientras otras movilizan ingentes recursos, legiones de guionistas e
intérpretes carismáticos que alcanzan mayor renombre que otros de la
gran pantalla. En cualquier caso, todas confirman y amplían el criterio
de Chesterton de que la literatura (añado: y la estética
cinematográfica) es un lujo, pero la ficción es una necesidad.
A los protagonistas de las series también se les puede aplicar la
división clásica entre héroes de carácter y héroes de destino. La
recuerdo sucintamente: los héroes de carácter viven peripecias
destinadas una y otra vez a confirmar o demostrar su personalidad
inmutable (don Quijote, Mr. Pickwick, Sherlock Holmes, Charlot…); los
héroes de destino despliegan su ejecutoria a lo largo de una evolución
que les lleva desde lo que fueron como semilla original hasta alcanzar
su estatura definitiva, feliz o desastrada (Madame Bovary, Raskolnikov,
Lord Jim, Meursault, el sastrecillo valiente…). Desde luego, estas
categorías nunca son absolutamente puras y la tendencia general es que,
si duran lo suficiente, todo carácter acabe desembocando finalmente en
un destino: don Quijote lo encuentra en la playa de Barcelona y termina
siendo Alonso Quijano, el feraz en recursos Ulises llegando a Ítaca y su
batalla final, incluso el característico Hercules Poirot remata su
trayectoria como asesino en Telón. Sin embargo, aunque
imperfecta en ocasiones o dudosa, esta división basta como clasificación
elemental. Queremos frecuentar caracteres y conocer destinos: queremos
ficción.
Las primeras series de televisión que en España conquistaron el
aprecio popular fueron protagonizadas por característicos inolvidables
(para nosotros los de entonces, que ya no somos los mismos): Bonanza, Perry Mason y después Ironside, El Santo, El teniente Colombo…
Esos episodios paralizaban en sus noches correspondientes el país
(recuerden que entonces no podían grabarse, o los veías o te los perdías
para siempre) y acaparaban en la mañana siguiente las charlas de
colegio y peluquería. Quizá el primer protagonista que mezcló carácter y
destino —mejor, que convirtió su carácter en destino— fue David Kimble,
el fugitivo. También el no menos atribulado David Vincent en su lucha
contra los invasores del espacio… En tiempos recientes, las series
basadas en caracteres, como Los Soprano o House, alternan con otras en que prevalece el destino, como El ala oeste de la Casa Blanca —que en mi aprecio sigue inmarcesible— o la decepcionante Perdidos.
La combinación de caracteres complejos y bien trazados con un destino
de peripecias cada vez más emocionantes alcanza hoy su ápice en Homeland,
cuyo poder de convocatoria de espectadores y apasionados debates iguala
casi al de aquellas viejas series del canal único. Para mi gusto, un
logro comparable aunque condensado en menos entregas es The bridge.
Desde su comienzo en el Puente de las Américas entre Ciudad Juárez
(México) y El Paso (Estados Unidos), reminiscente del inicio de Sed de mal,
la intriga fronteriza de asesinatos sexuales, corrupción policial,
inmigrantes acosados, etcétera, mantiene sin decaer su interés, aunque
podría haber sido una más de muchas buenas. Pero la hacen excepcional la
eficaz realización, los notables secundarios (el veterano Ted Levine,
la inquietante Annabeth Gish), y sobre todo la pareja protagonista,
estrictamente inolvidable: el policía mexicano apasionado que busca la
rectitud personal y profesional en un mundo torcido, insuperablemente
interpretado por Demián Bichir, y la detective yanqui sagaz en su
trabajo y autista en todo lo demás, memorable creación de Diane Kruger.
No se pierdan esta joya televisiva de una era en que abunda más la
purpurina snob que el oro de ley.
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