23.10.13

Despierta y lee

La fuerza poética de Shakespeare para acuñar un repertorio de pasiones no dejan de inspirarnos

Las obras de Shakespeare no sólo han abierto paso en las fórmulas teatrales./eltiempo.com

En cierta ocasión, Borges asistió en una apartada localidad argentina a una representación de ‘Macbeth’. Todo en la función fue desastrado: decorados patéticos, actores que chillaban en lugar de declamar, una versión del texto vulgar... por decir lo menos. “Salí”, concluye Borges, “deshecho de pasión trágica: Shakespeare se había abierto paso”. En efecto, parece que incluso en las condiciones más adversas Shakespeare se las arregla para alcanzarnos, por difícil que sea su camino. Tal es, precisamente, la función de los clásicos en literatura. ¿Les admiramos porque sabemos que es de buen tono cultural? Yo creo que lo más admirable en ellos es que hayan sabido ganarse la admiración de tantos a lo largo de siglos. Porque lo importante -la savia de cualquier arte que quiere producir algo más que simple agrado- es la duradera admiración humana: cuenta más nuestra capacidad de admirar que los criterios con que se discierne (y a veces pretende codificarse) lo admirable.
Volviendo a Shakespeare, su fuerza poética para acuñar un repertorio de pasiones y zozobras que no dejan de inspirarnos quizá no le convierte en “inventor de lo humano” -como exagera el siempre excesivo Harold Bloom- pero sí le distingue como un diseñador excepcional de perfiles en los que nos reconocemos. A partir de él no solo somos humanos sino que también nos asumimos shakespearianos... Nos hemos acostumbrado a su voz y nos halaga pensar que a veces es la nuestra. Y eso a pesar de que no le han faltado denostadores de fuste, como León Tolstoi. Claro que merecer una larga reprimenda de Tolstoi añade también algo a su grandeza...
Las obras de Shakespeare no solo se han abierto paso en las fórmulas teatrales más variadas, desde las más rigurosamente académicas a los caprichos menos recomendables... y a veces más acertados. También se ha revelado como un versátil guionista cinematográfico. No solo en las diversas adaptaciones para la pantalla de sus dramas, algunas hondamente memorables, sino sobre todo en las incrustaciones episódicas de momentos shakespearianos en películas cuyo argumento trata de otras cuestiones. Casi siempre añaden un plus de conmovedora nobleza al momento, a veces ingenuamente efectista pero también eficaz. Por ejemplo -uno de mis preferidos- el monólogo de Hamlet recitado sobre una mesa del saloon entre borrachos y pistoleros por el gran Alan Mowray en ‘My darling Clementine’ de John Ford. Incluso cuando se trata de una comedia con tintes paródicos, su voz emociona tras la sonrisa: por ejemplo en ‘To be or not to be’ de Lubistch (que bromea con él desde su propio título) cuando el actor judío recita la defensa pro domo sua de Shylock ante el público más necesitado de oírla, el propio Adolf Hitler.
En muchas ocasiones el argumento de la pieza (‘Macbeth’, ‘Ricardo III’, ‘Romeo y Julieta’, ‘El rey Lear’, etcétera pasa al celuloide -o a lo que ahora sustituya ese material- con radicales variaciones de época o de país. Pero también se intenta a veces mostrar en la pantalla la representación misma en un marco insólito. Es lo que han hecho los hermanos Taviani en ‘César debe morir’, que filma la puesta en escena de ‘Julio César’ en la cárcel romana de Rebibbia, representada por los propios reclusos. El escenario se adecúa extraña y fascinantemente a la tragedia y los improvisados actores tienen indudable fuerza. Sin embargo da la impresión de que los Taviani son demasiado pudorosos en acercar el drama escrito a los dramas personales de quienes lo interpretan: la situación queda algo desaprovechada. Sobre todo discrepo de la frase que cierra la película y que parece ser como el lema que la resume. La dice el reo que interpreta excelentemente a Bruto, cuando acaba su papel: “Desde que he conocido el arte, veo mi celda como una prisión”. Ese me parece un descubrimiento que puede hacerse sin necesidad del arte. La lección debería ser, a mi juicio (y con la pequeña autoridad de haber estado en la cárcel cuando me tocó): “Desde que conozco el arte, se que un hombre nunca puede estar del todo prisionero”. O lo que es lo mismo: Shakespeare y demás clásicos siempre sabrán abrirse paso y abrirnos paso fuera de cualquier cárcel.

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