1.10.13

La gran novela leve

Nuevos Escritores Latinoamericanos

Alejandro Zambra se ha convertido en un maestro de la liviandad y la ficción autobiográfica con obras como Bonsái o Formas de volver a casa. El chileno fue seleccionado por la revista Granta entre los mejores escritores jóvenes en español

El escritor chileno Alejandro Zambra. / Daniel Mordzinski./elpais.com

Alejandro Zambra nació en Chile el año 1975. La dictadura de Pinochet vivía su periodo más negro. La antigua dirigencia de la Unidad Popular estaba toda en el exilio, o muerta. El país se hallaba enteramente controlado por los militares. Santiago era una ciudad tomada. Ya no había resistencia, pero continuaba la persecución. El organismo encargado de realizar el aseo ideológico se llamaba DINA —Dirección de Inteligencia Nacional—, y había entrado formalmente en funcionamiento durante 1974, gracias a un decreto ley que la oficializaba. En 1975 Pinochet viajó a Madrid, al entierro de Franco. En otro ámbito, Chile vivía una revolución neoliberal. Los economistas de Chicago, discípulos de Milton Friedman, experimentaban acá las teorías de su maestro. Servimos de laboratorio. La pobreza campeaba. Para cubrir la desocupación inventaron el PEM (Programa de Empleo Mínimo), y no era raro toparse por ahí con piquetes de obreros moviendo piedras de un lugar a otro. Zambra creció en Maipú, una comuna capitalina de clase media, donde miles de personas llegaron a vivir, en villas de casas pareadas y pequeñas, a fines de los setenta. Muchos de sus habitantes con gusto se autodefinirían como “gente de esfuerzo”.
La generación de la que Zambra es el escritor que más lejos ha llegado —lo han traducido a varios idiomas y publicado en EE UU, con muy buena crítica— entraba a la adolescencia cuando retornó la democracia en 1989. “La adolescencia fue verdadera, pero la democracia no tanto. Tratábamos de entender lo que ocurría: igual era una dictadura, igual estaba Pinochet en el poder. Era un Chile del triunfo, de la democracia inmediata, de líderes con mucho miedo, que estaban obligados a mostrar esta cara sonriente de continuidad del sistema económico, y yo lo vivía muy desde el margen porque estudiaba en la Facultad de Filosofía, que era un pulmón de resistencia, pero una resistencia que nadie pescaba. Todos parecían unidos en defender que éramos los jaguares de América Latina y esas cosas que se decían entonces. Ahí la literatura también tenía una vocación de marginalidad, porque éramos personas que habían optado por el fracaso. Yo venía de un colegio totalmente triunfalista (Instituto Nacional, la más prestigiosa escuela pública), pero optar por la literatura era optar por la derrota. No te prometía ningún trabajo, salvo, en el mejor de los casos, hacer clase en la Universidad. Se vivía muy tristemente. Muchos éramos jóvenes conflictuados. Escuchábamos a Radiohead todo el día. Los noventa es una época en la que me interesa indagar”.
En Bonsái, su primera novela, toda esa ajenidad queda destilada en un texto brevísimo. “La idea era que fuera un bonsái de libro, un libro como de mentira. Hay un descreimiento respecto de la novela en la base de Bonsái”, explica. “Nuestros profesores venían del exilio, muy desencantados de todo, por lo que no eran parte de esa fiesta en la que durante esos años se supone que vivía el país. No llegaban como héroes, sino que volvían como fantasmas, descoyuntados vitalmente, equilibrando las separaciones y el escepticismo, y nosotros aprendíamos de ellos a desconfiar de todo. Ser inteligente era no creer en Dios, no creer en ningún proyecto político serio, no creer en nada. Regocijarse en el rizoma, las indeterminaciones, la posmodernidad. Y Bonsái nace por eso, contra eso. Buscando algo”. Sus personajes —“que no son exactamente personajes, aunque tal vez conviene pensarlos como personajes”, aclara el narrador de Bonsái— son tan creíbles como distantes, encerrados en su mundo de sexo y literatura, de vidas mínimas (así se llama un libro de González Vera que Zambra admira) experimentadas con la soberbia “de los que se creen mejores, más puros que el resto”. Es la historia de una pareja de estudiantes de literatura, que apenas salen al espacio público. El escenario de la trama es más su música emotiva y nostálgica que lugares concretos. El contexto es más psicológico que histórico, más interpersonal que político, aunque los que vivimos ese tiempo sabemos que trasunta realidad. “Federico Schopf decía en clase que nosotros habíamos crecido en la anestesia, que éramos incapaces de sentir el mundo. Y algo de eso había. Éramos árboles reprimidos. Queríamos despertar, pero no siempre sabíamos que estábamos durmiendo. La literatura nos despertaba, pero cuando presentíamos esa obligación de escribir sobre la dictadura, pensábamos que podíamos escribir de cualquier cosa, que nadie nos podía obligar a escribir sobre nada”.
Se decía que quienes llegaron a la juventud durante los noventa aseguraban “no estar ni ahí”. Frente al entusiasmo ideológico de las generaciones anteriores, respondían con dicha fórmula. Psicólogos y sociólogos escribieron multitud de tratados al respecto. “Nosotros, en realidad, sí estábamos ahí, pero no sabíamos con qué. La democracia era una dictadura disimulada, a veces de manera burda. El asunto comenzó a cambiar cuando tomaron preso a Pinochet en Londres, recién en 1998. Vista en retrospectiva, la cosa es muy simple y fuimos todos unos mediocres, del presidente para abajo, pero se experimentaba un ambiente todavía muy opresivo, también en la prensa, no existía entonces ni siquiera The Clinic, y los pocos intentos por hacer diarios de izquierda o menos comprometidos con la derecha terminaron en farras o fracasos. Nosotros crecimos con cierta violencia explícita, ocultada por los medios de comunicación, y con mucha violencia cotidiana casi imperceptible. Por eso, aunque suene antipático, yo creo que la función de la literatura tiene que ver con la complejidad. La literatura quiere captar la complejidad de los hechos, no simplificarlos. Mi estilo o mi deseo de estilo nace de eso: de querer narrar lo complejo, lo incierto, con las palabras y las formas más simples posibles”.
—¿Te han sorprendido, al convertirte en un escritor leído más masivamente, lecturas inesperadas de tus propios textos?
—Sí, claro. De ser un niño muy teórico e inteligentoso, la literatura pasó a servirme para explicarme cosas de las que no estaba seguro. En Formas de volver a casa yo sabía lo que estaba narrando, pero pretendía también disolver otras certezas, conseguir una cierta ambigüedad. Que el libro fuera muchas cosas a la vez. Y por supuesto que algunas cosas no sabía que estaban ahí. Eso es lo que tiene la literatura de intransferible: existen fragmentos no calculados. Creo que intenté otra manera de hablar de la dictadura chilena, que a ratos desconcierta. Hay escritores chilenos profesionales que recorren Europa…
—Comercializando el dolor.
—Claro, y bueno, sabemos quiénes son. A veces cuesta explicar en el extranjero que acá existía una vida cotidiana mientras sucedían hechos horrendos. Un periodista francés, a propósito de Formas de volver a casa, me preguntó cómo era posible que un niño anduviera por las calles en ese tiempo, sin saber que los niños de entonces andábamos por las calles harto más que los de ahora.
"En los años noventa
la democracia era una dictadura disimulada. Todo empezó a cambiar cuando tomaron preso
a Pinochet en Londres"
Los libros de Zambra, no es ni necesario preguntárselo, son autobiográficos. Hurguetean en él mismo. Hay una voz que los atraviesa. Cualquiera sea el conflicto —siempre finalmente íntimo— está el testimonio de un narrador encarnado. “En Formas de volver a casa pagué una deuda con mi infancia. Durante mucho tiempo pensé que mi experiencia no tenía importancia. Era el tiempo en que lo realmente significativo era que se esclarecieran los crímenes, que las víctimas de la tortura pudieran hablar; los que importaban no éramos nosotros —los hijos de la clase media del extrarradio, despolitizada— sino los hijos de las víctimas. Si entonces me hubieran dicho que escribiría una novela sobre la villa en que vivía en Maipú, no lo hubiera creído. Esa novela, más que relatar hechos, lo que quiere es hacerse cargo de la imposibilidad de relatarlos. En rigor, ahí hay experiencias, pero también está la sensación de que no valen la pena de ser narradas, porque hay asuntos que son más importantes. En el fondo tiene que ver con el duelo, cuando este se transformó en algo realmente colectivo en Chile. Esto debe haber pasado hace unos diez años. Dejó de ser un asunto solamente de las víctimas, y la mayoría de los chilenos entendieron que estas cosas le habían pasado al país. Aún quedan muchos crímenes sin resolver, todavía campea la impunidad, pero al menos los chilenos entendimos, la mayoría, que el duelo es colectivo”.
Alejandro Zambra es un tipo apacible. Tiene la curvatura física y los modales de un joven profesor de letras, admirado por sus alumnos. Hace clases de poesía chilena en la Universidad Diego Portales. Se ríe con facilidad, pero sin perder la compostura. No le interesa llamar la atención con historias extrañas ni análisis rebuscados, aunque ocasionalmente hace alardes de ingenio con chistes de la escuela inglesa.
—¿Siempre pensaste en narrar, en escribir novelas?
—No. Empecé a escribir novelas la primera vez que me atreví a decir yo, aunque no dijera yo explícitamente. Mi generación se crió en el prestigio de lo indirecto, de lo intelectual. Mis primeros textos literarios eran sin sujeto. Era de mal gusto hablar de uno mismo, y a la vez era de mal gusto reclamar. Si te cagaban, te volvías un rencoroso, pero reclamar era denigrarse. Cuando sentí mucha necesidad expresiva, eso se rebasó y ahí apareció la voluntad de narrar algo. La liviandad del comienzo de Bonsái, por ejemplo, fue muy raro para mí descubrirla como un tono posible. Todo tenía que ser esencial y profundo.
—Eso parece que se llama juventud. Pero, ¿qué te dice la honestidad en literatura?
—Yo la reivindicaría también en relación con la ficción. Creo que hasta puedes ser más honesto inventando personajes que fingiendo una voz única. La honestidad tiene que ver también con esa complejidad de la que hablábamos. Por ejemplo, un amor de juventud. Uno olvida que a los 15 años estabas enamorado de una polola y la vida te parecía inimaginable sin ella. Habría que ser capaz de recordar eso, sin nostalgia, de la manera más realista posible, sin sentirnos superiores a quienes éramos. En ese sentido, la literatura está en contra de la simplificación del presente, del pasado o del futuro. Y esto tiene que ver con la precisión, con “la moralidad de la precisión”, como decía Ezra Pound. Cuando llegas a una imagen muy precisa, eso desestabiliza las cosas en lugar de ordenarlas. En vez de fijar, te hace ver el lugar en que realmente estabas. Muchas veces, la mala literatura es un mecanismo de validación, de mentira en el sentido más burdo de la expresión. Eso no me interesa. Prefiero lo de Carver: “Sin heroísmos, por favor”. El protagonista de Formas de volver a casa es cuestionado por los otros personajes de la novela. No está heroizándose. Relatos heroicos se pueden escribir todos los días, porque convivimos con visiones superpositivas de nosotros mismos.
—¿Te parece que la literatura chilena ha dado bien cuenta de lo que ocurrió?
—No creo que la literatura tenga que dar cuenta literalmente de los hechos.
—Quítale lo “literal”.
"La literatura busca captar la complejidad
de los hechos, no simplificarlos. Mi
estilo nace de querer narrar lo complejo con palabras simples"
—Me parece que sí, pero también estoy pensando en los documentales y en el periodismo, que yo disfruto muchísimo. El periodismo de investigación y la crónica me parece que son parte de la literatura. No les pido menos de lo que le pido a una novela o un poema. Me gusta lo que está pasando, casi siempre a contrapelo de los medios oficiales: editoriales independientes, escritores que buscan y no marcan el paso”.
Zambra conquistó el escenario literario discretamente. Sus primeros compañeros de andanzas fueron los poetas de su edad: Andrés Anwandter —con los versos de quien comienza su segunda novela, y a los que debe su título, “…como la vida privada de los árboles / o de los náufragos”— y Kurt Folch, entre otros. Él mismo publicó dos libros de poemas antes de intentar con la narrativa: Bahía Inútil (1998) y Mudanza (2003). Deben ser muy pocos, si acaso los hay, los escritores chilenos que no comiencen escribiendo poesía. “A todos nos gustaba Enrique Lihn”, asegura, el poeta de La musiquilla de las pobres esferas, que nunca salió “del horroroso Chile” (eso escribió el poeta), y que murió a los 58 años, de un cáncer fulminante, meses antes de que la dictadura fuera vencida en el plebiscito. Nunca escuchó el aplauso del público, pero a cambio, y en parte por lo mismo, se quedó con el cetro de poeta de los poetas.
—¿Te interesa algo que no habla del mundo?
—No. Toda la literatura habla del mundo, pero siempre prefiero algún grado de apelación. No me gusta poner las cosas tan dogmáticamente, pero hay una literatura que dejó de interesarme en el momento en que empecé a pedirle esa huella de realidad. La literatura que siempre me interesó es la poesía chilena. Nunca me ha decepcionado.
—¿Dónde radica su particularidad?
—Yo creo que en su rebeldía a lo convencional, incluso cuando parece muy convencional. Si se la compara, por ejemplo, con la española, es una poesía muy extravagante. Esa cosa contratextual que Parra le metió a Neruda tiene toda una línea de continuidad, incluso contra Parra. Generó una dinámica de mucha rebeldía al padre. Neruda es asombroso, capaz de poetizarlo todo, chamullento, versero, pero efectivo.
—Y parece ser una poesía muy terrestre, ¿no? Ha estado muy vinculada a la política.
—Eso tiene que ver con el mito del poeta chileno. Por algún motivo son más famosos y significativos para la sociedad que los novelistas. Fíjate en la cantidad de poetas que escriben columnas de opinión. Tienen un nivel de apelación a la sociedad que es inédito en la poesía. En otros países se mantiene dentro de los márgenes del género.
—¿Y tú, ya optaste definitivamente por contar?
—Sigo escribiendo poesía. Pero también la poesía chilena es muy narrativa, la de muchos de mi generación, sin ir más lejos, como Germán Carrasco, Leo Sanhueza, Anwandter, Vero Jiménez. No está reñida con la prosa. Si aceptamos la teoría muy discutible de que la prosa se subdesarrolló en Chile, sería porque la poesía también cumple esa función. Por ejemplo, Gonzalo Millán, un poeta tan exquisito, indudablemente habla de cosas que nos importan.
—¿Te interesa el Chile de hoy?
—Claro que sí. Están pasando cosas. Hace tiempo que se están soltando amarras, que hay una visión crítica de la sociedad que va contra la medianía. A la vez, la Transición ha sido muy lenta. Los enclaves conservadores, los Legionarios de Cristo, el Opus Dei, la derecha más recalcitrante está perdiendo poder. Ven que se viene algo y la manera de contrarrestarlo es ofreciendo un poquito. Ahora hay una generación nacida en democracia que no tiene por qué entender los traumas del país. A mí me gusta mucho estar acá. No me iría. Me encanta lo que está pasando.

Zambra en tres palabras

Fumador. Unos cuantos meses atrás, Alejandro volvió a fumar. No sé si llegó nuevamente a los tres paquetes diarios, pero no pasa media hora sin encender un cigarrillo. Si para hacerlo tiene que salir al aire libre, se fuma dos al hilo para aprovechar el viaje. No parece tener otro vicio. Es un buen chico. Toma y se emborracha, pero en lugares y momentos donde corresponde que suceda. También fuma marihuana de cuando en vez, como la gente normal. De drogas duras ni hablar; supongo que algunas las ha probado, pero no es de temple rocanrolero, sino más bien un tipo calmo y bien portado. No tiende a los escándalos. Incluso cuando está loco por prender un pucho, se las arregla para transmitir la urgencia sin brusquedad.
Bolaño. Zambra fue el escritor chileno que mejor agarró la ola de Bolaño. Mientras otros novelistas nacionales, como Contreras y Marín, lo miraban con sospecha y un pretendido desdén, Zambra lo admiró desde el primer momento. De Los detectives salvajes dijo que se había leído sus seiscientas veintidós páginas de una sentada. A continuación explotó violentamente su fama, y Zambra supo navegar con habilidad sobre sus ondas expansivas. La bolañitis le abrió camino.
Poetas. Alejandro Zambra comenzó escribiendo poesías. Todavía las escribe. Pertenecía a uno de los muchos grupos de poetas que existen en Chile. Hasta el día de hoy, no son pocos los lugares donde se puede escuchar, cada tanto, a uno que declama. En las ferias de libros regionales hay siempre un lugar donde recitan sin apuro. Cuando un poeta se sube a leer sus versos en un estrado, no es fácil bajarlo. Los poetas de acá toman mucho vino navegado. Publican en pequeñas editoriales que de milagro sobreviven. Sienten un cierto desprecio por la narrativa. No sé si aún sucede, pero hasta hace poco un verdadero poeta no leía novelas: solo poemas y ensayos. Raro, porque a Neruda le encantaban las historias policiales, o quizás por lo mismo. Con los poetas nunca se sabe. “Ellos suspiran y responden lo que han respondido siempre: que solo la poesía salvará el mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras verdaderas y aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen toda la razón”, según Zambra.


Patricio Fernández es escritor, periodista y director de la revista chilena The Clinic.

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