El mapa y el territorio. Michel Houellebecq Traducción de Jaime Zulaika Anagrama (Barcelona, 2011)
En un mundo donde parece inevitable informarse de todo si uno quiere fue imposible no leer El mapa y el territorio sin ciertas referencias críticas previas que a servidor le recordaron la época del infantilismo más profundo, una especie de caca culo pedo pis de la reseña. Que si he leído el libro del tirón, que si el francés va de filósofo y sus sentencias las puede formular hasta el Tato. No sigo, no hay lugar para el etcétera. Mi experiencia con el polémico Michel Houellebecq se remonta a un entusiasmo veinteañero por la literatura, cuando creía saber mucho y desconocía todo. Sus tres primeras novelas causaron en mi ser una progresiva desilusión. Ampliación del campo de batalla era el entusiasmo por una manera de mostrar la contemporaneidad entre aislamiento, tecnología y demencia. Las partículas elementales ahondaba en determinados aspectos frívolos de su tiempo, era decadencia pura y dura con clase. Plataforma fue un punto y final, un decir basta que con los años ha ganado peso. Estábamos en pleno apogeo del terrorismo global y los paraísos asiáticos eran una constante en la prensa; la estrella literaria del Hexágono supo rentabilizar a lo grande, porque si por alguna cosa destaca nuestro protagonista es por ser un camaleón que sabe leer muy bien los procesos que laten en la sociedad hasta sacarles partido desde una óptica, en principio, adaptada a todos los públicos.
A principios del siglo XXI vivimos el auge de lo superficial. Houellebecq lo reflejó sin temor. Habló cuando los demás callaban y lo hizo con arrogancia, algo imperdonable en ese universo de la nada y la opinión que él mismo clausura en el inicio de su última novela. Damien Hirst y su calavera, diamantes que desprecian lo artesanal y caen en lo tremendo del cinismo al por mayor. El artista británico es el objeto de estudio de Jed Martin, quien quiere retratarlo junto a Jeff Koons. La obra, casi acabada, fracasa y sufre desperfectos que impiden su futura exposición en la serie de oficios que el protagonista de El mapa y el territorio presentará en una galería de postín. Todo un síntoma que muestra por dónde van los tiros de este esperado volumen, indudable fenómeno mediático de la rentrée, centrado desde la biografía de un brillante taciturno en el auge de la apariencia y el ocaso de la industrialización tradicional.
El bombo previo obliga a disipar ciertas dudas que conducen a la confusión. Puede que dentro de pocas décadas los libros de Michel Houellebecq sean más que válidos para entender el caos de Occidente en el nuevo milenio. En el caso que nos concierne la trayectoria de Jed Martin sigue una senda que anuncia el descalabro. Las frías fotografías de objetos son la autopsia de un interés personal y un desdén colectivo por las herramientas que invaden el espacio e ignoramos por sistema, utensilios que pueblan ciudades entregadas a un ocio canceroso que se expresa, sin alcanzar el nivel de American Psycho, mediante las innombrables referencias a marcas y enfermedades. Si los personajes se alejan de la multitud y viven en un reloj congelado, casi ajeno a lo que les rodea, es por un deseo de fuga del presente, del que se captan representaciones estáticas que nadan contracorriente. Buena prueba de ello es el motivo que da título al manuscrito. Martin es un creador que renuncia a la velocidad, necesita meditar y hallar la inspiración como si de un flechazo se tratara. Su segunda etapa se centrará en los atlas de carretera Michelin. El mapa es más importante que el territorio. Sacará instantáneas de planos de la famosa empresa gala y los manipulará para crear un efecto. Geografía en miniatura que hiela el trazado y se contrapone a la actual exuberancia que proporciona la red con sus construcciones en las que vemos fotografías, elevaciones y datos históricos. Esas imágenes aturden por ser de una naturaleza común que la realidad ha pervertido por movilidad y ansias de una sempiterna transformación que imposibilite comprender lo que acaece. El éxito es apabullante y conduce a una nueva pausa que se cierra con la pintura y la plasmación de una serie de trabajos del dos mil en los que caben desde una escort hasta una metáfora del capitalismo con Steve Jobs y Bill Gates jugando una partida de ajedrez, la conversación de Palo Alto.
Los productores han desplazado al producto, volvemos al antiguo régimen. Los capitalistas quieren ser retratados mientras en la calle la estupidez fluye por doquier, a borbotones mientras el tejido se desangra en una ilimitada fiesta que observamos desde charlas ridículas en restaurantes, galas del famoseo y patéticas actitudes que caracterizan nuestro período histórico. La forma sobre el contenido, la palabrería sobre todas las cosas.
Por otra parte este ensayo encubierto tiene un mérito que no puede soslayarse. El mapa y el territorio expone a lo grande el background de su autor. Las múltiples inserciones eruditas se hilvanan muy bien con la trama, y podríamos sospechar que estamos ante el intento de un hombre que quiere equipararse a sus compatriotas del pasado que tan bien relacionaron el arte con el sentir de su época. No nos engañemos. O sí. Esa práctica, desde el mismo Baudelaire y su Pintor de la vida moderna, siempre ha sido una excusa para ejercer una notaría del malestar. Antes hemos mencionado a la señora de guadaña, que aparece desde múltiples vertientes. La existencia personal de Martin es casi nula. Su padre es una cita de navidad que esconde muchos matices. El otrora esperanzado arquitecto que levantó a su familia es carne de vegetal que circula de residencia en residencia, siempre más lujosas como consecuencia del auge en el mercado de su hijo, a quien le tiene sin cuidado su ano artificial y una creciente desmemoria que no es tal, pues encierra una de las claves interpretativas de la novela: La conversación sobre las ilusiones y la labor artesanal de William Morris deriva en la frustración por la imposición de lo funcional y la derrota heterogénea ante la dinámica capitalista de falsa igualdad que impregna cualquier paisaje, físico y mental sin que exista un mínimo hueco para la rebelión, pues para sobrevivir hay que pactar con el sistema y acatar sus normas.
Algunos dirán que muy bien, que eso ya lo sabemos. No es tanto el qué, sino el cómo, por eso considero El mapa y el territorio un ensayo encubierto. El más que previsible óbito del padre significa el adiós de la antigua mirada ingenua que creía a un solo hombre capaz de poder engendrar alternativas. El hijo, integrado en la estructura, acepta el nuevo contrato a sabiendas que sólo podrán escapar de la masa, vocablo que en breve volverá a estar de moda, aquellos que dispongan de varios millones en su cuenta corriente. Lo rural será el reducto de los privilegiados, tanto en el turismo como en lo residencial. Alguien muy consciente de ello es el propio Michel Houellebecq, que en un acto de supuesta osadía se otorga un papel estelar en la trama. Retirado y desastrado en su casa irlandesa recibe la llamada de Martin, quien le requiere para el catálogo de su última muestra. El encuentro ha servido a cierta crítica para sacar a colación el tema de la ironía del autor, empecinado por su hiperbólico ego en quitar parcelas narrativas para enarbolar la bandera del exhibicionismo. Se equivocan a medias. Durante la primera parte de la novela la figura del Houllebecq personaje se equipara, por paralelismos de diálogo, a la del progenitor. Es más, suple el vacío protector del mismo y se erige en único interlocutor útil, un confesor del que no se atienden grandes revelaciones, sino que ejerza un papel de guía y consuelo para el protagonista, quien agradecido rubricará la amistad a través de un regalo de suma importancia.
La madurez del primer tramo puede desconcertar a un lector prototípico del francés. Pasan las páginas y aumenta la excitación por la llegada del gran sobresalto que despedace el esquema planteado. La placidez de ese vinto vincitore que es Jed Martin se entrelaza con el resto del relato y la bomba típica y tópica no explota por ningún lado. ¿Seguro? En la segunda parte las tornas toman otros derroteros y el análisis, quien sea perspicaz olerá a máxima lampedusiana, vira a lo policial desde un tono calmo con la intensidad de un polar a la Jean Pierre Melville con otras connotaciones filosóficas. La disección continua y más no diremos, pues no es nuestra intención chafar el plan a nadie. Sólo diremos que la relación entre los dos segmentos que componen el volumen tiene absoluta coherencia y sólo puede ser criticada desde una extrema puntillosidad. Su personaje público dentro de la obra se carcajea de los que anhelan escandalizarse a la más mínima anomalía. Lo sabe, lo aplica y sonríe. Y bien que hace.
Quien reseña no está capacitado para juzgar si El mapa y el territorio merecía ganar el Goncourt, entre otras cosas porque doctores tiene la iglesia y el mercado editorial recetas para dilucidar estas cuestiones tan manidas y que tanto sirven para rellenar párrafos sin ton ni son desde idiotas controversias. Corten la vegetación. Michel Houllebecq tiene la extraña virtud de adaptarse y desgranar el contexto con pasmosa facilidad. Lo ha vuelto a hacer y seguirá repitiéndolo, no se preocupen. Es un antropólogo vestido de cínico que en esta ocasión endosa un estupendo traje de madurez. Prescinde de alardes efectistas, sienta cátedra en el sillón del presente imaginando el futuro y solventa su asunto con elegancia. Relean la novela dentro de unos años y comprenderán más y mejor su mensaje. Y no menosprecien la trascendencia de un calentador, se lo ruego.
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