Juan Cruz, el autor de este artículo, se pregunta:¿qué es leer? foto:archivo.fuente:laopinion.esLees Pedro Páramo porque quizá lo has soñado, y lees Cien años de soledad porque quieres parar el tiempo, y lees a Rilke porque te falta la energía de la duda. Leer, ¿qué es leer?
Pocas veces vi a un escritor de éxito que desplegara tanta timidez genuina. Sostengo que la timidez de Gabriel García Márquez es impostada, es decir, que el autor de Aracataca en realidad se ríe por dentro cada vez que exhibe sus inhibiciones. Y me parece que Juan Rulfo jugaba a esconderse de los otros tan sólo para ver qué decían de él mientras él andaba escondido. Y Juan Carlos Onetti se encerró en su cuarto por pereza, no por timidez, pues cuando quería daba mandobles sin cuento, y no dejaba títere con cabeza, desde Gabo a Cortázar pasando por Vargas Llosa. Así que cuando me encontré en un patio ancestral de Guadalajara, México, con J. M. G. Le Clézio pensé que la timidez que redondea el perfil que todos tenemos de él era una leyenda más, y que en cuanto se sentara ante mi este hombre de cerca de dos metros iba a desplegar la otra cara de los tímidos supuestos; que iba a exhibir esa arrogancia del famoso que espera agarrarte en un renuncio para atar corta la entrevista y darte con la puerta en las narices. No fue así. Es cierto que preparé la conversación como si fuera a entrevistarme con el primer director de mi primer periódico, y aproveché el rato largo que me pasé leyendo su libro El africano, que recomiendo absolutamente, como si me estuviera bebiendo la vida riquísima de un personaje humano y de leyenda. Pero no hacía falta tanto nerviosismo; Le Clézio desplegó con elegancia y comedimiento todas las características de sus personajes escritos; es decir, fue sensible, silencioso incluso cuando hablaba, y retumbaba más en mis oídos el sonido del agua que nos acompañaba que el tono de su voz, tan respetuosa con el periodista que parecía que la timidez era un signo de elegancia, un síntoma de que él me escuchaba.
Ahora recuerdo ese encuentro, entre otros encuentros recientes, y se aviva en mi memoria quizá porque recordar literatura es volverla a vivir; ese libro, El africano, está ahora en mi mente como uno de los resplandores a los que se asoma uno para entenderse a sí mismo. Lees Pedro Páramo porque quizá lo has soñado, y lees Cien años de soledad porque quieres parar el tiempo, y lees a Rilke porque te falta la energía de la duda. Leer, ¿qué es leer? Ahora que evoco esas horas leyendo El africano regresa a mi ese temblor con el que se lee la literatura ajena como si fuera la vida propia; el padre testarudo, la abuela que cuenta cuentos, los juegos infantiles en los barrios polvorientos… Cuando leí El extranjero, de Albert Camus, que tanto tiene, lejanamente, de El africano de Le Clezio, era un adolescente que vivía bajo el sol nublado de mi pueblo, el Puerto de la Cruz; ahí escuchaba los cantos de los grillos, la lejana presencia del mar, pero sobre todo el sol que caía sobre mi cabeza como una piedra húmeda, como aquella piedra en que se convirtió la historia de Mersault. Vivimos dentro de los libros ajenos, y cuando creemos que nuestra vida tiene su propia luz uno se encuentra en los poemas de Maccanti o de Sánchez Robayna, o de Padorno; ahora he leído poemas isleños de Sánchez Robayna y me he encontrado mirando con su propia luz espacios que acaso nunca vi pero que él me trajo. Octavio Paz, uno de sus maestros, escribió en México (o en la India) poemas que a nosotros nos parecía estar viviendo entre las neblinas isleñas, y él escribía desde dentro de la piedra de sol... Leo a Luis Feria, que es tan insular y tan cosmopolita, y no puedo dejar de pensar en un adolescente como él que era yo mismo leyendo a Camus y pensando: "Entonces, ¿la vida era esto?"
He estado en Barcelona, entrevistando a Ana María Moix; ella ha escrito un Manifiesto personal unamuniano, contra esto y aquello, pero hablábamos en su casa del centro de la ciudad bajo la sombra (benéfica) de sus amigos, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma. Y el temblor de su escritura juvenil me vino a la memoria como el tiempo que viví (vivíamos) pendiente también de la maestría (lejana, no los conocíamos) de esos escritores lejanos, que entraban de lleno en nuestros ojos tan llenos de inexperiencia como de ansiedad por conocer.
Empecé escribiendo de Le Clezio; en realidad quería decir que cuando uno lee ya uno es quien está en los libros. Repito. Lean El africano si no lo han hecho ya. Y lean, para sentir que ya estábamos en los libros. Somos escritura, y siempre estaremos pendientes de ser escritos.
Ahora recuerdo ese encuentro, entre otros encuentros recientes, y se aviva en mi memoria quizá porque recordar literatura es volverla a vivir; ese libro, El africano, está ahora en mi mente como uno de los resplandores a los que se asoma uno para entenderse a sí mismo. Lees Pedro Páramo porque quizá lo has soñado, y lees Cien años de soledad porque quieres parar el tiempo, y lees a Rilke porque te falta la energía de la duda. Leer, ¿qué es leer? Ahora que evoco esas horas leyendo El africano regresa a mi ese temblor con el que se lee la literatura ajena como si fuera la vida propia; el padre testarudo, la abuela que cuenta cuentos, los juegos infantiles en los barrios polvorientos… Cuando leí El extranjero, de Albert Camus, que tanto tiene, lejanamente, de El africano de Le Clezio, era un adolescente que vivía bajo el sol nublado de mi pueblo, el Puerto de la Cruz; ahí escuchaba los cantos de los grillos, la lejana presencia del mar, pero sobre todo el sol que caía sobre mi cabeza como una piedra húmeda, como aquella piedra en que se convirtió la historia de Mersault. Vivimos dentro de los libros ajenos, y cuando creemos que nuestra vida tiene su propia luz uno se encuentra en los poemas de Maccanti o de Sánchez Robayna, o de Padorno; ahora he leído poemas isleños de Sánchez Robayna y me he encontrado mirando con su propia luz espacios que acaso nunca vi pero que él me trajo. Octavio Paz, uno de sus maestros, escribió en México (o en la India) poemas que a nosotros nos parecía estar viviendo entre las neblinas isleñas, y él escribía desde dentro de la piedra de sol... Leo a Luis Feria, que es tan insular y tan cosmopolita, y no puedo dejar de pensar en un adolescente como él que era yo mismo leyendo a Camus y pensando: "Entonces, ¿la vida era esto?"
He estado en Barcelona, entrevistando a Ana María Moix; ella ha escrito un Manifiesto personal unamuniano, contra esto y aquello, pero hablábamos en su casa del centro de la ciudad bajo la sombra (benéfica) de sus amigos, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma. Y el temblor de su escritura juvenil me vino a la memoria como el tiempo que viví (vivíamos) pendiente también de la maestría (lejana, no los conocíamos) de esos escritores lejanos, que entraban de lleno en nuestros ojos tan llenos de inexperiencia como de ansiedad por conocer.
Empecé escribiendo de Le Clezio; en realidad quería decir que cuando uno lee ya uno es quien está en los libros. Repito. Lean El africano si no lo han hecho ya. Y lean, para sentir que ya estábamos en los libros. Somos escritura, y siempre estaremos pendientes de ser escritos.
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