Eva Hornung, autora de El niño perro es su primer libro que se traduce al español. foto.fuente: Revista ÑLa autora australiana Eva Hornung examina en El niño perro las relaciones entre humanos y animales
La novela El niño perro es uno de esos libros inclasificables que cuesta colocar dentro de cualquier grupo literario, y justamente por eso, es inolvidable. Tal vez lo más cercano en cuanto al tema, sea alguna de las novelas en las que Jack London explora el mundo de los perros y los lobos. Como Colmillo Blanco, la historia que cuenta Eva Hornung examina las relaciones entre humanos y animales y hace un retrato terrible de la crueldad humana. Como Antes de Adán de London, es una pregunta sobre la esencia de la humanidad.
Hornung administra con un cuidado extremo sus puntos de vista. Ese cuidado hace posible el libro. Aunque está inspirada en la realidad, es difícil hacer verosímil la historia de Romochka, el niño de cuatro años que vive con perros en Moscú. Hornung cuenta con una voz narradora en tercera persona que, en general, mantiene cerca del chico. Consigue una fábula negrísima pero absolutamente creíble y un espejo impiadoso y exacto de las sociedades del siglo XXI. Hay momentos en que hacen falta otras miradas más adultas y cercanas al lector y la autora las tiene. De esas, las dos más importantes son las de Dimitri y Natalia, los científicos que se cruzan con Romochka. Pero el chico sigue siendo el centro de todo y es él quien cierra el libro.
Durante casi toda la novela, el niño vive en un mundo donde lo humano está al margen y en ese período, lo que cuenta Hornung es la superposición de dos mundos: el de los vagabundos (tanto perros como personas) y el de la ciudad, que se ciega voluntariamente para negar la existencia de los que no le pertenecen: "la gente se desplazaba con ceguera ensayada por los espacios públicos", dice la voz narradora ya que "los chicos vagabundos eran demasiado y resultaban harto abrumadores para soportar ser conscientes de su presencia".
Esa convivencia entre dos universos que comparten el mismo espacio (las plazas, las veredas, el subterráneo) es un retrato de la sociedad esquizofrénica del siglo XXI. La conclusión es que hay más piedad y más cariño entre los perros que entre los humanos. Cuando ya hacia el final, Romochka se cruza con la ciencia, será sobre todo objeto de estudio para Dimitri, un objeto fascinante que promete gloria académica. Esa mirada fría termina cambiando, sí, pero hasta la última página hay algo de cálculo, de no entrega en los científicos. Es cierto que Romochka también es capaz de cálculo: es todo un estratega desde el principio pero su estrategia está aplicada a la defensa del grupo, su familia de perros. De todos modos, es el cálculo lo que parece unir al niño perro con los adultos "normales". ¿Es ahí entonces donde radica la "humanidad"? El final de la novela es un golpe a la mandíbula, un estallido silencioso, narrado en un presente que lo hace todavía más portentoso. Hace falta releerlo varias veces para aceptarlo. Si se interpreta ese final como respuesta a la pregunta anterior, es imposible no seguir pensando durante horas en las consecuencias. Y se lea o no así el último acto de Romochka, lo cierto es que el libro nos muestra la oposición civilización versus barbarie, que fue tantas veces justificación de la masacre, la guerra, la conquista, y la muestra de la mejor manera posible: como quebrada y absurda.
No hay duda de que, como Vida de Pi, del escritor canadiense Yann Martel, El niño perro es una "experiencia", en el sentido más profundo y brutal de la palabra. Hay pocos libros que, después de cerrados, se sientan de esa forma. Este es uno de ellos. Ese es el verdadero grupo literario en que hay que poner la novela de esta autora australiana.
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