El escritor colombiano, autor de Primero estaba el mar y Abraham entre bandidos, se aventura esta vez por los caminos de su propia existencia para llenar de literatura la decisión de alguien de dejar la vida
El autor colombiano Tomás González lanza mañana, con la editorial Alfaguara, su más reciente novela, La luz difícil. foto: David Campuzano.fuente:elespectador.
A pesar de que el dolor, “la sordomuda brutalidad del hecho” de sentir dolor, parece dejar inútil al lenguaje que quiere narrarlo, es el invitado de la novela La luz difícil del escritor colombiano Tomás González, el mismo de Primero estaba el mar y Abraham entre bandidos.
El dolor no es narrado por el que lo siente; no, al menos, por el que padece los intensos dolores físicos que ningún analgésico mengua, que condena la vida a sus más insospechados delirios. Jacobo, el joven querido que siente como si tuviera los dedos de los pies en una prensa, no podría escribir. Es su padre, David, que padece otro dolor, el de la inminencia de la muerte de su hijo, quien le cuenta al lector esta historia.
“Para narrar el problema del dolor hay que tomar distancia, alejarse para hacer posible la palabra. El dolor se tiene que narrar de forma indirecta y en la novela es el padre el que da cuenta de los padecimientos de Jacobo, de la familia y los amigos. Pero, además, lo hace 19 años después de su muerte”, explica Tomás González, quien necesitaba estas distancias narrativas, sobre todo, para ocuparse del dolor sin perder la alegría, “que es la dificultad: encontrar la redención, la liberación de ese dolor”.
Es el 2018. El mundo parece similar al que vivimos. Girardot todavía es una ciudad calurosa y destartalada y La Mesa aún está llena de casas enormes que en su trastienda dejan ver el paisaje y acogen a viejos que quieren vivir en más silencio la vida. David, un pintor famoso, tiene 78 años y se está quedando ciego. La espuma del mar, los cangrejos, la belleza de Ámbar, la novia de la adolescencia de Lucas, su otro hijo, empiezan a volverse sombras, luces difíciles. Sólo, y paradójicamente, le queda la palabra, que le sirve para recontar los años en que la familia, reunida en Nueva York, resolvió acompañar a su hijo en la decisión de dejar la vida. “Desentrañar, enfrentarme a la vejez de uno de mis personajes fue la génesis de esta novela. Siempre pensé que quería ver a este David casi octogenario y de pronto encontré el elemento que me serviría para contar su vejez. Pensé que iba a ser en Coney Island, en Nueva York, pero apareció en La Mesa, y me alegró mucho, porque me permitió ocuparme de dos mundos paralelos que son en los que se ha desenvuelto mi vida”.
Tomás González, como David, vivió muchos años en el exterior. Disfrutó de los árboles del Central Park con las nostalgias de la ceibas de la selva de Urabá. Tomás González, como David, prefirió vivir el retorno a su patria cobijado en una casona de pueblo. Uno eligió Cachipay, el otro La Mesa. Tomás González, como David, padeció los tedios del reconocimiento intempestivo que hizo que el teléfono y la casa fueran frecuentados por extraños periodistas. “Siempre me impresionaron los perros de Nueva York, que están tan castrados y educados y que parecen muertos en vida… Me gustaría que en alguna entrevista me preguntaran sobre ese tema, para poder decir al fin lo que pienso respecto a la diferencia entre el Canis zombis familiaris neoyorkino y el Canis lupus familiaris colombiano o latinoamericano. Me desesperan, en cambio, con preguntas tediosas y difíciles de contestar sobre el Post-esto y el Post-aquello o sobre el Neo-esto y el Neo-de lo más allá”, confiesa David.
Tomás González, como David, conoció el amor en brazos de su esposa. “Es difícil contestar las preguntas sobre las formas como se narra el amor. Supongo que, ahí sí, muchos elementos autobiográficos se cuelan. Mi relación con Dora, mi mujer, fue de muchos años, nos conocimos a los 21. Ella siempre estuvo a mi lado; eso me permitió superar momentos personales muy difíciles. Todo eso lo tomo y lo transformo y ahí hago el ejercicio de artesanía literaria”, asegura el escritor, que logra entre sus páginas darle la posibilidad a un amor, con Sara, cándido, cómplice, entre dos adultos que, a pesar de enfrentar el dolor de su hijo, aún hacen el amor como forma de invocar el sosiego. “Con los años se van transformando las formas mismas del amor. En mi novela Primero estaba el mar hay un amor muy intenso, que desgarra. Pero el amor cambia, de desgarre a armonía, y es desde la experiencia propia que se logra que la descripción de las relaciones afectivas sea convincente para el lector”, dice González. “No conocí muchas mujeres: ella fueron todas”, dice David.
La luz difícil no es una tragedia. El tono natural, casi estoico, con el que el narrador va desmadejando los hechos convierte al lector en alguien que, como los personajes, asume su destino como el único, el mejor posible. No es una tragedia, ni siquiera cuando Sara abandona para siempre a David. Hay una vitalidad que habita en toda la novela, la capacidad del narrador de saber pintar, escribir o leer la vida que le toca. El dolor y el amor lucen distintos, vistos desde luces incómodas, lucen “Marabillosos”. Lo descubrirán quienes la lean.
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