2.12.14

Volver a casa

Tres hermanos, una finca, varios ahogados, y la incertidumbre ante la violencia y la muerte son solo algunos de los temas de La oculta, la nueva novela de Héctor Abad Faciolince que se lanzó en Colombia. ¿Qué pasó entre  El olvido que seremos  y este libro?
La Oculta. Foto: Simón Abad Faciolince/hectorabad.com

La Oculta de Héctor Abad Faciolince.

Héctor Abad Faciolince, autor colombiano de La Oculta./revistaarcadia.com
Es muy probable que ningún escritor se plantee de manera seria –aunque sí egomaníaca– si lo que acaba de entregar a la editorial supondrá un cambio radical en su vida. Por mucho que abunden leyendas sobre los presentimientos y las sensaciones que se tienen antes de publicar el trabajo de años, hay decenas de variables que hacen que dichas percepciones casi nunca correspondan a la esperanza. En 2006 tuve acceso a el borrador de El olvido que seremos, el libro que Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) iba a publicar tras haber conseguido un reconocimiento en diversas lenguas por novelas como Basura o Angosta. Leí El olvido de una sola sentada pensando que Abad había hecho algo que me rondaba hacía mucho tiempo: convertir una experiencia personal, un puñado de recuerdos, un dolor en el costado, en una narración literaria que el lector decidía en qué convertir: si en una crónica literaria o una novela, asunto que cada vez, presiento, importa menos cuando la ambición del escritor se siente en el estilo, la estructura y el ritmo que decide imponerse para contar una historia.
Más allá de la polémica que produjo aquel libro –insulsa por demás, pues los presuntos versos espurios de Borges fueron, en todo caso, un juego ideado antes por él mismo– pensé entonces, cuando el libro comenzó a reeditarse hasta vender cientos de miles de ejemplares en Latinoamérica y otros cientos de miles en el mundo entero, que algo le había pasado a ese hombre de maneras tranquilas, que hablaba pausado y que leía con fervor poesía y ensayo y había, durante quince o más años, cultivado la escritura sin demasiados alardes. Y recordé la imagen cierta de Gabriel García Márquez cuando, en agosto de 1967, entró al Teatro Colón de Buenos Aires y sintió cómo los reflectores lo enfocaban y los asistentes se ponían de pie para aplaudirlo.
Lejos de las comparaciones entre uno y otro hombre, pues no se parecen en nada, a Héctor Abad le ocurrió algo similar. De repente su mundo se convirtió en otra cosa: supo que era el éxito. Todo, aunque parezca hiperbólico, gracias a un libro. “No creo que el éxito paralice o silencie tanto como una muerte violenta –me dice–. Lo que pasa es que es mejor no publicar nada que publicar un mal libro. Por eso no quise publicar una novela que escribí, Antepasados futuros, y aborté también otro proyecto, Tres novelitas mafiosas. Publiqué un libro de poemas, pero la poesía no le interesa a casi nadie, y a los que les interesa, no les interesa que un novelista se meta en su rancho, por lo cual el libro Testamento involuntario no fue reseñado por nadie, ni bien ni mal. Pasó inadvertido. Y algo similar ocurrió con el libro de cuentos que publiqué después de El olvido: tiene seis ediciones (¿cuántos libros de cuentos se reeditan en Colombia?) y ni una sola reseña (salvo blogs y trabajos universitarios, claro). Digamos que no había vuelto a publicar una novela. Es más, desde Angosta no publicaba una novela, si es que El olvido no es novela también, que eso no lo sé bien, ni me importa mucho”.
Cuando abrí La Oculta, la novela que se publicó este 19 de noviembre, pensé en una suerte de silencio que tuvo que atravesar Abad para poder publicar otro libro. Aunque él me corrige y me dice que ese no ha sido su verdadero silencio, y que contrario a lo que muchos creen no hay tal alejamiento de la literatura, presiento que este, después de El olvido, es su libro más ambicioso desde entonces. “Diría que mi silencio verdadero como escritor lo viví entre los 27 años, cuando mataron a mi papá, y los 32, cuando al fin escribí mi primer libro de cuentos. En esos años yo viví en una especie de estupor. Me paralicé. Después, durante quince años, quise olvidar escribiendo otras cosas: libros alegres, humorísticos, incluso ligeros. Cuando pude al fin olvidar, gracias a la escritura, entonces quise volver a recordar, y escribí El olvido. Pero callado, lo que se dice callado, solo estuve a los 27 años. Aunque, si soy sincero del todo, también esta vez tuve meses, y años, de bloqueo, de odio por la literatura. Pero eso fue tan horrible que prefiero también olvidarlo”.
“Cuando sonó el teléfono era una hora opaca de invierno en Nueva York, muy temprano. A esa hora solo llaman borrachos que se equivocan de número o familiares para dar malas noticias. Quise que fuera lo primero, pero era Eva, mi hermana:
—Toño, me da pesar tener que llamarte para esto pero mi mamá amaneció muerta en La Oculta”.
Antonio, el primer hermano en aparecer en La Oculta, recibe la noticia de la muerte de su madre y ese será entonces el motor de una novela cuya estructura es la de tres monólogos de igual número de hermanos y su relación con La Oculta, una hacienda que encierra, para los tres, el pasado, el presente y el futuro. Es ese el territorio en donde han crecido, en donde maduraron los personajes y donde después ven morir a sus antepasados. Es el territorio, además, en donde se ha reflejado la descomposición del campo, adonde ha llegado la torva violencia. “Tal vez escribí La Oculta porque me pasaron dos cosas. Descubrí que era antioqueño, por algo que te voy a contar, y encontré, nadando bajo el agua, el cuerpo de un ahogado en el fondo de un lago. La novela viene de esas dos vivencias. La primera: en el año 2008, cuando por primera vez recibí algún dinero de verdad por un libro (El olvido había vendido más de cien mil ejemplares, que para Colombia es mucho), hice lo mismo que hacen todos los antioqueños (los industriales, los contrabandistas, los mafiosos, los mineros, los comerciantes, los profesores, los jubilados): me compré una finca. Pude haberme comprado un apartamentico en una gran ciudad, por ejemplo en Madrid o en Berlín (ciudades que me encantan), pero no, me compré una cabaña con algo de tierra alrededor, en las montañas de La Ceja. Así me di cuenta de que yo tenía la misma locura que tenemos casi todos los antioqueños: creemos que lo único que debemos hacer es, como se dice, conseguirnos un sitio donde caernos muertos. Si no, no estamos tranquilos. Eso lo sienten los pobres, los ricos, la clase media. Entonces me di cuenta de que debía escribir una novela sobre el apego a la tierra. Por muy anacrónica que fuera: una novela rural”.
La sensación que comienza a invadir al lector es la de estar inmiscuyéndose en una historia privada, algo bucólica, es cierto, que quizás evade asumir el conflicto y se concentra en lo que cada conciencia tiene por decir acerca de La Oculta, de su propia vida, y de sus propios sueños. Los personajes no se encuentran, no hablan entre sí más que por la interposición de los diálogos que aparecen en sus propios recuerdos. Cada uno debe enfrentarse a su propia preocupación. Los tres hablan –o escriben, quizá– en un tono antioqueño, casi coloquial, que, como dice Abad, puede sonar, a ratos, anacrónico. “Algunos dicen que la novela tiene que ser urbana; y algo peor: que las novelas urbanas de Antioquia son malas porque huelen a boñiga. Pues bien, ese es el riesgo: no solo el riesgo formal de los tres monólogos sino el riesgo de escribir sobre algo que –en buena medida– ocurre en el campo, en una finca que está en las manos de la misma familia desde finales del siglo XIX”.
Le pregunto a Abad si no le da miedo que lo tilden de costumbrista. “Hay algo que nunca puede sentir un escritor: miedo. Sobre todo miedo a lo que van a decir los críticos o a la etiqueta que te pongan los académicos. Miedo a que te digan costumbrista, por ejemplo. En La Oculta hago que un personaje completamente urbano (de hecho vive en Nueva York), visite con la memoria y con una fingida investigación histórica su terruño. El sitio de donde salieron su padre, sus abuelos. Antonio está suficientemente hastiado de todo lo que es el mundo contemporáneo, hipertecnológico, frenético, como para poder sentir nostalgia y apego por lo más apartado, por lo más sencillo y genuino: un paisaje lejano, escondido, oculto en las montañas de Antioquia, unos olores, unos colores, unas comidas. Y creo que este no es un sentimiento que tenga solo él. Nos parece extraño que algunos peces y pájaros vuelvan a morir al sitio donde nacieron, después de hacer viajes de miles y miles de kilómetros. Muchos humanos somos también así. Y para contar la historia no me monté en una lengua literaria sino en la lengua coloquial que exige el monólogo de tres personas comunes y corrientes, no particularmente cultas, no muy dadas a la literatura ni al lirismo. Uso un lenguaje corriente y familiar, natural, como dice usted. Esta es una novela apegada a la naturaleza y con la mínima dosis de artificio literario. El único artificio, en realidad, es la búsqueda de una voz normal, de una voz que parezca –así no lo sea– un reflejo del habla, de la oralidad”.
Personaje a personaje se entabla un diálogo entre hermanos: primero Pilar, que se supone es la conciencia, la organización, la disciplina… lo predeterminado. Segundo, Toño, que es la diferencia, el exilio, lo excéntrico en un sentido literal del término. Y luego Eva, que podría ser la laxitud, pero con cierta desazón, cierto desespero de habitar ese territorio. “Quise que hubiera tres hermanos que hablaran en primera persona. Quise que hubiera tres yoes, pero que ninguno de esos yoes fuera yo. Por eso escogí dos hermanas –para obligarme a ser mujer– y un hermano homosexual –para obligarme a ser sexualmente lo que no soy–. Ninguno es un verdadero campesino, ni finquero, ni ganadero o agricultor. Cada uno siente, a su manera, el apego a La Oculta. El apego y el odio, porque por mantener esa finca en manos de la familia han tenido que padecer buena parte de las violencias colombianas. Y quise pintar dos mujeres muy distintas, pero ambas bastante corrientes en el mundo de hoy: la mujer más tradicional, más parecida a nuestras madres o abuelas, y la mujer contemporánea, que vive su vida laboral, sexual, profesional, marital, de un modo mucho más libre. Lo que pasa es que al ser una generación que está estrenando la libertad, lo vive de un modo complicado: a veces sereno, a veces retador, a veces culposo. Al hermano hombre le asigno además la tarea de contar la historia del pueblo y de la colonización antioqueña del suroccidente, que fue un episodio sui generis y muy interesante de nuestra historia. Antioquia era uno de los sitios más pobres y atrasados de Colombia; pero la colonización del sur creó una inmensa cantidad de pequeños y medianos propietarios y es de ahí de donde viene la riqueza material y cultural de esa región colombiana”.
Uno siempre tiene la tentación de hacer exégesis, de interpretar el sentido oculto de algo. Quizá como lector me equivoco al plantearle algo que me rondó durante las 347 páginas. Hay algo asfixiante en La Oculta, algo que puede ser una metáfora del campo, del destino de quienes fuimos y quienes somos; de negar, desde la ciudad, la porción más luminosa; de olvidar, como nación, que decidimos crecer de espaldas al país. Abad me corrige: “Esta no es una novela etnográfica sobre el campo antioqueño; ni una novela sociológica sobre la situación del campesino colombiano. Ni una novela comprometida que denuncie el despojo de la tierra o el abuso de los terratenientes. Esta es una novela en la que unos hijos de la ciudad descubren, atónitos, que siguen apegados a la tierra de sus abuelos, así ya no vivan en ella ni de ella. Yo no sé si esto ocurra en otras partes. No es un novela de terratenientes, de grandes propietarios, ni de campesinos sin tierra: es una novela de una pequeña o mediana propiedad rural que no produce casi nada; o que produce algo muy importante: una gran sensación de apego al sitio, y de paz espiritual por estar ahí, metidos en un paisaje. Eso es todo. Colombia se volvió un país urbano, sí: pero vivimos todos apeñuscados en los Andes. Más del 70 % del país está casi despoblado: la mayor extensión de Colombia consiste en selvas y latifundios. Hay unas partes de Antioquia donde eso es una excepción: no el minifundio ni el latifundio, sino el mesofundio antioqueño”.

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