16.12.14

Primera línea

Un narrador llamado Alberto Laiseca se bifurca en dos voces que intentan explicar por qué los Estados Unidos no debieron perder la guerra de Vietnam. Un paseo por el gran trauma americano a la manera desbocada y rigurosa del realismo delirante

La puerta del viento de Alberto Laiseca./pagina12.com.ar

Vietnam fue la guerra que puso de rodillas al país más fuerte. Vietnam sodomizó –durante un largo decenio– a EE.UU. hasta purgarle su debilidad. Vietnam gestó un movimiento antiguerra al interior de la potencia bélica hegemónica del siglo veinte. Vietnam nació con el concepto de guerra tecnológica “limpia” y finalizó con vejaciones cuerpo a cuerpo. Vietnam estuvo en la televisión, en las fotografías, en las películas, en la literatura, en la música, en los comics. Vietnam continuó en nuestras casas, aun cuando el último centinela bajó su bayoneta y apagó la luz. A esa guerra, a ese país con nombre de ciudad ballardiana y de acontecimientos steinbeckianos, quiso ir a pelear un joven Alberto Laiseca. No fue sólo una nocturna expresión de deseo. Por el contrario, según cuenta en su mitología personal, se ofreció como voluntario en la embajada norteamericana y, ante el previsible rechazo, le escribió una carta al presidente Lyndon B. Johnson que nunca le devolvió. A esa Vietnam, a ese deseo postergado, vuelve Laiseca en La puerta del viento, la nouvelle de un ex combatiente que nunca pisó la guerra, pero al que le sobra talento para contarla.

El narrador de La puerta del viento es el propio Laiseca, camuflado en ese juego de máscaras que interpretan el Teniente Lai y su doble Lieutenant Reese. Lai es la voz, el narrador zombie, invisible, que perdió su unidad y deambula por las batallas pasadas, presentes y futuras de Vietnam. En cambio, Reese es el cuerpo que realiza las misiones suicidas, el encargado de masacrar a soldados y violar a campesinas, el que cuelga en su pecho la Estrella de Plata por su heroico comportamiento en combate. Tal esquizofrenia le posibilita a Laiseca construir una voz absurda, síntesis extraña de los sepultureros de Macbeth y del ex combatiente Walter del film The Big Lebowski de los hermanos Coen. Una voz ambigua que alumbra con lucidez e irreverencia los lugares comunes de los movimientos progresistas, cristalizados luego por la sensibilidad obsoleta de los “burgueses de EE.UU. cuando se asustaron y pasaron a unirse a los pacifistas”.

La trama de la nouvelle la conocemos todos. No es otra que el ascenso y caída del imperio bélico occidental en territorio vietnamita. Lo interesante, aquello que no aparece ni en el inteligentísimo libro Vietnam y las fantasías norteamericanas del crítico Bruce Franklin, son los argumentos que explican “una guerra que no se debió haber perdido”, en palabras de Laiseca. Así, en menos de una centena de páginas, pone en cuestión la supuesta neutralidad de Laos y Camboya. Disgrega las estrategias clásicas de Clausewitz. Explica la relevancia de los túneles para complicar la guerra más sencilla del mundo. Teoriza sobre las falencias de los survietnamitas, bastardeados a pesar de ser multitud. Simplifica el Watergate a la torpeza paranoica de Nixon. Rescata la sensatez del dictador Franco para saber qué batallas hay que librar y cuáles no. Y, en particular, añora los métodos de “horror” del senador McCarthy; necesarios para aplacar la propaganda pacifista que –en su análisis– contribuyó a debilitar moral y materialmente a los soldados. Apiladas unas sobre otras, este conjunto de tesis termina aseverando las propias palabras del narrador-autor, cuando afirma que “esta novela es tan políticamente incorrecta que puede significar el fin de mi carrera como escritor”.

El título de la nouvelle tiene dos acepciones opuestas y complementarias. Por un lado, hace referencia a una artimaña guerrera de los comandos chinos para activar el asesinato instantáneo y sorpresivo. Por el otro, es una técnica oriental que sirve para revitalizar el cuerpo con energía, para llenarlo de vida. Laiseca, con el miedo de los valientes, propio de cierta ética de la guerra, introduce su literatura y sus obsesiones por ese umbral, por esa puerta de viento. Como escritor, se arriesga –simbólicamente– a morir o perdurar en el intento. Fiel a su grandeza, avanza experimentando contra lo establecido. Y es en esa verdad fáctica, en el suelo real de la guerra de Vietnam, repleta de excesos, crueldades y sinsentidos, donde encuentra el escenario adecuado para seguir desarrollando su realismo delirante, que no cesa de arborecer.

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