El descomunal éxito de ventas que tuvo la serie Cincuenta sombras el año pasado, alteró los ánimos en el mundo de la edición, así como los Stieg Larsson y los Harry Potter
lo habían hecho unos años antes
Las editoriales que tuvieron la suerte
de que les tocaran estos éxitos, desesperan al ver que no hay magia que
les permita repetir cada año algo similar.
Algunos medios y suplementos centrados en la calidad literaria, suelen tratar con cierto menosprecio a las editoriales comerciales
que publican estos libros, valorizando una literatura culta, sin
percibir que cada una ocupa un lugar diferente, e intentar desentrañar
qué alienta este fenómeno. En cuanto abordamos estos sucesos más en
detalle, descubrimos matices que no están a la vista: la industria
editorial, todos los que trabajan en ella y para ella, y muy
especialmente las librerías, tan necesarias para las editoriales
comerciales como para las literarias, dependen de que cada tanto tiempo
aparezcan estos mega-best sellers cuya venta les da aire financiero,
permitiéndoles poner al día las cuentas o mejorar su local.
Las librerías son un eslabón clave de la cadena del libro, como ha
demostrado entenderlo el gobierno francés, para mantener la diversidad
cultural y la pluralidad, con una oferta amplia que les permita no
quedar sometidas a la monotonía de una propuesta repetitiva, determinada
por la cantidad de ejemplares que vende cada título.
Antoine Gallimard, director y propietario de una de las editoriales
de mayor prestigio literario de Europa, no tiene problemas para
articular éxitos de venta y calidad literaria. Hace unos años declaró a
Le Monde que “la serie Harry Potter representaba el 30% de sus ventas”. La muy literaria Bloomsbury
de Londres, primer editor y “descubridor” de Harry Potter, gracias a
los ingresos de esta serie (100 millones de euros sólo en 2007),
adquirió editoriales en Europa y en Estados Unidos, y se transformó en
un gran grupo internacional.
El problema es que estos enormes éxitos de venta provoca en las
editoriales un fenómeno de adicción y dependencia. Cuando faltaba poco
para terminar 2006, ante la evidencia de que ese año no habría un nuevo
Harry Potter porque la autora se demoró en entregarlo, la editorial
anunció que no llegaría a cumplir con las cifras prometidas, y las
acciones de la misma en Londres y Nueva York se desplomaron un 30%.
Esa adictiva relación de dependencia pudo verse en The New York Times,
que publicó un artículo de Motoso Rich, columnista especializada en el
mundo editorial, anunciando que se preparaba una colección para
reemplazar a Harry Potter. Detrás del proyecto estaba la misma Bloomsbury y su asociada norteamericana Scholastic, que invertirían varios millones de dólares. La diferencia entre Harry Potter y la nueva serie, que se llamaría Las 39 claves, consistía en que ya no sería la obra de una creadora (genial, digo yo) como la señora Rowling, sino un producto de diseño editorial,
una obra pensada desde la ingeniería del marketing y las finanzas. La
serie iba a tener diez títulos, acompañados de juegos online, cartas
coleccionables y concursos con premios en efectivo. Cada uno de los
volúmenes sería encargado a un escritor distinto, quien contaría con un
equipo amplio de colaboradores. Los editores proporcionarían una serie
de pautas y detalles necesarios en cada novela, líneas de trabajo que
garantizarían el éxito.
Detrás de este proyecto había algo más: la editorial que había ganado
tanto dinero con Harry Potter creyó haber aprendido una lección, y se
garantizó la total propiedad de todos los derechos de la futura serie,
de manera que no les volviera a suceder que la autora, una escritora
antes desconocida a quien veinte editoriales le habían rechazado el
manuscrito, terminara llevándose más de 900 millones de dólares en
derechos de autor.
Si acudo a un ejemplo que ya parece de la prehistoria, es porque los
años transcurridos nos permiten ver que el proyecto de ingeniería
editorial diseñado para quedarse con todo, al final no funcionó. Ni
siquiera sé si se llegó a publicar.
Lo que está detrás de estas ideas que reaparecen de tanto en
tanto, es si las sofisticadas herramientas informatizadas de mercado,
permiten diseñar un producto editorial perfecto, capaz de reemplazar al
autor.
Podemos buscar una respuesta mirando hacia atrás: de los diez libros más vendidos en 2012 en Francia, seis fueron best sellers inesperados, informó Le Monde,
por los que se pagó poco dinero y salieron con una reducida tirada
inicial (como sucedió con el primer Harry Potter). De los diez libros
más vendidos en Estados Unidos según las sagradas listas de The New York Times, cinco fueron imprevistos.
“El best seller ya no es previsible” dijo Paolo
Zaninoni, director editorial del grupo Rizzoli (propiedad de la Fiat de
los Agnelli), en la conferencia inaugural del Master en edición de la
Universidad Pompeu Fabre de Barcelona.
Si los best sellers fueran fabricables no habría fracasos editoriales,
no habría almacenes repletos de libros invendidos, no habría un 40% de
devoluciones de las librerías, no habría venta de saldos ni destrucción
de sobrantes, y el negocio editorial sería tan magnífico y rentable, que
las grandes editoriales solo publicarían media docena de títulos al
año, en lugar de mil o dos mil.
Creer que el fenómeno de los best sellers es manejable, es ignorar que Un golpe de dados jamás abolirá el azar, tal como escribió el poeta Stéphan Mallarmé (que también fue tipógrafo) hace ciento cincuenta años.
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