Se cumplen 25 años de la muerte de una de las voces más singulares del teatro y la novela del siglo XX. Nobel en 1969, sus temas hablan del hombre moderno en la soledad o el peso del pasado
El escritor irlandés Samuel Beckett.1906-1989. Premio Nobel de Literatura 1969. / © Ullstein Bild / Roger-Viollet (Roger Viollet/Cordon Press)./elpais.com |
Mi admiración por Samuel Beckett,
de cuya muerte se cumplen hoy 25 años, crece a cada nueva zambullida en
su mundo. Vuelvo a leerle y pienso en un gran pájaro, con alas de
albatros y pico de quebrantahuesos, sobrevolando todos los tópicos
vertidos sobre su obra. ¿Beckett, nihilista? Se ha dicho demasiadas
veces y sigo sin creerlo. Pienso más bien en un Beckett
realista, un Beckett combativo, un Beckett optimista. Siempre me llamó
la atención una frase suya, escrita durante la Ocupación: “Prefiero
vivir en una Francia en lucha que en la Irlanda neutral”. Beckett
combativo: pocos saben que militó en la Resistencia, por cuyas acciones
(a las que quitaba importancia, calificándolas de “cosas de boy scout”)
obtuvo la Cruz de Guerra. El gran misántropo era también, al decir de
quienes le conocieron, un hombre “infinitamente amable y bondadoso”.
Harold Pinter contaba, conmovido, una historia que vivió con él a
comienzos de los años sesenta: en su casa, la noche de su primer
encuentro, Beckett se levantó y recorrió varias farmacias de París a las
cinco de la mañana hasta conseguir algo de bicarbonato con el que
paliar la feroz indigestión de su invitado.
En Primer amor, un relato escrito en 1946, cuyo despojamiento formal y humor negrísimo anticipan la trilogía de Molloy, Malone muere y El innombrable, podrían rastrearse, quizás, las profundas cicatrices de un hombre anterior: el joven Beckett
(Dublín, 1906-París, 1989) que se considera “muerto y sin sentimientos”
tras su ruptura con Lucia Joyce, y que pasa dos años de tratamiento en
la clínica Tavistock a raíz de la muerte de su padre.
Es autor de obras como ‘Esperando a Godot’,
‘Días felices’, ‘Fin de partida’ y la gran trilogía 'Molloy', 'Malone
muere' y 'El innombrable'
Beckett realista: “Las mujeres dan a luz a caballo de una tumba, el
día resplandece un instante y en seguida vuelve la noche”, dice Pozzo.
Beckett optimista: “Winnie no se suicida y puede hacerlo”, decía Giorgio
Strehler cuando dirigió Días felices. “En el primer acto tiene
una pistola en la mano, pero nadie se ha suicidado nunca en una obra de
Beckett”. Winnie, hermana de Molly Bloom, rebosa humor, humor
pragmático como una forma de resistencia. Suena el timbre, y esa mujer
enterrada hasta el cuello abre los ojos como una actriz a la que vuelven
a llamar a escena: “Canta, Winnie”, se dice, “canta tu canción”. Esperando a Godot hace pensar en un grupo de cómicos obligados a representar una obra, sin saber por qué, en un viejo teatro abandonado. Fin de partida
evoca las figuras de dos reyes que han quedado solos, en el centro del
tablero, y optan por seguir realizando pequeños movimientos.
En la nada más absoluta siempre queda algo, “algo que sigue
abriéndose camino hacia alguna parte”, llámese carcoma, palabra o
narración. Hay en sus protagonistas, escribí, una tendencia natural
hacia la narración, hacia el humor verbal y fantasioso, y sobre todo
hacia la impavidez estoica de quien conoce las verdades de la vida y su
alternancia de horror y belleza. Pese a todo, parece decirnos Beckett,
siempre puede surgir un inesperado rebrote en el árbol seco: debemos
seguir moviéndonos aunque no vayamos a ninguna parte, debemos seguir
jugando aunque todos hayan mostrado ya sus cartas. De gesto en gesto, de
palabra en palabra, los protagonistas de su obra trazan un nombre
secreto en la arena: salvación, aquí y ahora. No veo absurdo en Beckett.
Nos habla de necesidades esenciales: comer, dormir, buscar compañía,
buscar la manera de pasar la noche.
¿Beckett nihilista? Pienso más bien en un
Beckett realista, combativo, optimista. Sus protagonistas tienden hacia
la narración, al humor verbal y fantasioso
En la segunda parte de Esperando a Godot todo recomienza
para peor, como un infierno circular: Pozzo se ha quedado ciego, Lucky
se ha vuelto mudo. Vladimir dice: “Tenemos tiempo para envejecer. "El
aire está lleno de nuestros gritos, pero el hábito es un gran calmante”.
También se ha dicho que hay mucha soledad en su teatro, pero lo cierto es que abundan las parejas. En Esperando a Godot tenemos a Vladimir y Estragon, a Pozzo y a Luzky (y a Vladimir y Estragon jugando a ser Pozzo y Lucky). En Fin de partida están Hamm y Clov, y Nagg y Nell. En Días felices,
Winnie y Willie. Willie, su esposo, apenas habla, pero a Winnie le
basta con saber que está ahí, que sigue vivo. Incluso Krapp, que está
solo, escucha a su yo antiguo, grabado en La última cinta.
“Llegará un día”, dice Winnie, “en el que tendré que aprender a
hablar sola”. Premonitorias palabras, porque en sus últimos años Beckett
escribe monólogos cada vez más breves, más despojados y más amargos (Not I, That Time, A piece of monologue, Rockaby)
siempre girando en torno a los mismos temas: soledad, vacío, locura,
pérdida, muerte, memoria rota, peso del pasado. Voces solitarias y
flotantes, que caen en el vacío como un fluido oscuro. Es un Beckett que
ya ha recibido el Nobel (cuyo dinero rechazó), al que todos consideran
un clásico incontestable, pero que sigue escribiendo, “moviéndose en
alguna dirección” como cualquiera de sus personajes, para no quedarse
quieto, inmóvil en el pedestal; un Beckett que prefiere, como dice
después de haber terminado Not I, “work standing still prior to lying down”, seguir en pie, trabajando, en vez de tenderse, de dejarse abatir.
Beckett: más que un autor, una región
Nació en Irlanda pero adoptó el francés como su lengua literaria
Hay muchos Beckett en Beckett,
por eso casi mejor hablar de una región. Porque ahí dentro caben todos:
los extraños y un poco petulantes, los perdidos y desamparados, los
animosos, los provocadores, los que hacen todo lo posible por resultar
sensatos y previsores, los que pasan angustias y los que están
radiantes. “Pero prefería atenerme a mi simple creencia, la que me
decía, Molloy, tu región es muy extensa, nunca has salido de ella y
nunca saldrás”, dice uno de sus personajes. Y en uno de sus textos
breves, Sin,da una idea del lugar donde está, su sitio, el
mundo: “Gris ceniza alrededor tierra cielo confundidos lejanía sin fin”.
Las precisiones podrían ser aún mayores, pero tampoco importa tanto.
Ésa es la región de Beckett.
Nació en Dublín el 13 de abril de 1906, el segundo hijo de una pareja
acomodada. Fue de joven un magnífico deportista: rugby, boxeo y, sobre
todo, críquet; nadaba muy bien, jugaba al tenis y al golf, tuvo una
moto. Estudió filología moderna y obtuvo, al terminar, una plaza para
enseñar inglés en la École Normale Supérieure, París. Llegó en 1928 y se
instalaría definitivamente allí a partir de 1937, adoptando el francés
como su lengua literaria. Conoció a James Joyce, del que terminaría
siendo un gran amigo y con el que rompió cuando no correspondió a los
amores de su hija Lucia. En 1938 un proxeneta lo apuñaló y pudo haber
muerto. El episodio le permitió conocer a Suzanne Deschevaux-Dumesnil,
seis años mayor que él, la mujer más importante de su vida. Hubo otras,
como la millonaria Peggy Guggenheim o Barbara Bray, traductora y editora
de la BBC, a la que conoció a finales de los cincuenta.
Beckett fue un tipo complicado. Le gustaba mucho caminar, y se pasaba
el tiempo quejándose de las más diferentes dolencias. Durante la
Segunda Guerra Mundial estuvo en la Resistencia y luego, entre 1946 y
1950, escribió algunas de sus mayores obras: Mercier et Camier, Eleutheria, su gran trilogía (Molloy, Malone muere y El innombrable) y Esperando a Godot. En 1969, mientras viajaba con Suzanne por Túnez, supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura,
así que se encerró en un monasterio y desconectó el teléfono. La
Academia se lo concedió “por su escritura, que, renovando las formas de
la novela y el drama, adquiere su grandeza a partir de la indigencia
moral del hombre moderno”. Murió en París, el 22 de diciembre de 1989.
De su obra se ha dicho que tiene un aire filosófico, y se le ha
etiquetado como un cabal representante del teatro del absurdo. Pero todo
eso es seguramente irrelevante. Importa más coger sus libros y entrar
en su región. Y leer, por ejemplo: “Los patos puede que sean lo peor,
verse de pronto pataleando y tropezando en medio de los patos, o de las
gallinas, cualquier clase de volátil, hay pocas cosas peores”. He ahí
Samuel Beckett.
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