Los artículos de Vallejo como periodista lo colocan en la senda de los precursores modernistas, que buscaban los modos de acentuar, como los cronistas de hoy, el punto de vista subjetivo
Avalando
la hipótesis del poder transformador de la escritura, o al menos de
algunos libros, al año siguiente de haber publicado Trilce, una
de las obras poéticas más devastadoramente geniales y rupturistas de la
literatura latinoamericana, César Vallejo dejó su Perú natal y se
instaló en París. Era 1923. La desolación que le provocaba su lugar de
origen, con sus diferencias de clase, su militarización creciente y sus
interlocutores banales, encontró ecos en esa Europa de entreguerras, en
sus ruinas y quimeras. Así lo atestigua Camino hacia una tierra socialista,
el volumen que reúne una serie de crónicas y un puñado de cartas que
escribió a lo largo de ese período -no deja de ser curioso el hecho de
que Vallejo haya llegado a Europa un año después de finalizada la
Primera Guerra Mundial y muriera allí un año antes de que empezara la
Segunda- y que acaba de publicar Fondo de Cultura Económica en su
colección Viajeros, con selección y prólogo de Víctor Vich. Por ese
prólogo sabemos que, además del rechazo a la patria, en esa fuga hubo un
conflicto familiar que lo puso en la mira de la justicia. En París,
entonces, Vallejo era un prófugo, un migrante y un desempleado: una
tríada fundamental para tener en cuenta a la hora de pensar estas
crónicas publicadas en distintos diarios y revistas de América Latina.
Vich lo hace, por cierto, y sostiene que ese lugar de enunciación
agudiza la percepción de Vallejo ante las infinitas facetas oscuras de
la modernidad ya no tan triunfante y ante los pliegues de injusticia en
los que, en forma creciente, se asienta la lógica capitalista.
Hay
otra cosa que le aporta esa tríada, y se la debe buscar en el vínculo
que para entonces los escritores latinoamericanos van teniendo con el
periodismo, que en ese principio de siglo se consolida como la
plataforma profesional por antonomasia. El caso tal vez más conocido
entre nosotros sea el de Roberto Arlt, que escribe sus Aguafuertes
en la misma época que Vallejo, y antes lo había sido una serie profusa
entre la que se destacan las figuras de José Martí y Manuel Gutiérrez
Nájera y, un poco más acá, en el cambio de siglo, la de Rubén Darío. A
diferencia de ellos y sobre todo de este último -como se desprende del
prólogo fundamental que Graciela Montaldo escribió para el volumen de
sus crónicas de viaje reunidas en la misma colección- quien desde su
lugar de corresponsal fue capaz de hacer operaciones en el campo de la
retórica y de la política a la vez versátiles y agudas, Vallejo tuvo un
vínculo precario con el periodismo. Citando su correspondencia, Vich
dice que nunca logró ese puesto de corresponsal, ni siquiera cierta
regularidad para artículos que le pagaban tarde o nunca. Sin pan y sin
contrato, es factible pensar que esa ausencia de agenda dictaminada por
un editor o por ese público expectante al que no había que decepcionar
con exceso de obsesiones propias haya posibilitado que los ejes
centrales de los escritos de viaje de Camino? se centren en lo
que para Vallejo era central como escritor y como intelectual. Porque,
aunque haya cambiado sus modulaciones poéticas a medida que su
compromiso revolucionario se asentaba, desde Trilce sabemos que a
Vallejo le importaba encontrar otro mundo posible. Así es como en estas
crónicas lo vemos indagando un nuevo orden social entre los
protagonistas de la Revolución Rusa y también entre los defensores de la
República en la Guerra Civil Española, contrastando en esos espacios lo
que ve con lo leído, tomando partido para articular una sociedad nueva.En esas crónicas y en las otras, las que bucean en las grietas que percibe en el cosmopolitismo y el progreso desde su sede parisina, Vallejo despliega abiertamente sus opiniones cuando no sus arengas. Sus textos se despegan del mito de la objetividad al que venía adscribiendo la práctica periodística desde que los diarios habían pasado a ser empresas sujetas a la lógica del mercado y se inscriben así en la línea de los modernistas latinoamericanos mencionados antes, quienes buscaron siempre los modos de acentuar el subjetivismo de la mirada en un gesto que, como señala Susana Rotker, los diferenciaba del modelo del reporter norteamericano, más proclive a adherir a una retórica donde la opinión del cronista debía sacrificarse en pos de la información.
Es interesante seguir el itinerario de esas dos líneas de abordaje de la crónica y atisbar cuáles son las modulaciones a las que irán dando lugar después, a partir de la segunda mitad del siglo veinte. Precisamente en esa mitad, Operación Masacre de Rodolfo Walsh marca un hito, entre muchas otras cosas por su gran poder de condensación: aborda los hechos con todo el rigor del reporter y a la vez, siguiendo la estrategia de los modernistas latinoamericanos, va narrando la transformación de la voz que narra, la cual se va despegando de la del escritor de policiales de enigma obsesionado por las partidas de ajedrez para derivar en la del periodista que interpela. Más adelante, esa condensación se irá bifurcando en el terreno de la crónica, y al día de hoy podría decirse, aun corriendo el riesgo de simplificar, que hay una corriente que pone la información -es decir, los hechos, su concatenación y su chequeo- en el lugar central y otra que cede ese lugar a la formulación de hipótesis de una primera persona que narra y a la vez se va construyendo en ese relato. En el primer caso, la modulación está más próxima al periodismo; en el segundo, a la literatura o el ensayo. Todo hace suponer que ambas celebran la aparición de este Vallejo inesperado.
César Vallejo, cronista en el centro del mundo
El gran poeta peruano, autor de Trilce, fue también un magnífico, aunque poco conocido, autor de piezas periodísticas. Escritas desde París, donde residía, pero también desde ciudades como Moscú, muchas de ellas aparecen por primera vez en libro en Camino hacia una tierra socialista. Aquí reproducimos algunos de esos textos
El crepúsculo de las águilas
París, noviembre de 1926
El
contenido cósmico y cosmopolita de París es tan grande, su riqueza
psicológica y social es tan universal, que en esta urbe se encuentran
contenidas todas las demás urbes. París es Nueva York, Berlín, Londres,
Roma, Viena, Moscú y, además, París. Ni Moscú se escapa de estar
contenido en París. ¿Qué de original habrá en la capital rusa que no
lleve el sello europeo que da París? El elemento comunista no va más
allá de la máquina administrativa. En lo restante, Moscú conserva el
tono ciudadano de la urbe europea contemporánea, cuyo paradigma es
París; quienes han viajado de Moscú a París no sienten mayor cambio de
normas y hábitos de vida social. He hablado con muchos de ellos y me han
declarado que la vida de ciudad en Moscú no difiere esencialmente de la
de París.
Se ha dicho de la capital francesa que es una
cosmópolis. Hay que añadir que esta cosmópolis ha progresado y
evolucionado hasta convertirse en ciudad cósmica. En la cosmópolis los
extranjeros viven de huéspedes a plazo más o menos largo y sus intereses
materiales y espirituales conservan su sello de origen; en la ciudad
cósmica, los extranjeros han llegado a un género de convivencia más
permanente, más homogénea, humana y universal. En Buenos Aires, tipo
representativo de cosmópolis, las colonias extranjeras no pierden su
fisonomía social y los ciudadanos italianos, ingleses, rusos, españoles
son siempre españoles, rusos, ingleses, italianos. En París, tipo
representativo de ciudad cósmica, las colonias extranjeras pierden su
fisonomía social y se parisianizan, es decir, adoptan el ritmo
social de París. Y es que a París no se viene para enriquecer, como en
Buenos Aires, ni para divertirse y pasar, como en Biarritz o la Costa
Azul: a París se viene para vivir más amplia y noblemente, es decir,
para permanecer. A París se viene, no ya en exploración económica o
mundana, es decir, transitoria y egoísta, sino en exploración vital y
humana, es decir, generosa y acendrada. La urbe cosmopolita es un
fenómeno económico o mundano; la urbe cósmica es un fenómeno
desinteresado y se apoya en perspectivas y necesidades de orden más
generoso, más profundo y permanente. Si París ha sido acaso antes una
simple cosmópolis mundana, he aquí que ahora es ya la ciudad cósmica.
En
esta urbe cósmica ocurren cada día mil cosas raras que marcan, por su
rareza, los matices polares y las inquietudes extremas de la convivencia
humana. Hoy es una dama pobre que la miseria arrastra al suicidio,
arrojándose al Sena. Un guardia de policía la advierte desde un puente
del río, saca su revólver y la amenaza con dispararle sobre la cabeza,
que se debate a flor del agua, si la mujer no renuncia a suicidarse.
Entonces la mujer, que quería morir, al ver que va a recibir un balazo
en la cabeza si no obedece al guardia, se llena de miedo y haciendo un
esfuerzo tan supremo como singularísimo, da unas cuantas brazadas y
logra salir del río? El guardia, obedecidas sus órdenes y salvada la
mujer, envaina su revólver y oculta entre sus mostachos una sonrisa
candorosa y desmedida, que apenas cabe entre sus labios.
El mismo día es una multitud que se arremolina ante un affiche, en la calle Douane. El affiche
dice textualmente: "Si buscáis trabajo, cuidaos de ir al restaurante x?
de la rue Douane. Allí son unos ladrones. Me habían prometido 275
francos mensuales y no me han dado sino 200. La gorda Ángela, de la rue
du Temple, es una vaca: ella me ha hecho arrojar del restaurante". El
gran affiche de marras, que lleva el timbre fiscal correspondiente, como en los affiches de la apoteosis de Jaurès, está firmado así: "María, la sirviente". ¿Venganza?? ¿Publicidad?? ¿Réclame
de la sirvienta o del restaurante?? Nadie lo sabe. La multitud lee y se
renueva a cada instante, del mismo modo que ante el curso de los
cambios, que emite la agencia Havas, por telegrafía sin hilos.
El
mismo día es la Sociedad de Naciones, que se queja a grito herido de que
muchas potencias olvidan o hacen que se olvidan de pagar su cuota
respectiva para los gastos que demandan las asambleas de Ginebra. Se
queja de que Bolivia debe 185.000 francos; Honduras, 99.997 francos;
Lituania, 57.000; Nicaragua, 100.000; y El Salvador, 13.184 francos oro.
La China, a la que se ha ofrecido un puesto en el Consejo de la Liga,
debe 3.140.000 francos. "Y, cosa extraña y desconcertante -comenta un
periódico de París- el Perú, que hasta ahora era considerado como El
Dorado del mundo, debe, al 31 de julio último, 878.168 francos oro a
Ginebra." Adviértase bien cuáles son los países deudores a Ginebra: El
Salvador, Nicaragua, Lituania, Bolivia, China y el Perú. ¡Estupendo!
El
mismo día es un cablegrama luminoso que anuncia, a media noche, en la
Plaza de la Ópera, que un avión acaba de vencer a un águila de 2 metros
de tamaño, a raíz de un terrible torneo de alas, a 700 metros de altura
sobre los Estados Unidos. Las nobles y épicas plumas de la naturaleza
han llovido sobre las montañas norteamericanas y los urgentes tubos de
cobre y palpitantes esferas del avión han seguido jadeando en el espacio
infinito.
Y el mismo día es un ruidoso debate sobre la verdadera nacionalidad de Paul Gauguin, el gran pintor sintetista, precursor de todas las inquietudes artísticas d'après-guerre.
Se trata de saber si Gauguin es francés o peruano. "Gauguin tenía en su
sangre -dice André Warnod en un artículo reciente- elementos
latinoamericanos, pues su madre fue peruana y, además, ello se siente en
su pintura. Las gentes de allá no han tardado en reivindicarlo como
suyo. Hay en él esa fuerza creatriz que se halla en el origen de todas
las artes, y es verdaderamente milagroso cómo un hombre del siglo XIX
haya podido conservar tan intactos y puros los dones transmitidos por
sus antepasados." Y al señor Warnod le responden otros críticos
franceses, defendiendo la nacionalidad francesa de Gauguin. La polémica,
iniciada ya hace muchos años, a raíz de la muerte del artista, acaecida
en 1903, vuelve ahora a encenderse, esta vez en términos decisivos.
¿Gauguin es una gloria francesa o peruana? Mi distinguido amigo, el gran
pintor peruano Felipe Cossío del Pomar, me ha dicho lleno de
entusiasmo:
-Gauguin, el nieto de Flora Tristán, es, sin disputa,
peruano. Es menester que lo reivindiquemos como gloria nuestra. Una
copiosa y seria documentación histórica lo prueba. Unámonos para esta
campaña de reivindicación.
En verdad, Gauguin es, por todos
respectos, una sensibilidad peruana, cosa que tuve ya ocasión de afirmar
hace mucho tiempo, en un artículo escrito para Paris Time. Los
amores temáticos del gran pintor, su fuerza temeraria, su exceso
insultante, su simplicidad están voceando los Andes, el Amazonas, el
Cuzco.
Necesario es reivindicar a Gauguin como peruano. Es el
primer pintor de América y uno de los más grandes de todos los tiempos y
países.
* * *
El Salón del Automóvil de París*
París, octubre de 1926
Hoy
abre sus puertas al público de las cuatro esquinas del mundo el XX
Salón del Automóvil de París. En estos mismos días se inaugura también
una feria automovilística en la Puerta de Versalles y un meeting
náutico a las orillas del Sena. Se ha esperado las primeras nieblas
otoñales para lanzar, a la vez, estas tres exposiciones de la velocidad,
con todos los honores del caso: asistencia del presidente de la
República, discursos, exhibición de las modas suntuarias de la nueva
estación y, sobre todo, concurrencia de los miles de personas del gran
mundo, que acaban de volver de las playas o que vienen expresamente para
estas fiestas del motor, desde los otros continentes. De este modo, el
Salón del Automóvil constituye como la primera recepción social del año
en París, después de las vacaciones de verano. La vida elegante de la
ciudad sólo empieza con la apertura del Salón del Automóvil. Antes, hace
quince o veinte años, la gran vida mundana parisiense empezaba cada año
con el vernissage del Salón de Otoño. Un día vino la guerra,
murieron varios millones de hombres en las trincheras y todo sufrió un
cambio radical. De este cambio salió, como se sabe, mala ficha para los
artistas y buena para los electricistas. Hoy son los automóviles los que
mandan y no los cuadros ni las estatuas como sucedía en las sociedades
del Renacimiento. Y este reinado social de la rueda no sucede siquiera
en Nueva York, a la que podía echarse la culpa del materialismo
excesivo, sino en París, que no podrá negarla.
¡Qué gloria para
los fanáticos del progreso! ¡Qué triunfo para los futuristas! ¡Qué
poderosa demostración de caballos de fuerza! Por las vastas avenidas que
rodean al Grand Palais, donde está el Salón del Automóvil, pasean
victoriosos de esta demostración los constructores de carros, los
ingenieros convencidos, los sportmen y amateurs, las
damas-pilotos y sus perros de lujo, los turistas de anteojos, con el
inevitable señor Citroën a la cabeza. Dueños absolutos de la urbe, que
todo lo soporta. Los chauffeurs, hoy más que nunca, van y vienen
por todas partes, haciendo un ruido prepotente de bocinas sobre las
orejas de los arcos históricos, sobre las cabezas insomnes de las
estatuas inmóviles y, lo que es más, sobre las sienes grávidas de los
sacerdotes recalcitrantes, de los aedos, de los sabios y de las mujeres
encintas, a las que el más leve estremecimiento puede matar o hacer dar a
luz niños ya muertos para siempre? Y qué contentos están, asimismo, los
artistas incipientes de la época, que hacen versos cinemáticos, como el
pobre Canudo; cuadros con temas neumo-gástricos, como Max Ernst, o
estatuas formadas de calderas y termómetros, como mi inquieto amigo
Decrefft. El apogeo de la ciencia industrial no ha sido hasta hoy mayor
como en esta triple exposición de la velocidad. Así lo aseguraba ayer,
paseando los múltiples stands del Salón del Automóvil, Paul Morand, el trashumante novelista de Rien que la terre,
el escritor ultramoderno, que hace viajes en torno del mundo cada 24
horas y posee la virtud de desconcertar con su modernismo epiléptico y
errátil a más de un escritor gordo, gigantesco, ramplón y sedentario.
Algunos
han salido al encuentro de este espasmo automovilístico de París. Al
señor Morand se le ha dicho que las andanzas y vagabundeos son más
fecundos cuando se operan por los senderos inciertos y sin fin del reino
interior y no cuando se llevan a cabo sobre sendas expeditas, en un
hispano-suizo, en un aeroplano o en un transatlántico, con pasajes de
primera clase, pasaporte diplomático, gorra de antílope y 100.000
francos en la cartera. Al señor Morand se le ha dicho que es menos
interesante viajar, como él lo hace, en condición de empleado del
Ministerio de Negocios Extranjeros, de Nueva York a Pekín o de Moscú a
Barcelona, que viajar a pie, por cuenta propia de la duda a la fe, del
dolor a la alegría, de la vida a la muerte o de Dios a la Nada. Al señor
Morand se le ha dicho, además, lo que hace algunos años escribía yo,
poco más o menos, a Alcides Spelucín: "El Universo está en usted mismo,
en su jardín, en su cuarto". Y se le ha recomendado al señor Morand, y
en su persona, a todos los novelistas internacionales y poetas
cosmopolitas de pega, que debe ya tomar un reposo, pues, según parece,
está en peligro de atrapar en los caminos un "mal viento", como se
explicarían los quechuas de América.
Ahora hay que esperar lo que
van a decir las mujeres, en defensa de Paul Morand y de la manía
viajera. Paul Morand es un escritor tan eminente y, ante todo, tan
rápido, en el sentido viajero del epíteto, que su público por
excelencia, además de ciertos escritores gordos, está formado de damas y
de damas modernísimas. El erótico nuevo del temperamento femenino anda
muy íntimamente vinculado a la literatura "nocturna" de Morand y a la
velocidad moderna. "El amor a la velocidad -expresa Ernest Naef- deviene
una verdadera pasión entre las mujeres. Éstas sienten la necesidad de
la ruta y un regocijo avasallador en dirigir caballos de fuerza.
Desgraciado del mozo que busca una novia y no posee un automóvil. Está
perdido. El idilio actual se trasunta, no ya a la sombra de un sauce
gemebundo, como en tiempos de Musset, sino en un épico Rolls Royce de
seis cilindros. ¡Enamorados del primer cuarto de siglo xx! Os ha tocado
amar sobre las rutas asfaltadas, a 80 kilómetros por hora. Se da un beso
en un viraje y Dios sabe en qué garaje nacerá una criatura. Todos los
países se quejan de la baja creciente de la natalidad. ¿No será la falta
de automóviles la causa de ello? No sabremos decirlo. Lo que está fuera
de duda es que la juventud actual deja ya de lado los matrimonios a
base de amor y de agua fresca. En nuestra época se impone, antes que
nada, la bencina. Dese un poco de bencina a una pareja y dejadla en un
buen carro y ya verá usted cómo aumenta la población."
Así se expresa Ernest Naef, hablando de automóviles y mujeres. Y esto y mucho más se dirá en defensa de la literatura de wagon-lit, como es la de Morand y compañía.
Sólo
que estos argumentos en favor del automovilismo son argumentos de
personas ricas y no de gente pobre. Probado está que el progreso sirve,
al menos hasta ahora, al dinero y no a los míseros. En el Salón del
Automóvil el carro que menos cuesta vale 10.000 francos, mientras los
hay hasta de un millón. La carrera en automóvil en París empieza con un
franco. El pobre, en estos casos, queda relegado al margen del festín.
Mientras haya pobres, habrá siempre viajeros a pie, pese a todos los
progresos en materia de locomoción. El progreso industrial es
exclusivamente un fenómeno económico. Los servicios que de él emanen
dependen de la capacidad económica de cada cual para adquirirlos. El
progreso será bueno cuando sus beneficios estén al alcance de todos.
En
otros términos, la comodidad y bienestar de los hombres no depende
tanto del progreso industrial y científico, sino de la justicia social.
Si por hacer exposiciones automovilísticas, se descuida la justa
distribución de las ganancias de la empresa constructora, entre patrones
y obreros, de nada servirá que el hombre vaya a la Luna o coma
estrellas fritas o escuche por inalambrana las músicas seráficas en
cuerda viva. Unas parejas de novios seguirán besándose, repantigadas
entre los cojines de un gran Renault, mientras otros se suicidan por
hambre, arrojándose, precisamente, bajo las ruedas de los carros
perfectos y brillantes.
* * *
Reportaje al "criado" de un hotel soviético
Le pregunto al "sirviente" del Europa:
-¿Hay más hombres o mujeres en este ramo de trabajo?
-Hay más mujeres.
Realmente,
comparando mis observaciones en este terreno entre 1928, 1929 y 1931,
contado que mientras antes los "sirvientes" eran en un 50% hombres, hoy
son las mujeres las que figuran aquí en un 95%, por no decir en un 100%.
En general, son jóvenes campesinas, ágiles y fuertes, capaces de
levantar bultos y maletas y de realizar cualquier otra labor de fuerza.
-¿Los hay viejos "sirvientes"?
-Que yo sepa, no.
Muchas
veces, he preguntado: ¿qué se han hecho los viejos en Rusia? ¿Dónde
están? Las respuestas varían. Unos me dicen que se han retraído a los
campos. Otros afirman que murieron casi todos en la guerra europea y en
las guerras civiles. Otros sostienen que han ido desapareciendo año por
año, después de la Revolución de Octubre, eliminados lentamente por las
nuevas formas de vida. No faltan quienes dicen que han rejuvenecido y
hasta que han renacido en la sacudida de fondo de la revolución social.
La verdad es que no se ven viejos en ninguna parte en Rusia. ¿Habrán
traído los bolcheviques la juventud eterna al mundo?
-¿Qué edad tiene usted?
-43 años.
-¿De dónde es usted?
-Nací
en Beriózovo, en los Urales. El ejército del zar me trajo para pelear
contra los alemanes. Vino la revolución y aquí me tenéis sirviéndola en
la medida de mis posibilidades.
-¡Valiente manera de servir a la revolución! -me dice aparte y con mofa el socialista austríaco.
-Pero
fíjese -le arguyo-. La conciencia clara que tiene de estar sirviendo a
la revolución, es decir, de que es un "sirviente" de ella y no de ningún
individuo en particular. Además, no olvide usted que ha dicho "en la
medida de sus posibilidades".
Bastan estas dos circunstancias para
filiar social, económica y políticamente a este hombre y para
diferenciar su papel del de sus compañeros de trabajo del capitalismo.
-¿Sabe usted leer y escribir? -le pregunta el austro-marxista.
-Naturalmente.
He aprendido hace apenas pocos años, en 1927, en las Facultades Obreras
del soviet. Si no venía la revolución, me habría quedado analfabeto
para siempre. ¡He aprendido a leer a los 33 años!
-¿Es muy duro el trabajo que hace usted? ¿En qué trabajaba antes? ¿Desde cuándo está usted en este hotel?
-Estoy
aquí hace tres años y medio. Antes, estuve en el campo, en Yaroslavl,
cerca de Moscú, trabajando en la cría de puercos de un artel. Luego,
sobrevino una refundición de esas tierras, uniéndose los arteles, las
comunas, las cooperativas y los campesinos medianos, para formar de todo
un koljós. Se organizó de otro modo el trabajo. Instalaron máquinas,
con créditos y fondos del Estado. Nos consultaron entonces si queríamos
aprender ahí mismo los nuevos trabajos con máquinas o escoger otra cosa.
Casi todos optaron por el aprendizaje, mientras unos cuantos solamente
escogimos otros derroteros. Yo preferí venir a Moscú, donde también se
necesitaba trabajadores, y en la Bolsa de Trabajo, encontré este puesto
del hotel. A mí me gustan las ciudades.
-¿Se le impuso a usted, a la fuerza, este trabajo?
-No.
Se me dio a escoger entre otros en la Bolsa de Trabajo. Yo quise este
puesto, porque como no tengo oficio ni especialidad alguna, puedo
trabajar aquí con las únicas aptitudes que poseo y seguir, al propio
tiempo, mis estudios.
-¿Para qué estudia usted? ¿Y cómo se las arregla para estudiar y trabajar a la vez?
-Estudio
para mecánico de aviación, en la Facultad Obrera número 6 de Moscú. En
el hotel termino mi jornada de trabajo a las 2 de la tarde. A las 4
estoy en la Facultad hasta las 7.
-¿Cuánto paga usted para hacer sus estudios?
-Nada. Todo se me da gratuitamente: clases, libros, práctica en los talleres, etcétera.
-¿Y cuándo obtendrá usted su brevete?
-Seguramente el año que viene.
-¿Cuánto gana usted aquí?
-3 rublos al día y la comida.
-¿Duerme usted aquí?
-No. Tengo mi habitación en los alrededores de Moscú y allí vivo con mi compañera y nuestro hijo, que tiene 7 años.
-¿En qué trabaja su compañera?
-Sabe idiomas y hace traducciones en el Comisariato de Trabajo.
-¿Cuánto gana?
-5 rublos al día. Entre ella y yo, ganamos 8 rublos. [...]
-¿Cuánto pagáis por vuestra habitación?
-25
rublos mensuales. Más 30 rublos de alimentación de mi compañera, unos
50 para nuestra cena con el chico, unos 30 para locomoción, 12 para la
cooperativa y 25 de cuota para el Plan Quinquenal, hacen un total de 170
al mes. Nos quedan 70 u 80 rublos para espectáculos y para vestidos.
-Es poco, me parece, para vestirse.
-Es
suficiente -arguye el "sirviente"-. Como irá usted observando, mi
compañera y yo vestimos sumariamente. El chico, lo mismo. De otro lado,
los precios de ropa en las cooperativas son de una baratura que se
acuerda con nuestro peculio.
Los 12 rublos que pagamos al mes a la cooperativa nos dan precisamente derecho a un carnet de compras, a precios baratísimos.
-¿Y los 24 rublos para el Plan Quinquenal?
-A
fin de impulsar económicamente la realización del Plan Quinquenal los
trabajadores aportan, según sus posibilidades y de modo absolutamente
espontáneo, un tanto por ciento de sus salarios, hasta un límite máximo
del 10%. Mi compañera y yo damos este porcentaje.
El timbre del
teléfono interrumpe tan interesante conversación y el "sirviente" nos
abandona. Son las nueve y media del día. Es la hora en que se
intensifica el servicio en el comedor del hotel.
Mientras me instalo en mi habitación, el socialista austríaco, muy interesado en los informes del "sirviente", me dice:
-Nada
de revolucionario ni del otro mundo encuentro, en verdad, en lo que nos
dice este hombre sobre su situación personal en Rusia. Aproximadamente,
es la misma posición que tienen los sirvientes en los Estados Unidos.
[...].
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