Un nueva colección busca quitarles la naftalina de modo que uno pueda entrar a un Julio Verne como si se tratara de un Ken Follet
En 1924 el ministro más extraordinario que ha tenido la cultura en México, José Vasconcelos,
lanzó una colección de clásicos que causó un impacto muy duradero en la
educación lectora de este país. Su sucesor muchos años después, el
intelectual, y ahora otra vez político, Rafael Tovar y de Teresa,
presidente de Conaculta, el ministerio mexicano de la cultura, ha acometido parecida tarea. Y el pasado domingo, en la sala Mariano Azuela (Los de abajo) de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, se presentó la colección.
Ricardo Cayuela, a quien en España se recuerda por su etapa poniendo en marcha entre nosotros la edición española de Letras Libres,
es el segundo de a bordo de Tovar y de Teresa, y tiene de éste el
encargo de la editorial de este ministerio. Él presentó la colección,
que ha sido elaborada (como es habitual en la edición de clásicos) con
títulos que están fuera de derechos, de modo que no compiten con las
editoriales comerciales de libros.
Ahí habrá escritores hispanoamericanos y extranjeros, desde Julio Verne o Robert Louis Stevenson al argentino Esteban Echeverría.
Este último título le dio escalofríos, los escalofríos de la
coincidencia, a uno de los presentadores de la colección, el también
argentino Martín Caparrós.
Resulta que hace años, en su libro La sombra de Águila, Carlos Fuentes (que en la feria es como un laico patrón al que se rinde homenaje cada tres palabras) hizo que Caparrós, su joven amigo, apareciera como ente de ficción, al mando de un grupo terrorista que respondía al también falso nombre de El Matadero. Y El matadero,
precisamente, es este clásico de Echeverría, que vivió poco más de
cuarenta años en el siglo XIX y que, en palabras del propio Caparrós,
fue antiperonista antes de que existiera Perón. El Matadero,
como las historias de Herodoto, son volúmenes que adornaron los olores
de la adolescencia de Caparrós. El domingo, revivió el escritor
argentino ese tiempo y esos olores exhibiendo ante el público el volumen
de Echeverría.
Los clásicos son en efecto imprescindibles; pero nos los enseñaron en las escuelas como si fueran aceite de ricino
Coincidencias aparte, Cayuela convocó a Caparrós y a Alberto Barrera, novelista venezolano, ganador del premio Herralde,
y como algunos de sus compatriotas más conspicuos autor de guiones de
telenovelas, para que explicaran por qué demonios hay que leer a los
clásicos. Barrera quiso asistirse del ya clásico libro de Italo Calvino
(que explica en un texto célebre qué utilidad real tiene leer estos
grandes libros del pasado), y Caparrós, cronista y novelista que en esta
feria presenta su voluminoso, y escalofriante, Hambre, sobre
la miseria en el mundo, bromeó con un robo: hasta hace nada los clásicos
eran “los libros significativos e imprescindibles sin los cuales
alguien no era una persona culta”, pero ahora los clásicos son, por
ejemplo, los Madrid - Barça, “uno de los cuales acabo de ver en Madrid”.
Pero ahí están los clásicos, son en efecto imprescindibles; pero nos
los enseñaron en las escuelas (en España, por ejemplo) como si fueran
aceite de ricino o la consecuencia de esa fórmula ya conocida: la letra
con sangre entra. Lo que quieren Cayuela y sus colegas editores de
Conaculta es quitarle a los clásicos la naftalina a la que han olido y
ofrecerlos como si fueran novedades editoriales, que se mezclen bajo
demanda con lo que hay en las librerías y en las bibliotecas,
“relacionando así la actualidad con el legado”. Para ello los despojan
de notas (excepto las imprescindibles) y de prólogos u otros estudios,
de modo que uno puede entrar en un libro de Julio Verne como si (ejem)
uno se adentrara en una obra de Ken Follet.
Para nutrirlos se sirven de un comité internacional de escritores (no
necesariamente de expertos en educación) que tienen la misión de romper
el canon, de aportar títulos que quizá nadie antes consideró que
debieran estar en los corsés de colecciones así, de manera que la
colección sea también una forma de renovar la nomenclatura y de aportar a
la historia de la lectura títulos que se habían muerto sin necesidad
ninguna.
En la Universidad de Guadalajara
(cuya biblioteca dirige el gran Fernando del Paso, y que está
consagrada al nombre de Octavio Paz) tiene una cátedra de Fomento de la
Lectura, algo insólito en nuestro mundo (español). Esta colección y esa
cátedra ponen los dientes largos, por lo menos, a los que en nuestro
país (y en otras latitudes, dijo el citado Martín Caparrós, argentino
que pone en duda el hábito lector que se atribuye a sus compatriotas)
creemos que el Gobierno hace precisamente lo contrario de promover que
se lea, y que se lea precisamente a los clásicos.
La colección de clásicos viene a responder a la pregunta: ¿por qué
demonios leer a los clásicos? Pues porque si no los lees tú te los
pierdes, y si te los pierdes sabes menos que quienes se los han leído.
¿Y para qué saber? Bueno, el interrogante es tan infinito como la propia
ignorancia de la que parten esas dichosas preguntas. Sobre la mesa, cantos de vida y esperanza, de Rubén Darío, las Fábulas de Samaniego, La Regenta de Clarín, Lo que no se debe decir, de Larra… Yo empezaría por Darío, ¿uy usted? ¿o usted de los que piensa para qué demonios hay que leer a los clásicos?
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