Entrevista inédita. A diez años de su muerte, Ñ rescata una larga charla con Mario Levrero, el escritor uruguayo que se convirtió en el gran descubrimiento de las letras latinoamericanas de este siglo
Intimidad.
Las imágenes fueron tomadas en febrero de 1991 en Colonia del
Sacramento. Levrero tenía 51 años y estaba escribiendo “El discurso
vacío”, cuenta el fotógrafo Eduardo Abel Giménez.
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En septiembre de 2003, cuando Mario Levrero escribía, ¿sin saberlo?, la que sería su última obra –la nouvelle Burdeos, 1972
– propuso a su socia Gabriela Onetto, con quien dirigía un taller
literario virtual, la confección de un texto que –por una broma del
hermano de Gabriela– recibió el nombre provisorio The Mario Levrero´s Writing Guide For Dummies . Su idea era que esta guía de escritura o Manual para Tontos
recogiera los consejos, ejercicios y líneas de acción empleados en el
taller virtual. El proyecto era sistematizarlos en un libro con una
redacción clara y accesible para su difusión más allá del ámbito de los
alumnos. Como Gabriela vivía en México, Levrero terminó invitando a un
alumno montevideano de sus talleres presenciales, Christian Arán, para
que realizara la primera parte del proceso, es decir, fuera a visitarlo y
grabara sus reflexiones. (“En principio, sugiero que hagas una lista de
ítems desordenados; después se le buscará una estructura”, dice Levrero
en un mail dirigido a Christian). De estas entrevistas surgiría un
texto que sería la base para que Gabriela Onetto lo complementara y lo
estructurara en un libro con las características mencionadas.
Sorprendido por el pedido, el joven Arán dudó de ser el más indicado
para esta tarea y durante algunos días permaneció en un cauteloso
silencio. El 16 de septiembre de 2003, el mismo día en que daba punto
final a la escritura de Burdeos, 1972 (una nouvelle que recoge
una serie de recuerdos que lo asediaron durante quince días y que él
registró con una datación y hora precisas), Levrero le envió el
siguiente correo electrónico: “Che, apurate con la guía para boludos, no
lo pienses tanto, porque tenés que aprovechar mientras estoy en el
mundo tridimensional”.
Arán finalmente acepta y acuerdan fijar las
sesiones para empezar a trabajar, pero todo se demora por las fiestas
de fin de año. Mientras tanto Levrero iba recluyéndose más y más,
cercado por la sensación de que su tiempo se acababa (incluso llegó a
soñar con su epitafio y pidió a su familia que no lo dejaran solo en la
fecha soñada). Las grabaciones, realizadas en enero y febrero de 2004,
nunca se transcribieron. “Sentía que era algo de mucha responsabilidad
para lo que yo no estaba capacitado”, dice Arán.
Apenas unos
meses más tarde, el 30 de agosto de 2004, Levrero dejaba el mundo
tridimensional. Diez años después, como si aún tuviera algo que
decirnos, vuelve en esta última entrevista, obtenida por Pablo Silva
Olazábal y cedida a uno de sus editores en Argentina, Facundo R. Soto,
para que la entrevista llegue a sus lectores, tal como era el deseo de
Levrero.
–¿Por qué te decidiste a tener una experiencia de un taller, a estimular a alguien a la creación?
–La
primera vez que se me ocurrió eso fue en Buenos Aires. Fue cuando dejé
de trabajar en una editorial como jefe de redacción de revistas de
entretenimientos. Entonces tenía necesidad de ganarme la vida y entre
otros recursos se me ocurrió hacer un taller literario. Para ello me
asocié con una amiga que era profesora de Literatura (nota: Cristina
Siscar) y que tenía los títulos adecuados como para convocar gente con
cierta seriedad. Nos reunimos, preparamos unas consignas, de las más
triviales, tipo taller común. Hicimos un poco de propaganda, conseguimos
4 o 5 alumnos y empezamos a trabajar con eso. Entonces sobre la marcha
me fui dando cuenta del poco significado que tenían esas consignas. No
tocaban las cosas esenciales.
–¿Cuáles eran esas consignas “tipo taller común”?
–Eran
formas de juegos a partir de la palabra, con textos ajenos. Completar,
seguir, imaginar. Siempre en función de la palabra y no de lo que hay
atrás de la palabra. No de lo que es la materia prima de la literatura.
Entre las consignas iniciales se me ocurrió poner algunas basadas en
experiencias, por ejemplo, relatos que pueden salir a partir de un
sueño. Enseguida vi que eso tenía mucho más resultado. Los textos eran
más ricos y coloridos porque las consignas eran más movilizadoras.
Entonces se me fue ocurriendo, en un proceso que no se dio enseguida
sino a lo largo de bastante tiempo, que debía eliminar las consignas que
tenían que ver con la palabra y trabajar con las consignas que yo iba
rescatando de la experiencia personal.
–De tu experiencia como creador.
–Como escritor, sí.
–¿Qué es lo que se logra a partir de un sueño que no se logra con otro tipo de consigna?
–Los
sueños tienen imaginación, están compuestos fundamentalmente de
imágenes y son uno de los pocos vínculos que tiene alguna gente para
conectarse con el inconsciente, que es el depósito de la experiencia
personal más profunda y la materia prima esencial del arte, sea para la
literatura o para cualquier otra disciplina artística.
–El arte es...
–El arte es hipnosis.
–En otras palabras…
–El arte es crear una especie de máquina de hipnotizar a otra persona para transmitirle vivencias o experiencias anímicas que no se traducen en hechos perceptibles. Escribís una historia y la historia que escribís es como una trampa que mantiene el interés del lector para que en ese estado vaya creyendo lo que está leyendo y vaya bajando los niveles críticos de la conciencia.
–El arte es crear una especie de máquina de hipnotizar a otra persona para transmitirle vivencias o experiencias anímicas que no se traducen en hechos perceptibles. Escribís una historia y la historia que escribís es como una trampa que mantiene el interés del lector para que en ese estado vaya creyendo lo que está leyendo y vaya bajando los niveles críticos de la conciencia.
–Hablabas de que al principio del
taller las consignas eran desde la palabra. ¿Eso dificultaría el
contacto con el mundo interior?
–Si trabajás a partir de la
palabra se reduce toda la estructura a un juego intelectual y terminás
trabajando con las herramientas del yo. Te perdés así las herramientas
de todo el resto del ser, que son mucho más contundentes.
–En
una de las páginas de los talleres virtuales, en la web de Gabriela
Onetto, señalás que las consignas buscan profundizar el mundo interior,
navegar el inconsciente y ponernos en contacto con él.
–Claro.
–Y
después, cuando recibís el producto de la consigna de alguien que va a
tu taller ¿cómo hacés para evaluar si ha navegado o no en el
inconsciente? ¿Tenés herramientas para eso? ¿Tiene algo que ver con el
psicoanálisis?
–No, todo es intuitivo (largo silencio). No sé,
vos te das cuenta cuando una persona está hablando con su voz más
verdadera, más profunda. Eso da el estilo de la persona. El alumno que
viene por primera vez al taller, por lo general tiene la idea de que
debe tratar de escribir como se debe escribir. Todo el estilo personal
está borrado, eliminado, y lo que recibís del alumno son penosos
esfuerzos por meterse en un estilo convencional que él cree es lo mejor,
lo ideal, porque lo recibió de distintas fuentes en las que él depositó
gran confianza. En algún momento de su vida estas fuentes confiables le
dijeron cómo se debe escribir. Todo esto no sirve para nada y hay que
destruirlo. Hay que conseguir que el alumno pueda expresarse con su
propia voz, su propio estilo. Vos te das cuenta cuando una persona está
tratando de conseguir una voz convencional o cuando está diciendo las
cosas tal como las siente.
–Y ahí entonces hacés una lectura de la estructura del relato, de las condicionantes psíquicas de cada uno…
–No, para nada. Nada de eso.
–No, para nada. Nada de eso.
–¿No las mirás, por ejemplo, como si fueran devoluciones de una terapia?
–No,
nada que ver. A veces el taller tiene efectos terapéuticos, pero son
efectos secundarios que no son buscados por el taller. Yo lo que busco
es oír la voz verdadera del alumno. Cuando oigo que se está expresando
con el estilo que le calza, que tiene que ver con su manera de ser, con
su forma de pensar, de sentir, y que no se parece a nada que yo haya
oído, ya está. No me importan los contenidos. El tipo puede tener un
contenido marxista, de Carlos Marx, o marxista de Groucho Marx. No
importa, no interesa en absoluto. Somos únicos y a mí me interesa que
sea él mismo.
–¿Y cómo podés convencer a otra persona que esa
es la voz de él? A veces las personas leen en el taller y no notan la
diferencia. No se dan cuenta si es su voz o no.
–Nadie se da cuenta.
–¿Nadie se da cuenta cuando lee con su propia voz? ¿Ni siquiera los que escuchan?
–Es
lo mismo. Tanto cuando escucha como cuando lee, la gente todavía está
muy encerrada en los contenidos. Juzga un texto por los contenidos. A
veces incluso por los sonidos, por la combinación de palabras. Cuando
alguien dice “me gustó mucho tu texto en la parte que decís tal cosa”,
quiere decir que el texto no está bien, pero destaca algo que
sobresalió, algo que fue pensado o salió por casualidad con una forma
especialmente afortunada, que se despega del contexto, y que en cierto
modo es un parche, una cosa fallida dentro del texto general. Entonces
se rescata “al menos” eso. La gente presta atención a los contenidos, a
los argumentos, a las afortunadas combinaciones de palabras, incluso a
las ingeniosidades, que no tienen nada que ver con la literatura. Lo
único que importa en literatura es el estilo. Una vez que se alcanzó eso
se puede decir lo que quieras. Cualquier narración, cualquier cosa que
pongas va a estar bien, se va ajustar perfectamente con lo que estás
expresando. Puede ser algo desagradable, o nada edificante, pero ése sos
vos, un ser único. El estilo personal es imposible de alcanzar con
oficio. No hay oficio que lo pueda conseguir.
–¿Y la hipnosis
sólo se logra cuando el texto está escrito con estilo personal? ¿O eso
es algo que se puede, digamos, simular o falsear? ¿El estilo personal
está vinculado a la hipnosis del arte?
–En cierto modo sí porque… aclaro que esto de la hipnosis del arte no es una idea mía, está sacado de un libro, Psicoanálisis del Arte
de Charles Baudouin. Este autor va incluso más allá, dice por ejemplo
que cuando mirás un cuadro las formas del cuadro obligan a los ojos a
hacer un camino preestablecido. Los ojos se mueven y siguen una serie de
líneas y colores y sin que te des cuenta eso comienza a provocarte un
pequeño trance. Y en ese trance lo que uno recibe es algo que no está en
el cuadro sino en el alma del artista. O sea que la hipnosis permite
transmitir el contenido de un alma a otra alma, independientemente del
tema del cuadro. Siguiendo tu pregunta, me parece que si el texto está
logrado, si está narrado con el estilo personal, uno entra
inevitablemente en ese tipo de trance, que no es el trance habitual de
quedarse dormido, aunque una vez me dormí con unos relatos de Mónica. Me
dormí y hasta ronqué (risas), pero después pude comentar todos los
pasajes. Dormido lo seguía escuchando.
–¿Te transporta, te hace imaginar lo que estás escuchando?
–No.
Es una captación especial. El trance se da también cuando leés sin que
nadie te hable. Es simplemente… a ver, una idea contemporánea del trance
es que cualquier forma de concentración es un trance. Tu estás
estudiando y te concentrás. Ahí ya entrás en cierta forma de trance. Si
ahora, hablando conmigo, me prestás gran atención, entonces también
estás entrando en cierta forma de trance. Hay un tipo de trance que es
específicamente artístico, literario, pictórico, que tiene por finalidad
suprimir la crítica intelectual. Entonces si vos estás creyendo lo que
lees, lo que ves, estás creyendo en la película cuando estás en el cine,
si crees que eso está sucediendo en la realidad –cuando es obvio que
no– estás en trance. La obra atrapa tu atención de tal forma que el
autor en ese momento, no se sabe bien cómo, digamos que bajo cuerda, te
trasmite contenidos de su alma que no es posible ver en la obra porque
no están ahí. Al menos no están explícitos. Yo por ejemplo capto mucho
de los alumnos a través de los textos porque estoy tratando de captar al
alumno en su totalidad, no en lo que me está diciendo, que no me
interesa, sino en una cantidad de pequeñas cosas que forman un todo que
es él, el alumno. Sus gestos, su voz, todo. ¿Entendés lo que estoy
diciendo? Me parece que suena algo confuso. A ver, pongamos un ejemplo, a
veces soñás con una persona y cuando despertás te das cuenta de que su
aspecto en el sueño no correspondía con esa persona. La imagen podía ser
cualquier cosa, podía ser otro, o podía ser algo que apenas se veía
pero no obstante ello, de un modo inexplicable vos sabías en el sueño
que esa persona era él y no otra. ¿Nunca te pasó eso?
–No.
–Hay
elementos invisibles, inasibles, de una persona que son los que
componen el Ser. Es lo que aparece cuando uno dice “este sentimiento es
fulano”. En el sueño sabés que es él, pero no sabés porqué, la imagen no
corresponde, la situación no corresponde, pero vos igual sabés que es
esa persona. Estos elementos intangibles no tienen forma fija de
expresión convencional y se captan vía inconsciente en los estados de
trance o en los sueños. Es decir, en los estados que no están
supervisados por el yo. Estados donde se suspendió la función crítica
del intelecto.
–¿El objetivo del taller sería que una persona escriba desde su voz interior?
–Claro.
–Ahí el taller estaría redondeado.
–Que el alumno sea lo que es.
–¿Pero
a nivel artístico no hay necesidad de otras cosas, de cuestiones
técnicas de equilibrio, de proporción? ¿O cuando se logra hablar desde
el yo eso ya viene incluido?
–Exacto. Todas esas medidas que
inventaron los críticos, son a posteriori. Primero está la obra y
después viene el análisis de los recursos, técnicas y esto y lo otro…
pero el artista no tiene que pensar en eso, el artista tiene que pensar
en lo que siente y en lo que está viendo en su mente y ponerlo. Eso ya
tiene un equilibrio propio, da un equilibrio artístico. Que sea
convencional o no es otra cosa, pero no se construye el arte con
técnicas. Tú preguntabas antes si la hipnosis del arte se puede dar por
medios técnicos sin poner en juego el alma y resulta claro que sí,
evidentemente eso es posible. Podés conseguir atrapar la atención y
lograr una gran concentración del que recibe el mensaje, sea pictórico,
literario, por medios exclusivamente técnicos sin poner en juego nada
personal. Es algo muy difícil de lograr, algo que da mucho trabajo y el
resultado… Hay obras que te encantan, que son exclusivamente
intelectuales y que igual te atrapan, pero no sé bien qué queda al final
de todo eso. Tiendo a pensar que no queda mucho, al menos no como
memoria personal. Es decir no queda como una experiencia personal, algo
que uno abrigue al extremo de sentir, de decir “esto yo lo viví”. Son
sólo pequeños trances que consiguen captar la atención del lector sin
modificarlo.
Mario Levrero
básico
Montevideo, 1940-2004. Escritor
Pasó la mayor parte de su vida en Montevideo, con breves estadías en
Colonia, Buenos Aires y Francia. Sus primeros textos son de la década
del sesenta. Entre sus libros capitales están Fauna , París , Espacios
libres , La máquina de pensar en Gladys , El discurso vacío y La novela
luminosa . Estos dos últimos lograron que Levrero dejara de ser un
autor de culto para convertirse en uno de los más importantes escritores
de la región.
Levrero, Varlotta y el humor
Quienes conocieron a Levrero en persona, cuando se fue
subrayaban una y otra vez un elemento en el recuerdo: su carcajada.
Quienes habían formado parte además de un grupo flotante que solía
reunirse (llevado por algún tema previo o la espontaneidad), en su
departamento de la calle Soriano 936, primer piso, a veces disfrutaban
de largas tiradas casi narrativas donde imperaba un humor más lento,
irónico, o simplemente desopilante en el remate. A la larga, casi
siempre reconducía a la carcajada.
Por otra parte la habitación
que daba a la calle (donde se hacían las reuniones) tenía las paredes
cubiertas por todo tipo de grafitis o montajes, desde “Castre a su gato
con Castrol” (una marca de lubricantes), pasando por “No se sabe dónde
están las cosas” (frase oída en un ómnibus entre dos señoras de edad),
hasta “No hay que darle a Tarzán más virtudes de las que realmente
tiene”. Cuando varios integrantes de ese grupo se fueron dispersando por
el mundo cercano (Buenos Aires, Rosario) o lejano (España, México,
Estados Unidos) pudieron seguir disfrutando de ese componente sólido –el
humor–, a través de las cartas y luego los mails.
En su obra el
humor impera sobre todo en Nick Carter se divierte mientras el lector es
asesinado y yo agonizo , que parece un divertimento pero que
Levrero/Varlotta (él mismo decidió usar este último apellido)
consideraba como demasiado revelador de conflictos personales. El
argumento desencadena docenas de mecanismos salvajes, violentos. Más
refinadamente, la novela París tiene un subsuelo de ironía cultural
considerable sobre elementos tópicos de la cultura francesa: el
surrealismo, los folletines. También aparece, esta vez con un sentido
del “timing” notable (Levrero era fanático de la Pequeña Lulú, de Buster
Keaton y el Gordo y el Flaco) en sus historietas: Santo varón , Almas
en subasta (o El llanero solitario, con dibujos propios), y Los
profesionales .
Ese humor tuvo plazo de entrega en la revista
Misia Dura, un suplemento semanal de humor sobre todo político del
diario El Popular, entre 1969 y 1971. Allí integró un grupo con sus
viejos amigos Rubén Gindel (que escribía “Por los cines”), Carlos
Casacuberta (de humor barroco) o Jaime Poniachik, con quien escribió
unas “Lecciones de geometría” donde el punto, por ejemplo, era definido
como un elefante que se aleja, y, en el instante previo a desaparecer,
es un punto.
Varlotta Levrero usó allí varios seudónimos. El
principal era “Tía Encarnación”, una señora de barrio que daba consejos
sentimentales, culinarios o simplemente absurdos. El 22 de enero de 1970
apareció su necrológica, con el título “La comieron los chanchos”, y en
el mismo número, un desmentido de “último momento”. Otros seudónimos
fueron el Dr. Lavalleja Bartleby, Crush Syndrome, Sofanor Rigby.
A
veces un texto cruzaba el río y aparecía en alguna revista literaria
argentina, como este apunte científico de Lavalleja Bartleby, titulado
“Odontogénesis”: “El espermatozoide, al penetrar en el óvulo, genera el
diente. Este se multiplica varias veces por dos (uno, dos, cuatro, ocho,
dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, etc.) formando así la
dentadura postiza. De las enervaciones dentarias surgen el cerebro, los
ojos, el pelo, la nuca, y el sistema neuro-vegetativo. En esta etapa el
feto abandona su sueño atávico y adquiere la perspicacia.” Misia Dura
era dirigida por Jorge “Cuque” Sclavo, quien a veces se sentía abrumado
por la diferencia entre el “grupo Levrero” (por llamarlo de algún modo) y
el resto de los colaboradores, más seguidores de la tradición del humor
político en el Río de la Plata. Creo que un libro que reuniera los
textos de sus integrantes Gindel, Poniachik y Casacuberta, liderados por
Levrero, no sólo sería un aporte bibliográfico sino también una lectura
fascinante. Basta citar algunos títulos: “El choclo, ese desconocido”,
“Catecismo de la mosca”, “Teoría de los briyos”.
Brillar en la mayor oscuridad
Obra recuperada. En la Argentina, la crítica le asignó un lugar de privilegio a partir de su muerte
Mario Levrero tenía una teoría, estrafalaria como todas las
suyas: afirmaba que los libros, en la medida en que el papel se
amarillaba y envejecía, desarrollaban un hongo cuyas partículas al ser
aspiradas durante la lectura, generaban una fuerte adicción. Así
explicaba su devoción por las novelas policiales de colecciones
populares, adquiridas en ferias o librerías de viejo, materia prima de
su formación como escritor.
¿Cuál es el hongo, cabría
preguntarse, que se desprende de los últimos libros de Levrero, capaz de
generar idéntica adicción? La aclaración vale. Aun cuando la idea de
considerar su obra como un todo se consolida en la recuperación que está
llevando a cabo Random House Mondadori, el abandono del relato como
historia a favor del registro de la experiencia menuda y personal
provocó un sismo. ¿Dónde reside el secreto –se preguntan los lectores
fanáticos– que mantiene la fascinación por una escritura que habla sobre
lo que cualquiera puede ver?
En la Argentina, la recepción de los
textos de Jorge Mario Varlotta Levrero se modificó sustancialmente a
partir de que Interzona publicara en 2006 El discurso vacío . Se habían cumplido dos años de su muerte y meses después de que Alfaguara editara en Uruguay su proyecto más extraordinario: La novela luminosa , precedida del Diario de la beca . Más tarde, Diario de un canalla y Burdeos, 1972 se sumarían a esas obras en formato de diario íntimo.
Hasta
entonces, sus libros conocían la fama del boca a boca en algunos
círculos, así como las anécdotas de este uruguayo de aspecto descuidado
que se ganaba la vida con publicaciones humorísticas, historietas, la
redacción de revistas de ingenio y crucigramas, la coordinación de
talleres literarios, e incluso, algunas de las letras cantadas por Leo
Maslíah. Productos que firmaba con alguno de sus muchos seudónimos. Es
probable que el desempeño en estas actividades postergara su acceso al
podio de los escritores –lugar que jamás habría reclamado porque nunca
se consideró a sí mismo como tal. Lo cierto es que a pesar de haber
publicado de manera regular no pocos títulos –la “trilogía
involuntaria” compuesta por las novelas La ciudad (1970) , París (1979) y El lugar (1981); los libros de relatos La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Los muertos (1986), Espacios libres (1987), El portero y el otro (1992), Ya que estamos (2001), Los carros de fuego (2004); las novelas breves Caza de conejos (1986), F auna/Desplazamientos (1987), Dejen todo en mis manos (1994), El alma de Gardel (1996), más el folletín paródico Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1975) y las columnas periodísticas reunidas en Irrupciones I y II (2001)– no fue suficiente para que César Aira lo incluyera en su Diccionario de autores latinoamericanos
. Hoy, un librito suyo autografiado se cotiza a $ 3000 y la crítica
académica le asigna un lugar de privilegio mientras trata de desentrañar
el enigma que plantea su escritura asfixiante y lúdica.
Mario
Levrero es para las letras latinoamericanas el gran descubrimiento de
este siglo. Descubrimiento que germinó en el campo fértil de las
llamadas literaturas del yo (no cuesta imaginar cuánto le hubiera
desagradado esta categoría) y en esa afirmación a contramano que
consiste en brillar en la mayor oscuridad. Porque eso es lo que
testimonian los últimos libros: ya no esas experiencias kaf-kianas o
surrealistas de los primeros, sino la angustia de quien escribe para
decir que no puede hacerlo o que lo hará sólo bajo determinadas
condiciones, por ejemplo, imponiéndose ejercicios caligráficos u
obligándose a llevar un diario. Esas propuestas tienen algo de absurdo y
parecen fundadas en el humor del que habla Elvio E. Gandolfo. Un humor,
agrego yo, que convive con la desesperación.
Pongamos por caso el Diario de un canalla
, escrito en 1986. Un año antes, Levrero se había radicado en Buenos
Aires, apremiado por problemas económicos. Aquí, la módica holgura que
le brindaba un sueldo fijo lo hacía sentir culpable, no tanto por el
hecho de no escribir sino por haber “abandonado por completo toda
pretensión espiritual”. El Espíritu, según su peculiar filosofía, es
todo lo que cuenta porque gracias a él se manifiesta el ser. Ni la
literatura “ideológica” portadora de contenidos, ni las técnicas
literarias, ni el trabajo obsesivo sobre la palabra definen el ser del
escritor.
Ahora bien: ¿cómo hacer para que el Espíritu se
manifieste? Cavila sobre esto, encerrado en su lóbrego departamento,
cuando descubre que en el patio ha caído un pichón de gorrión. Es una
señal, se dice, pero ¿de qué? Y agrega: “Me sentiría mucho mejor si
pudiera interpretar con claridad la señal, si pudiera interpretar con
certeza qué carajo quiere de mí el Espíritu (…) Tal vez sólo espera que
siga adelante con esta novela, diario, confesión, crónica o lo que sea,
aunque no puedo figurarme por nada del mundo para qué querría que
siguiera con esta mierda. Lo cierto es que la fenomenología avícola
comenzó con las primeras líneas de este texto”. Durante once días vigila
el patio oscuro, el pichoncito y el revuelo que provocan sus padres. Y
lo escribe. Ahí está el drama y su torpe comicidad. Ahí el sortilegio
que mantiene a los lectores en vilo. Un hombre, unos pájaros y lo que
surge de la imposible comunión entre uno y otros. Una “fenomenología
avícola”, la lucidez del sinsentido, la consagración del prosaísmo. Un
día el gorrión pudo volar, uniéndose a la bandada indiferenciada. “Ahora
Pajarito no tiene nombre. Nadie lo quiere. Para mí ya es recuerdo; es
el que fue, el que estuvo en mi patiecito, el que yo miraba por entre
las tablitas de las persianas, durante mucho tiempo, a la caída del sol,
con la esperanza de verlo hacer algún preparativo especial para dormir
(…) Ahora, la varita con la planta enroscada, sin Pajarito como remate,
penacho o fruto, da una triste idea de incompletud, de inutilidad, de
fracaso.”
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