La literatura fantástica vive una primavera editorial pese a la competencia del realismo hegemónico. La imaginación impulsa nuevos sellos y colecciones a la vez que rescata clásicos del género
'Autorretrato en la cama de Moebius incluido en el volumen 3 de Inside Moebius./elpais.com |
Cierto amigo, ya fallecido, cuando íbamos a un restaurante sin
pretensiones —benditos sean— y alguien lo recomendaba diciendo “aquí
comeremos como en casa”, siempre protestaba: “¡Ah, no, yo lo que quiero
es comer bien!”. En efecto, la dieta cotidiana precisamente por serlo
puede no resultar la más apetecible. De igual modo, la vida a la que nos
resignamos cada jornada, lo real empeñado en parecerse minuciosa y
fatalmente a lo real, tampoco tiene por qué apasionarnos siempre como
argumento literario. Es más, la descripción minuciosa y esforzadamente
fiel de la realidad es insuficiente para comprender la realidad misma.
Ocurre que lo auténticamente significativo nunca sucede fuera de nosotros, en el escenario fotográfico y pedestre, sino dentro,
que es territorio fantasmagórico. Acudimos a lo fantástico no para huir
de la realidad —objetivo tan digno como imposible— sino para ponerla
mejor a nuestro alcance o, como diría el lobo a la realista Caperucita,
“para entenderla mejor”. No debemos olvidar que Borges
catalogó la teología y digamos que por extensión también la filosofía
misma como pertenecientes a la literatura fantástica. En la misma línea,
Paul Valéry —un poeta racionalista donde los haya— escribió en su Pequeña carta sobre los mitos:
“¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de lo que no existe? Poca cosa, y
nuestros espíritus desocupados languidecerían si las fábulas, los
malentendidos, las abstracciones, las creencias y los monstruos, las
hipótesis y los pretendidos problemas de la metafísica no poblasen de
imágenes sin objeto nuestras profundidades y nuestras tinieblas
naturales”.
Desde luego es cuestión de carácter, como casi todo lo que respecta a
gustos literarios. Entre quienes admiten el placer de la ficción, que
ya es fantástico de por sí, los hay que solo son realmente capaces de
disfrutarlo si refleja con esforzado parecido el orden desordenado con
el que suelen convivir: la vecina del tercero izquierda, esposa
insatisfecha que busca consolarse con el hijo del portero, quien a su
vez padece maltrato laboral en una empresa dirigida por un capitalista
beneficiado por la guerra civil, que a su vez… Todo muy interesante para
quien se interese por ello. Pero existen caracteres diferentes, reacios
a la función del espejo o nostálgicos de atravesarlo para ver qué hay
al otro lado, que nos identificamos con lo que dijo de sí mismo el gran Herbert George Wells:
“Quizá soy persona de excepcional condición. No sé hasta qué punto
experimentan otros hombres lo que yo. A veces padezco extraños
alejamientos de mí mismo y de lo que me rodea. Me parece que observo lo
exterior desde parajes muy remotos, fuera del tiempo, del espacio, de la
vida y de la tragedia de las cosas”. Para esos paladares está hecha la
literatura fantástica, aunque a través de ella volvamos siempre a recaer
en la vida y la tragedia (o comedia) de las cosas.
"Acudimos a lo fantástico no para huir de la realidad sino para ponerla mejor a nuestro alcance, para entenderla mejor"
Basada en la maravilla o el estremecimiento sobrecogedor, los tiempos
no son propicios al género a pesar de la sobreabundancia casi
industrial de artefactos literarios que pretenden pertenecer a él.
Cuando cualquiera de nosotros, por ramplona que sea su imaginación,
lleva ahora en el bolsillo un objeto prodigioso del tamaño de un paquete
de cigarrillos que permite comunicarse con cualquier parte del mundo,
enviar sonidos e imágenes, tomar fotografías, ver películas o
acontecimientos deportivos, consultar archivos y bibliotecas, orientarse
en ciudades desconocidas, recibir noticias, solicitar ayuda si se está
en peligro, buscar novia o jugar al póquer, además de mil cosas más,
creer en la magia se ha vuelto difícil por saturación. Nos hemos
familiarizado con lo milagroso, cuya esencia consiste precisamente en
romper con lo explicable y familiar. Las profecías innovadoras de Jules Verne
o el propio H. G. Wells no nos transportan ya imaginativamente hacia el
futuro sino que ahora tienen el encanto nostálgico de aquellos tiempos
en que lo supuestamente imposible era todavía imposible de verdad y no
una rama de las ofertas otoño/invierno de los grandes almacenes. Tal
como decía el viejo chiste que le habría ocurrido de haber vivido en
España o México, Franz Kafka
se ha vuelto ya en todas partes un escritor costumbrista… Sin embargo,
el encanto literario de lo fantástico sobrevive a su cumplimiento
tecnológico: aunque hoy ya el submarino sea un vehículo tan prosaico
como el autobús, el Nautilus sigue siendo el libertario enigma de los mares…
Para los aficionados al género que no nos resignamos a la manufactura
idiotizadora de subproductos con elfos, dragones, conspiraciones de
sectas que aspiran a dominar el mundo (¡vaya cosa!), etcétera, están
nuestras editoriales de referencia. Por ejemplo Valdemar,
en cuyas colecciones se encuentran en ediciones excelentes los mejores
clásicos de nuestra afición. La última joya que han publicado es Noctuario del sombrío y espléndido Thomas Ligotti, algunos de cuyos relatos podría haberlos firmado un Edgar A. Poe
redivivo sin enrojecer. O La Biblioteca del Laberinto, animada por el
indomable Paco Arellano, gracias a la cual vamos conociendo todo lo
escrito por ese narrador puro que fue Robert E. Howard, pero cuyo
catálogo entero es puro tocino literario de cielo borrascoso: Edmond
Hamilton, Henry Kuttner, Edgar Rice Borroughs, etcétera. Y además
publica Delirio, la mejor y más erudita revista de ciencia
ficción y fantasía de nuestro país que ya va, lo crean o no, por su
entrega número 11. También contamos con la editorial Alamut, que entre otras obras más recientes de ficción científica nos ofrece lo indispensable de Arthur C. Clarke, Isaac Asimov
o de Orson Scott Card. Claro que hay que permanecer alertas, porque a
veces una editorial no identificada con el género nos brinda algo que no
debemos perdernos: por ejemplo, Anagrama acaba de publicar Wild Thing, de Josh Bazell, una divertida sátira con monstruo del lago, pero también con sexo, narcotráfico y mil sobresaltos humorísticos más.
"Creer en la magia se ha vuelto difícil por saturación, pero el encanto literario de la fantasía sobrevive a su cumplimiento tecnológico"
Por lo general, la literatura española suele acostarse más del lado
del realismo que del rincón fantástico y eso se nota sobre todo cuando
los autores de recursos más modestos se empeñan en fabricar thrillers
esotéricos y seudohistóricos al modo de las sagas más vendidas del
mundo anglosajón. Pero eso no quiere decir que carezcamos de buenos
ejemplos también en el terreno de lo imaginario, empezando por las Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer. En su ilustre traza, ciertos autores reputados en otros campos han hecho excelentes incursiones en lo fantástico, como Ana María Matute, con su Olvidado Rey Gudú que haríamos mal en olvidar, José María Merino o Javier Marías (quien no solo ha escrito buenos cuentos de fantasmas sino que es un excelente connaisseur de ese mundo, el otro mundo). También Juan Benet ha firmado narraciones espectrales de gran originalidad, y Vicente Molina Foix ha acuñado leyendas urbanas intensas e irónicas, lo mismo que Antonio Muñoz Molina, quien es autor de una de las novelas de fantasmas (o novela breve con fantasma) mejores que conozco: Carlota Fainberg.
Pero sobre todo hay escritores que se han especializado con bravura en los géneros de la fantasía, como la estupenda Pilar Pedraza, delicada, morbosa, inventiva y cruel, o José María Latorre,
fiel al estilo clásico de los relatos terroríficos. En los dominios de
la ciencia ficción, el gran veterano español del género es Gabriel
Bermúdez Castillo, del que La Biblioteca del Laberinto ha publicado la space-opera Espíritus de Marte y los cuentos reunidos en El mundo de Hókum. También tiene ya una larga trayectoria César Mallorquí, cuya última novela —La isla de Bowen,
Premio Edebé de Literatura Juvenil 2012— reúne el encanto algo antañón
del relato tradicional de aventuras con un argumento de alcance
extraterrestre. Aunque varía de un género a otro con versatilidad casi
estresante, siempre he seguido con interés al intensamente imaginativo León Arsenal (¡qué buen seudónimo!) desde que en 2004 formé parte del jurado que le concedió el Premio Minotauro por Máscaras de matar.
Una declaración de fe: estoy seguro de que hay muchos más, jóvenes y
nuevos, que yo no conozco a causa de ser más dado a releer que a leer,
por la culpa combinada del hedonismo que no se arriesga y la vejez que
tampoco. Pero ahora lo confieso, como don Quijote en la playa fatal bajo
la lanza del conjurado, “porque no es bien que mi flaqueza defraude
esta verdad”.
Cuando estaba escribiendo estas líneas, murió Ray Harryhausen,
el mago paciente e ingenuo de los únicos efectos especiales
cinematográficos que jamás olvidaré. Sobrevivió solo poco más de un año a
Ray Bradbury,
su compañero de instituto y amigo de toda la vida. A ambos les debo
tantos momentos felices que renuncio a decirlo con palabras. En una
entrevista al alimón, Harryhausen hablaba de su adolescencia con el otro
Ray, rememoraba la fecha lejana en que se conocieron y empezaron a
compartir gustos —dinosaurios, platillos volantes…— y concluía: “Desde
entonces, hemos crecido juntos”. Bradbury le corrigió: “No, nos hemos
criado juntos, pero no hemos crecido”. Soy uno de los muchos que hoy les
recuerdan a ambos con gratitud, porque nos hemos criado con ellos, pero
afortunadamente —¡Dios no lo permita!— sin crecer jamás.
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