El suicidio de Andrés Caicedo, en 1977, de algún modo, impulsó su literatura. ¿Hasta dónde sabría él mismo lo que pasaría?
Andrés Caicedo, autor de Qué viva la música./elespectador.com |
En octubre de 1975, el escritor Andrés Caicedo le envió una carta al crítico de cine Miguel Marías.
Desde siempre, Caicedo había mostrado cierta admiración por su trabajo y
se había relacionado con él, como con muchos otros críticos, a través
de misivas. Caicedo, por entonces, sólo había publicado un relato
titulado El Atravesado luego de que su madre pagara la
publicación. Era reconocido como parte de un grupo de intelectuales
jóvenes de Cali, donde pasó su vida; desde allí, se había lanzado a ver
cine, a realizar montajes de teatro y crear una obra que hasta hoy lo ha
convertido en uno de los símbolos de la literatura urbana en Colombia.
En ese ambiente, pues, Caicedo escribió a Marías. Sus palabras fueron
estas: “(…) estimulado por tu ejemplo es que renuevo el género
epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo
mejor que he escrito”.
Más allá de cierto aire arrogante en sus
palabras, Caicedo parece consciente, en esas dos líneas, de que su obra
tendrá un impacto póstumo. Tenía la costumbre de organizar su archivo
fecha a fecha y hacía copias de cada carta, que luego archivaba en una
carpeta. En esas dos líneas, Caicedo parece saber que lo suyo no es el
presente, sino el futuro, en donde sus palabras se verán impresas con el
respeto que merecen. Y se puede pensar algo más allá: que todo lo que
escribía, incluso lo más íntimo —sus cartas—, era parte de esa magnánima
obra que era su vida, que comenzó en 1951. Hijo de Carlos Alberto Caicedo y Nellie Estela,
Andrés Caicedo principió a escribir relatos desde muy niño. Su leyenda
reza que a los 13 años ya había escrito un cuento, titulado El silencio, y que a los 15 ya había escrito otro cuento y una obra de teatro. Sandro Romero Rey escribió, para la exposición “Andrés Caicedo: Morir y dejar obra”,
un texto en el que recuerda esa etapa: “Entre 1966 y 1972 Andrés
escribió obras para la escena desencantadas e iconoclastas, las cuales
él mismo montó primero en su colegio (…)”. Caicedo era, pues, un niño de
dieciséis años con el poder de construir obras teatrales en los mismos
términos que las de Eugène Ionesco.
En ese
momento —quizá lo sabía, quizá no— le quedaban nueve años de vida. Pero
eso también hace parte de su leyenda, que lo muestra como un escritor
dado al caos, que escuchaba a The Rolling Stones y
gustaba de las drogas y el cine. Dicen también que era un genio, pero
que nadie se había dado cuenta. Parte de ese genio fue construyéndose en
su última década, cuando realizó más proyectos y llenó más páginas.
Visto desde ahora, Caicedo escribió con la velocidad frenética de quien
ya sabe cuándo morirá. Eso es parte de su leyenda, por supuesto.
Fueron esos años cuando dirigió obras del mentado Ionesco —entre ellas La cantante calva—, ingresó como actor al Teatro Experimental de Cali —de donde salió, al parecer, porque su tartamudez le impedía actuar—, hizo parte del grupo Los Dialogantes —junto a Luis Ospina, Carlos Mayolo y Sandro Romero—
y escribió una serie de relatos que serían publicados luego de su
muerte, como la mayoría de su obra. Ya a los 18 escribía críticas
cinematográficas en El País de Cali. En 1970 ganó el Primer Concurso Literario de Cuento de Caracas con Los dientes de Caperucita y
el de la Universidad del Valle con Berenice, quizá uno de sus relatos
más conocidos. ¿Era fácil volverse loco a ese ritmo, cuando apenas se
entraba a la edad adulta? “Yo no estoy loco —le escribió Caicedo en una
carta a Luis Ospina en septiembre de 1971—. Yo duermo
normalmente, jamás he intentado acto grave contra la normalidad, yo pago
en pesos colombianos cuando se debe pagar, yo espero pacientemente,
estudio, me olvido, aprendo”.
La leyenda de Caicedo se delineaba
por entonces: sus cuentos, su afición al cine y la favorable crítica de
sus más cercanos lo ayudaron a ascender. Pero todavía no había llegado
al tope. “Andrés fue un adelantado, sí, pero también un tipo fuera de
foco, desincronizado, limítrofe —dice el escritor Alberto Fuguet en la introducción de Qué viva la música,
la única novela que Caicedo publicó en vida—. Caicedo no bailaba salsa;
quería, pero no podía. Caicedo no hablaba, escribía. Todo el día: y tal
como hoy hay gente que no concibe su día sin postear, Caicedo se
escribía constantemente a sí mismo”.
Tres años antes de su muerte,
sale a las calles el primer número de la revista Ojo al cine, quizá una
de las primeras publicaciones especializadas en ese arte en el país,
que seguía el ejemplo de suplementos estadounidenses y españoles. Por
esos años viaja a Hollywood, ve cine en Estados Unidos, se empapa un
poco de esa industria luego de fracasar cuando busca pasar dos de sus
guiones a un director de ese país. Y el tiempo se iba reduciendo y, dice
la leyenda, él lo sabía. Para sustentar esa afirmación, todos dicen que
Caicedo dijo que vivir más allá de los 25 años era vergonzoso, sin
saber dónde lo dijo, si fue en la carta que estaba en su máquina de
escribir el día que murió o en una de sus obras. Pero es parte de su
leyenda, de su imagen, que en los últimos años ha tomado un aura mucho
mayor que la de un simple escritor juvenil.
En 1976, salieron los números tres, cuatro y cinco de Ojo al cine
y Caicedo, imbuido en su actividad frenética, continuó escribiendo. En
marzo del año siguiente, luego de una discusión con Patricia, su novia,
aunque al parecer no por causa de ella, Andrés Caicedo
se tomó un número considerable de pastillas de Seconal y murió. De allí
en adelante, el trabajo de esculcar sus archivos recayó sobre su familia
y algunos amigos, entre ellos Luis Ospina y Sandro Romero Rey,
que todavía hoy lo recuerda en innumerables textos. De allí en adelante
ocurrieron las traducciones, las lecturas en Estados Unidos y su
ineludible puesto en la literatura colombiana, que combina su imagen
caótica con la de un ángel joven, un niño precozmente maduro, un genio a
la sombra, un homosexual reprimido, un mártir de la literatura, aquel
que fue fiel a su consigna de morir antes de los 25, aquel que sabía,
desde siempre, cuándo moriría.
“Andrés tenía claro qué había sucedido con Jim Morrison, con Janis Joplin —escribe Fuguet—. Sabía que James Dean
ya estaba muerto para el estreno de Rebelde sin causa. Es imposible
analizar o tratar de entender un suicidio (…) No tengo una respuesta. Lo
que, claro, aumenta el misterio, enciende el morbo. Pero una cosa está
clara: más allá del tremendo dolor, la inmensa sensación de soledad y de
estar a la deriva, Caicedo siempre tuvo claro que su fama y su conexión
con los lectores sería después. Quería dejar obra. Intentó matarse
varias veces. No era un autor que quería hacer una carrera; era un autor
díscolo, nuevo, en ciernes, que no deseaba madurar o crecer o
envejecer, pero que sí quería dejar obra. Y la dejó”.
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