En este mes se cumplen cien años del nacimiento de Nicolas Gómez Dávila que, encerrado en su biblioteca, erigió un pensamiento que sigue siendo actual
Nicolás Gómez Dávila nació el 18 de mayo de 1913 y falleció el 17 de mayo de 1994. / elespectador.com |
Nadie entiende qué hicimos para merecerlo. ¿Cuántas estrellas se
alinearon para que Nicolás Gómez Dávila naciera en Bogotá hace un siglo?
La pregunta no sólo es difícil, sino posiblemente estúpida y en
cualquier caso inútil. Tal vez por eso no se molestan en responderla ni
los europeos que admitieron a don Nicolás como uno de los suyos, ni sus
compatriotas que lo leemos con asombro. Franco Volpi afirma que salió de
la nada y Mario Laserna dice que nos lo envió Dios.
Me quedo con
la tesis de Laserna. Nicolás Gómez es un ángel que un día despertó
encarnado en bogotano de rancia estirpe y que pasó ochenta y un años
descielado, sin adaptarse a una mediocre realidad terrenal que a veces
lo asqueaba y otras lo divertía. Don Nicolás era un marciano, un tipo
rarísimo que se preocupó más por la coherencia que por la originalidad y
que no quiso divulgar su obra porque tenía claro que era un escritor de
minorías. Alguien con el que cuesta identificarnos, porque los
colombianos aceptamos con más facilidad a Fernando González o a
Estanislao Zuleta, gente de la tierrita que nos habla con acento
provinciano. En cambio, reconocernos en este cachaco arrogante es
difícil y, a pesar de que sus frases contundentes nos deslumbran, a
veces nos queda la impresión de estar leyendo a Nietzsche o a Cioran. Lo
que no sólo es injusto, sino tonto, porque el parentesco de Nicolás
Gómez con este par de ateos desesperados es sólo estilístico. Su mensaje
es muy diferente.
En la última página de sus Notas —el primer
libro que publicó—, don Nicolás se encarga de despejar dudas. “El Dios
del ateo es el Dios que no interviene en el mundo, el que entrega el
hombre a sí mismo, el que lo abandona a su destino. El ateo es el hombre
abandonado, sometido a la omnipotencia helada y ciega de las cosas. Es
el adorador de un Dios implacable, terrible, inexorable”. En estas
condiciones, por muy cortas que sean las frases de Nicolás Gómez y por
mucho que brillen con una inteligencia feroz que nos deja sin aliento,
no hay en él nada de Nietzsche o Cioran, poco de asesino de Dios y
todavía menos de elogio al suicidio. Y sí hay mucho de esperanza
religiosa, de seguridad en que la fe no es algo que tenemos o no
tenemos, sino algo que nos posee.
Conciliar esta perspectiva,
católica y compasiva, con la realidad de una iglesia que, “tratando de
abrir sus brazos, terminó abriéndose de piernas”, lo condujo a
encerrarse en su biblioteca. Lo entendemos. Señor de su insurrección
solitaria, don Nicolás asumió su destino de reaccionario rebelde con
rigor. Negó la historia y le volvió la espalda a su tiempo. Y sin
embargo, logró ser asombrosamente contemporáneo. Reflejó su siglo sin
traicionarse y se ganó un lugar en nuestra memoria. Cuando estemos
barriendo las cenizas de lo que dejará el calentamiento global,
tropezaremos con sus Escolios y descubriremos sin sorpresa lo difícil
que es echarlos a la basura.
El punto de partida de don Nicolás es
simple, aunque cero tonto: el Universo es un sistema de limitaciones
recíprocas, en donde el objeto se construye como una tensión de
conflictos. En estas condiciones, la realidad cotidiana es ordenada por
la violencia. Desde el punto de vista burgués, se trata de una tesis
conservadora que niega el progreso y nos condena a una guerra perpetua. Y
desde el punto de vista marxista, es una visión retardataria, que se
opone a la ilusión de un futuro paraíso de fraternidad. Disparándoles a
ambos bandos, llevando la contraria a las ideologías que se disputaron
el poder mundial en el siglo pasado, don Nicolás afirma que la sociedad
no tiene arreglo porque es fatalmente imperfecta. Para ponerlo en sus
palabras, que siempre serán más sabias: “Oscilando entre la decepción y
la quimera, el acto humano no tiene plenitud. La condición del hombre es
el fracaso”.
¿Cómo la ven? Tremenda, ¿no es cierto? Si ser hombre
es no lograr, jamás estaremos satisfechos y de nada sirven los puñados
de bienestar material que el capitalismo o el socialismo nos tiran a los
ojos. No hay progreso; y al desaparecer esta idea tranquilizadora
estamos abocados a la desesperación. Sin embargo, este no fue el caso de
don Nicolás, que encontró fuerzas para resistir encerrado en su
biblioteca. “A los hombres que destruyen impelidos por el ciego afán de
crear, otros hombres oponen la compasión y el desprecio de un pesimismo
viril. Estos son los hombres cuya conciencia acepta la condición humana,
y que acatan, orgullosos y duros, las innaturales exigencias de la
vida. Estos hombres entienden que la enfermedad de la condición humana
es la condición humana misma”.
Como quien dice: de esta debacle
sólo se salva una aristocracia inteligente, que asume la elaboración de
ideas como un acto sensual. Pero llevan del bulto los brutos, la Iglesia
católica, las otras sectas cristianas y el sistema democrático. Los
derechos del hombre son una falacia inventada para manipular a los
inferiores. La democracia es una religión que asume al hombre como Dios.
Este individualismo alocado desemboca en la falsa convicción de que
somos iguales. Pero este sueño de fraternidad es una hipocresía. Somos
menos iguales de lo que decimos, aunque más de lo que pensamos.
Don
Nicolás debía ser muy consciente de la impopularidad de sus
observaciones. Pero como no estaba buscando lectores, ni feligreses, ni
votantes, le importaba un carajo. Sólo le interesaba ser fiel a sí mismo
y siguió adelante con sus Escolios demoliendo el templo que la
modernidad edificó para adorar al dinero. “El dinero es el único valor
que el demócrata acata, porque su adquisición es asignable al esfuerzo
humano. El culto del trabajo, con el que el hombre se adula a sí mismo,
es el motor de la economía capitalista; y el desdén de la riqueza
hereditaria, de la autoridad tradicional de un nombre, de los dones
gratuitos de la inteligencia o la belleza, expresa el puritanismo que
condena lo que el esfuerzo del hombre no otorga”.
En pocas
palabras: trabajar es papaya, los esclavos llevan miles de años
haciéndolo. Conseguir plata es más complicado, pero también se le hace;
basta con ejercer violencia en el momento preciso. Pero traten de ser
nobles, inteligentes, talentosos o bonitos y terminarán entendiendo. Hay
cosas que no se coronan con la voluntad, cosas que se ríen del empeño. Y
esas son las que valen, porque no están al alcance de cualquiera.
Podríamos
seguir adelante, porque don Nicolás escribió escolios de sobra. Pero
esto ya va para largo y mejor lo cerramos con una frase de García
Márquez que alguna vez admitió con gallardía y buen humor: “Si no fuera
comunista pensaría en todo y para todo como él”. De la que se salvó Gabo
al ser comunista, porque en el retorcido mundo de nuestro ángel
reaccionario tener razón en contra de la mayoría es un argumento de más
para fracasar. ¿Se imaginan a Cien años de soledad escrita bajo los
imperativos del “pesimismo viril” de don Nicolás? No hubiera vendido un
solo libro y no tendríamos Premio Nobel.
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