29.5.13

Elogio de Ana Roda

Tras cinco años al frente de la Biblioteca Nacional y de todas las bibliotecas públicas del país, Ana Roda presenta su renuncia. Esta ha sido su gestión

Ana Roda logró en cinco años poner al día el archivo bibliográfico nacional y una contínua digitalización./revistaarcadia.com

Ana Roda parece una persona arisca. Su timbre de voz es grave y sus frases siempre son breves y despojadas de adornos. Con la medida justa de cortesía, se negó a conceder una entrevista a este medio, que buscaba conocer las razones de su sorpresiva renuncia al cargo de directora de la Biblioteca Nacional. En escasos diez minutos de conversación telefónica, adujo cansancio y dijo que la tarea estaba hecha. Solo durante un minuto logró su voz algo parecido al énfasis: cuando elogió la labor de la Ministra de Cultura: “Fue la Ministra la que logró salvar la plata para las bibliotecas. Le volvieron a meter un mico en la reforma tributaria, y Mariana Garcés prácticamente se fue a vivir al Congreso y la salvó”.
Roda se refiere a los treinta y cinco mil millones de pesos que tendrá, por fin, este año, el Ministerio de Cultura, vía la Biblioteca Nacional, para dotar las bibliotecas públicas del país.
Es una fortuna, y más aún si se compara con los 7.500 millones que ha tenido anualmente la Biblioteca estos últimos tiempos para inversión en una red de bibliotecas públicas que se extiende por todo el país, más la gestión de la Biblioteca Nacional, ese sobrio edificio en la calle 26 con carrera quinta que cuida la memoria de la historia de Colombia. Y de esa plata, más de un tercio se va en salarios, dado que la nómina del Estado está congelada y las responsabilidades de la Biblioteca Nacional han aumentado dramáticamente.
Pero vamos por partes. O más bien, comencemos por el principio.
Cuando uno le pide a un taxista en Bogotá que lo lleve a la Biblioteca Nacional, siempre duda. ¿La que está en La Candelaria, pregunta. No, esa es la Luis Ángel Arango, la biblioteca del Banco de la República. El Banco ha tenido a lo largo de su historia una generosísima y decidida política cultural, superando con creces durante muchos años el presupuesto destinado por el Estado a Colcultura, la institución que antecedió al Ministerio de Cultura en el país.
La Biblioteca Nacional, en cambio, es una institución de antiguo abolengo, con el encanto y el lastre de otro tiempo, que el público general conoce poco y mal. Es un área del Ministerio de Cultura, al igual que la Orquesta Sinfónica o el Teatro Colón o el Museo Nacional. Su misión exclusiva ha sido, hasta relativamente poco tiempo, la preservación, catalogación y puesta al acceso público del patrimonio bibliográfico colombiano. Un asunto que de por sí ya es una tarea enorme, pero que es del interés de historiadores e investigadores, y poco tiene que ver con la vida cotidiana de un ciudadano que no vive en el mundo de la academia.
Pero desde 1997 la Biblioteca recibió un encargo mayúsculo: ser la cabeza de todas las bibliotecas públicas del país y dictar sus políticas, lo que en los últimos diez años se materializó en el Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas.
El mandato de este Plan ha logrado que todos los municipios del país tengan una biblioteca pública, y que también los resguardos indígenas y comunidades afro, así como algunos corregimientos, sean incluidos. La cifra final es poderosa: la Biblioteca es la cabeza de 1.406 bibliotecas en todo el país.
La tarea de construirlas, dotarlas y formar bibliotecarios es gigantesca. Cuando Ana Roda llegó a la Biblioteca Nacional, hace algo más de cinco años, el Plan, por supuesto, ya estaba en marcha. Dos años después de su llegada, hacia el final del gobierno Uribe, cuando 935 bibliotecas estaban ya funcionando con una dotación de 2.500 libros pensada para cada región, la tarea se dio por terminada.
El gobierno de Japón había participado con generosidad –nunca suficientemente reconocida por los medios– en la construcción de muchas de ellas. Se habían enviado casi dos millones de libros a las regiones. Y hasta allí llegaba la cosa. Punto. Se logró. Incluso le quitaron recursos por tres mil millones a la Biblioteca, para desconcierto de Roda, porque la tarea se daba por terminada. Era hora de archivar el Plan y festejar.
Ana Roda no festejó. Y en noviembre del 2009 lanzó una segunda parte del Plan, que bautizó Bibliotecas Vivas. ¿Cuál era su mensaje? Ninguna biblioteca que merezca su nombre vive con los mismos 2.500 libritos. ¿Qué pasa con los libros que se publican cada año? ¿Un libro como El olvido que seremos, de Abad Faciolince, por ejemplo, que conmovió profundamente a cientos de miles de lectores, no debería estar en las bibliotecas de los municipios?
De sobra es sabido que a muchos alcaldes poco les importa que la biblioteca de su municipio funcione. En un país cuyos municipios no logran ni garantizar una red de acueducto, las bibliotecas estaban destinadas a podrirse bajo el eterno bochorno de Macondo. Y una vez más, el país tendría que repetir su historia: ver esfuerzos enormes desintegrarse por falta de continuidad. Como los restos de los rieles de tren que aún se ven en medio del campo. Cien años de soledad.
El vía crucis de la plata
La meta de la segunda parte del Plan era doble: garantizar la plata para seguir dotándolas y formar bibliotecarios, continuar la construcción de bibliotecas en corregimientos alejados de las cabeceras municipales, y lo más ambicioso de todo: crear una Ley que le diera soporte a una política nacional. Para qué mantener esos edificios –es un decir– funcionando fuera una política pública. Amarrar su vida a los presupuestos de la nación. Convertir su supervivencia en un deber del Estado.
Roda buscó a Gonzalo Castellanos para que redactara la Ley. Y tras los ires y venires de la cosa pública, el 15 de enero del 2010, la Ley 1379 de Bibliotecas Públicas fue aprobada por el Congreso.
¿Qué garantiza esa Ley? Que en materia de bibliotecas el interés público prime sobre el particular. Las bibliotecas ahora son consideradas inversión social y su presupuesto no puede disminuir de un año a otro. Es decir, las bibliotecas deben tener asignaciones que no pueden variar al antojo de un alcalde ni de un Gobierno. La Ley ordena que un porcentaje fijo del IVA a telefonía celular se destine a ellas, así como de la estampilla Procultura. Y como la biblioteca es un servicio público, debe atender a los ciudadanos con horarios fijos. Es decir, cualquier persona puede entablar una demanda si no está satisfecha con el funcionamiento de su biblioteca. Y sus servicios básicos son gratuitos. Todos los ciudadanos tienen derecho a pedir prestado un libro y llevárselo a su casa.

Cualquiera pensaría que ahora sí era hora de celebrar. Pero no. La pelea apenas comenzaba. Una pelea que poquísimos intelectuales se atreverían a dar por lo que podríamos bautizar como una “inadecuada disposición del espíritu”. Y Ana Roda es eso: lectora empedernida, editora, hija de un artista y de una escritora y pedagoga; una intelectual que supo moverse en los vericuetos del paquidérmico Estado colombiano.
Parecería natural asumir que cuando el destino de un dinero público queda establecido por una Ley, la batalla está ganada. Pero es que uno no es político. Ni congresista. En menos de lo que canta un gallo, apareció el primer mico. (Roda, que no era experta en asuntos de veterinaria política, aprendió). No habían pasado ni cuatro meses desde la aprobación de la Ley, a pocos días del final del gobierno Uribe, cuando Roda amaneció con la noticia de que la reforma tributaria de la Salud (sí, ¡de la salud!) le acababa de quitar la plata de las bibliotecas. Se la habían dado al deporte. Castellanos demandó ante la Corte Constitucional. La Corte aceptó la demanda y varios meses más tarde, ya entrado el 2012, tumbó el mico. ¿Todo bien? Qué va. Otra vez: apenas dos meses más tarde, ya había otro proyecto de ley –esta vez del representante Pablo Sierra– para quitarles la plata. Ana Roda se educó en el extraño arte de hacer lobby político. Y luego, otra vez: en la reforma tributaria. Y es a esa trasnochada de la ministra Garcés a la que alude Ana Roda cuando finalmente, una vez más, se logró poner a salvo los recursos.
Todo esto suena muy aburrido. Leyes, micos, platas del IVA, el Congreso… Resulta más efectiva la imagen emocional, que al fin y al cabo es su directa consecuencia: imagine usted una niña de seis años en Mapiripán, en Caloto, o en Lorica, leyendo. O prestándole atención a un promotor de lectura que le cuenta en voz alta un cuento de hadas. O una canción infantil. Imagine usted un adolescente leyendo los preciosos libros de la nueva camada de ilustradores y dibujantes del país. Libros para ellos y no para intelectuales. En el país del desamparo, el país rural y pobre y aquejado de tantas soledades, eso es algo importante. Y sobre todo en un país cuyo centro es a veces tan ignorante que se niega a aceptar que un hombre o una mujer que vivan en el campo puedan querer tener en sus manos un objeto distinto a un azadón o un fusil. ¿Quiénes son los bárbaros?
La casa
Pero esto no es ni la mínima parte de lo que Roda ha logrado en estos cinco años. Hace un año y medio también echó a andar otro proyecto igual de grande: el de dotación y uso de las nuevas tecnologías en esas bibliotecas. Consiguió 3.2 millones de dólares de la Fundación Bill y Melinda Gates para comenzar. Con estos recursos, el apoyo de MinCultura y MinTIC, se espera modernizar la red de bibliotecas públicas en un plazo máximo de tres años.
Por si fuera poco, la Biblioteca misma tiene un plan de digitalización monumental. Como parte de un plan estratégico diseñado a diez años para que todo el acervo bibliográfico de la Biblioteca esté en la Red, y gracias a la donación del gobierno de Corea de unos enormes y poderosos scanners, ya se han digitalizado más de cuatro millones de páginas.
Subir al último piso de la Biblioteca y encontrarse con una remodelación diáfana y con una mujer tan impecable y seria como Sandra Angulo, responsable de la conservación de los libros (estamos hablando de una biblioteca que tiene cerca de dos millones y medio de volúmenes, entre ellos medio centenar de incunables), da gusto. Allí queda el impresionante laboratorio dedicado a la preservación de los libros. Allí se identifican los hongos, se curan las páginas, se reparan los lomos con delicados pinceles y tinturas y misteriosos ungüentos. Un extraño lugar en el que los objetos más antiguos y valiosos que tiene el país conviven con la más sofisticada tecnología de este siglo. Toda la remodelación de este espacio y la creación del laboratorio es obra de Roda. Desde allí se dan cursos virtuales a todas las regiones. Allí también comenzaron proyectos como la digitalización del Archivo Histórico Restrepo, que pondrá al servicio público valiosos documentos históricos que hasta ahora estuvieron en manos privadas. O la Mapoteca Digital que, entre otras cosas, acaba de rescatar de un rincón perdido en la Universidad Nacional, gracias al ojo inteligente de una señora de los tintos, un auténtico tesoro cartográfico: los mapas olvidados de Agustín Codazzi.
Adiós
La administración de Roda ha llevado a cabo su trabajo de manera callada con un equipo de ciento veinte personas. (Por comparar, el Ministerio Público tiene 3.400 empleados). La Biblioteca, que no tiene ni siquiera un cargo de subdirector, ha asumido tanto la dirección del Plan de Lecturas y Bibliotecas como el descomunal reto de la digitalización y de dar inicio a un megaportal de documentos digitales colombianos sin una reforma de su organigrama interno. Ha educado a miles de bibliotecarios del país, aun a sabiendas de que los alcaldes llegan y reparten sus puesticos, y el de bibliotecario es un cargo flotante, y no hay nada que hacer. Es más, la gran ironía es que como los forman tan bien, muchas veces los mismos alcaldes se los llevan a otros cargos. Sostener una política nacional en un ambiente de descentralización, por lo menos en materia de cultura, hace todo diez veces más difícil. Y la labor de Roda ha sido francamente encomiable.
Se retira cuando entra el dinero. Cuando lo que queda es ejecutar. Suele ser en estos momentos cuando aparecen muchos interesados precisamente en eso: en mandar sobre el gasto. El dinero público para invertir en libros da un enorme poder frente al gremio editorial. La cosecha está servida. Roda no está para esas vanaglorias y con una discreta elegancia presenta su renuncia. Somos muchos los que lo lamentamos y nos quitamos el sombrero.

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