Nadie cuestiona la portentosa estatura literaria de Lobo Antunes: es el escritor vivo más importante de Portugal. Eso es lo que piensa la mayoría ahora que Saramago ha muerto. Aunque, la verdad sea dicha, son muchos los que lo pensaban antes también
António Lobo Antunes, escribe por el revés de las palabras./revistaarcadia.com |
Hace algunos años, en un encuentro que tuvo lugar en Burdeos entre
António Lobo Antunes y sus lectores, el portugués dijo: “Cuando escribo
mis libros, es como si encontrara en la calle un botón, y a partir de
ese botón me dedicara a recomponer el abrigo al que perteneció”. Esta
metáfora inductiva sobre el origen del texto resume perfectamente la
obra de uno de los más reconocidos escritores portugueses de la
actualidad, dueño de una extensa producción (veinticuatro novelas y
cuatro libros de crónicas publicados hasta la fecha), traducida a más de
veinte lenguas y galardonada con prestigiosos premios literarios como
el Jerusalén (2004), el Camões (Brasil-Portugal, 2007) o el FIL
(Guadalajara, 2008).
Nacido en Lisboa en 1942, António Lobo Antunes estudió medicina, como su padre, aunque desde niño sabía que lo suyo era escribir. En 1971 presta servicio militar y es enviado a Angola como médico de las Fuerzas Armadas portuguesas que combaten las tropas independentistas. A su regreso a Portugal, casi dos años después, se especializa en psiquiatría, profesión que ejercerá durante varios años en Lisboa, hasta que decide dedicarse exclusivamente a la escritura. Después de haber abandonado oficialmente la práctica psiquiátrica, Antunes continuará siguiendo algunos pacientes, y escribiendo por un tiempo en un despacho del hospital Miguel Bombarda.
Lobo Antunes es considerado hoy en día casi unánimemente el escritor portugués vivo más importante. Candidato recurrente al Nobel de Literatura en los últimos años, hay quien piensa que Antunes merecía la máxima distinción cuando, en 1998, fue otorgada por primera vez a un portugués, su compatriota José Saramago. Más allá de la polémica y de la expectativa sobre si el premio llegará algún día –discusiones, en mi opinión, estériles– no cabe duda de la importancia de su obra en la historia literaria reciente. A falta del hombre tendremos sus libros que, como lo ha recordado él mismo en muchas ocasiones, es lo único que queda de un buen escritor: “Tengo la misma convicción que Ovidio: creo que mis libros no van a morir”, dijo en el 2009.
Las voces de la memoria
Si tuviéramos que reducir la esencia del universo literario de Lobo Antunes a unas pocas palabras, estas serían memoria y voz. La suya es una profundísima inmersión en la caverna de los recuerdos, a partir de los cuales se estructura el discurso. Recuerdos del autor, de sus personajes, y también del lector quien, aferrado al hilo de una narración frenética que transita por un abismo, coloca su propia memoria al servicio de la fragmentación temática y textual. “La verdadera aventura que propongo es aquella que el narrador y el lector emprenden juntos hacia la negrura del inconsciente, hacia la raíz de la naturaleza humana”, podemos leer en una de sus crónicas más reveladoras, “Receta para leerme”.
La voz es, así, el instrumento escogido por Antunes para moldear, con las palabras, la materia informe que son los recuerdos, cuando estos aún no han sido racionalizados por la lógica sucesiva del lenguaje. Estamos frente a una obra que se define por la búsqueda de una voz capaz de contener ese magma de recuerdos, reales o inventados, que abruma al escritor, para quien “las palabras no son más que signos de sentimientos íntimos, y los personajes, las situaciones y la intriga pretextos de superficie que utilizo para llegar al profundo envés del alma”, escribe en “Receta para leerme”. En una reseña de la novela ¿Qué haré cuando todo arde? (2001) publicada en El País en el 2003, el crítico español Ignacio Echevarría toca uno de los aspectos fundamentales de la creación antuniana, cuando afirma que “lo que Lobo Antunes se propone no es tanto reflejar la disolución de la identidad como la dificultad de fundarla allí donde la memoria no consigue alumbrar su propio relato. En esto consistiría el extraño y portentoso arte de novelar de Lobo Antunes: en el empeño de sondear el contenido de la memoria antes de que haya sido narrativamente estructurado”.
A partir de estas dos realidades concurrentes, la producción literaria de Antunes ha ido adquiriendo sustancia y peso a lo largo de los años, a pesar de que la crítica tardó en mostrar interés por sus libros. Hay quienes afirman que su obra posee una singularidad estética tan absoluta que es imposible encontrarle antecesores en la historia de la literatura portuguesa. Sin embargo, en sus líneas se asoman vestigios de Chejov, Proust, Joyce, Conrad, Faulkner y Cortázar, entre muchos otros. Desde sus inicios, la obra de Lobo Antunes presenta una evolución lógica que la ha llevado a sobrepasar los límites del género. El autor varias veces afirmó, haciendo uso de la provocación que lo caracteriza, que nadie escribe como él, o que sus libros han transformado el arte de la novela. Sea como sea, la de Antunes ha sido una constante lucha verbal para lograr que el lenguaje abarque la simultaneidad que su escritura busca reflejar.
Catarsis y sinfonías
En los primeros años, la escritura de Antunes se nutre esencialmente de dos realidades, que el joven médico conoció muy de cerca: la guerra de descolonización de Angola y el universo de los hospitales psiquiátricos, en un país que salía de cuarenta y ocho años de dictadura salazarista. Esas dos realidades constituyen el argumento principal, y a la vez el telón de fondo, de sus primeros libros, principalmente Memoria de elefante, En el culo del mundo (ambos de 1979), Conocimiento del infierno (1981) o Fado alejandrino (1983). Si las primeras novelas contienen una fortísima carga autobiográfica, ello se debe a que Lobo Antunes tuvo que enfrentarse a su propia voz interior para, a modo de catarsis, liberarse de un pasado que lo abruma. Sin embargo, en estas obras están ya sentadas las bases para lo que será el posterior desarrollo de su arte novelesco. A medida que los libros se van acumulando, y que la herida de la guerra va sanando (sin curarse por completo), crece el espacio para que los personajes no sean apenas un reflejo de su creador. Las naves (1988) es un libro que aborda esta progresión temática y estilística desde un ángulo diferente, ya que propone una visión paródica del pasado glorioso de la nación portuguesa. Aquí, las figuras míticas de la historia portuguesa (Camões, Vasco da Gama y demás) son presentados como “retornados”, es decir como aquellos portugueses que tuvieron que regresar de las colonias africanas tras la independencia, y deambulan por las calles de Lisboa, aquejados por una monumental resaca histórica.
Un segundo momento de la obra antuniana está marcado por la irrupción de la polifonía narrativa, uno de los recursos textuales más importantes de este autor. En libros como El orden natural de las cosas (1992), La muerte de Carlos Gardel (1994), Manual de inquisidores (1996) y Esplendor de Portugal (1997), el autor le cede la palabra a varios de sus personajes, que en primera persona van tejiendo la trama. Un argumento constituido por múltiples versiones de un mismo hecho, girando siempre en torno a los mismos temas: la familia, la dictadura, el pasado colonial portugués, la desilusión tras la restauración democrática, las relaciones amorosas que nutren la existencia de los individuos. Los discursos de sus personajes suenan como instrumentos de una sinfonía cuya armonía se revela en la lectura.
En estas obras polifónicas (las más logradas hasta ahora), el creador, como un director de orquesta, dirige el conjunto de voces que él mismo ha imaginado. A estas alturas, Lobo Antunes hace explícito su deseo de alcanzar la obra total, de “poner la vida entera entre las cubiertas de un libro”. En António 56½, una elocuente crónica autobiográfica de esa época, podemos leer: “A los veinte años creía que el tiempo le resolvía los problemas: a los cincuenta se daba cuenta de que el tiempo se había vuelto el problema. Apostó todo en el acto de escribir, sirviéndose de cada novela para corregir la anterior en busca del libro que no corregiría nunca, con tanta intensidad que no lograba acordarse de los acontecimientos que habían tenido lugar mientras los producía”.
Tras varias novelas sinfónicas publicadas, la escritura antuniana sufrirá un nuevo giro que, aunque podría parecer radical, no es otra cosa que la consecuencia de la fragmentación narrativa y la dispersión temática practicadas durante más de diez años. En esta nueva etapa, los juegos con las voces se mantienen, pero la profusión de narradores desaparece, y el discurso se concentra en una sola consciencia de la que surgen las hablas de otros personajes, como ocurre en No entres tan deprisa en esta noche oscura (2000) o en ¿Qué haré cuando todo arde? (2001). El lector asiste a la implosión del universo novelesco de Lobo Antunes: de la proliferación de narradores, cada uno dotado de una identidad única que converge en la figura del autor, pasamos ahora a la ascensión de una voz narrativa a la vez indivisa y múltiple, que paradójicamente retoma varios aspectos de la materia autobiográfica de sus primeros textos.
En las novelas polifónicas, la individualidad de la voz era uno de los elementos textuales que sobrevivían en medio de una fragmentación temporal desgarradora, lo que nos permite a nosotros, lectores, reconstituir la historia. Por el contrario, este tercer momento ya no está anclado a ninguna de las leyes tradicionales de la novela. Por consiguiente, la propia noción de personaje se diluye en medio de un torrente de variaciones sintácticas y semánticas. “Mario [Vargas Llosa] trabaja con personajes y yo trabajo con voces. No las veo. No las imagino físicamente. En la mayor parte de mis libros no hay descripciones físicas. Conozco escritores que tienen dibujos de los personajes, esquemas, biografías… algo que yo no hago. No sé cómo hacía Balzac en La comedia humana con tantos personajes, o Proust. Yo no los veo. Tampoco los imagino. Creo que son todos yo. Si aparece una voz femenina que habla, creo que es la misma voz”, afirmó recientemente Antunes. En esta nueva configuración, las distintas voces se aglutinan en una única entidad, como si se tratara de las muchas islas de un archipiélago. Es justamente lo que acontece en El archipiélago del insomnio (2003), publicado en el 2010, el último de los libros que dejó Mario Merlino, su traductor de toda la vida, antes de morir.
Frente a esta atomización de la ficción en unidades dispersas que flotan en órbitas propias como si fueran satélites, al lector no le queda otro camino que dejarse llevar por el “sombrío vaivén de olas” que constituye la narración, y leer el libro como se lee un poema: “Las personas tienen que renunciar a su propia llave / la que todos tenemos para abrir la vida, la nuestra y la ajena /
y utilizar la llave que el texto le ofrece” (“Receta para leerme”). Recomendaciones que deberían ser tomadas al pie de la letra por quien se aventura en Ayer no te vi en Babilonia (2006), Mi nombre es legión (2007) o ¿Qué caballos son aquellos que hacen sombra en el mar? (2009), por ejemplo.
El loco y el Lobo
Cuando leemos alguno de los libros de Antunes es como si tuviéramos en nuestras manos un organismo vivo, autónomo y en constante movimiento, que vamos aprendiendo a conocer a medida que la lectura avanza. Ya lo decía el portugués en una entrevista en el 2005: “Al empezar solo existe una pequeña historia, una pequeña intriga, que va avanzando sola y que de pronto cristaliza. (…) Mi libro es un delirio estructurado. No escribes lo que quieres, escribes lo que puedes. De lo que se trata es de poner en palabras lo que por definición no se puede traducir a palabras. Un libro no se hace con ideas, y desconfío de los que dicen que tienen una buena idea para un libro”.
Sobre sus días como interno psiquiatra en un hospital de Lisboa, poco tiempo después de haber regresado de Angola, Lobo Antunes relata una anécdota en una entrevista con María Luisa Blanco, gran amiga suya y entonces editora del suplemento Babelia del diario El País: “Recuerdo de aquella época que la mejor enseñanza la saqué de un loco. Estaba en el jardín del hospital. Se aproximó a mí con su aire misterioso y me dijo: ‘¿Sabe usted? El mundo ha comenzado a ser hecho por detrás…’ Reflexioné sobre la frase fantástica de este loco y pensé: ‘Así es la escritura. Cuando empiezas escribes por delante, hasta que comprendes que tienes que escribir por detrás, por el revés. Fue una frase fantástica’”.
Lobo Antunes ha hecho de la estética del reverso un dogma inquebrantable de su obra. Esta imagen del revés de la escritura no es otra cosa que la formulación poética de la fecunda relación que el autor ha querido establecer entre memoria y voz. En sus libros, el portugués ha modificado el paradigma por medio del cual se aborda la realidad, revelando las costuras interiores de sus personajes y, de paso, las de sus lectores, quienes difícilmente saldrán indemnes de esta experiencia. Ya lo advertía él cuando, en la crónica “Receta para leerme”, comparando la lectura de sus novelas a la vivencia de una enfermedad, reclamaba: “Y, una vez acabado el viaje / y cerrado el libro / convaleced”.
Nacido en Lisboa en 1942, António Lobo Antunes estudió medicina, como su padre, aunque desde niño sabía que lo suyo era escribir. En 1971 presta servicio militar y es enviado a Angola como médico de las Fuerzas Armadas portuguesas que combaten las tropas independentistas. A su regreso a Portugal, casi dos años después, se especializa en psiquiatría, profesión que ejercerá durante varios años en Lisboa, hasta que decide dedicarse exclusivamente a la escritura. Después de haber abandonado oficialmente la práctica psiquiátrica, Antunes continuará siguiendo algunos pacientes, y escribiendo por un tiempo en un despacho del hospital Miguel Bombarda.
Lobo Antunes es considerado hoy en día casi unánimemente el escritor portugués vivo más importante. Candidato recurrente al Nobel de Literatura en los últimos años, hay quien piensa que Antunes merecía la máxima distinción cuando, en 1998, fue otorgada por primera vez a un portugués, su compatriota José Saramago. Más allá de la polémica y de la expectativa sobre si el premio llegará algún día –discusiones, en mi opinión, estériles– no cabe duda de la importancia de su obra en la historia literaria reciente. A falta del hombre tendremos sus libros que, como lo ha recordado él mismo en muchas ocasiones, es lo único que queda de un buen escritor: “Tengo la misma convicción que Ovidio: creo que mis libros no van a morir”, dijo en el 2009.
Las voces de la memoria
Si tuviéramos que reducir la esencia del universo literario de Lobo Antunes a unas pocas palabras, estas serían memoria y voz. La suya es una profundísima inmersión en la caverna de los recuerdos, a partir de los cuales se estructura el discurso. Recuerdos del autor, de sus personajes, y también del lector quien, aferrado al hilo de una narración frenética que transita por un abismo, coloca su propia memoria al servicio de la fragmentación temática y textual. “La verdadera aventura que propongo es aquella que el narrador y el lector emprenden juntos hacia la negrura del inconsciente, hacia la raíz de la naturaleza humana”, podemos leer en una de sus crónicas más reveladoras, “Receta para leerme”.
La voz es, así, el instrumento escogido por Antunes para moldear, con las palabras, la materia informe que son los recuerdos, cuando estos aún no han sido racionalizados por la lógica sucesiva del lenguaje. Estamos frente a una obra que se define por la búsqueda de una voz capaz de contener ese magma de recuerdos, reales o inventados, que abruma al escritor, para quien “las palabras no son más que signos de sentimientos íntimos, y los personajes, las situaciones y la intriga pretextos de superficie que utilizo para llegar al profundo envés del alma”, escribe en “Receta para leerme”. En una reseña de la novela ¿Qué haré cuando todo arde? (2001) publicada en El País en el 2003, el crítico español Ignacio Echevarría toca uno de los aspectos fundamentales de la creación antuniana, cuando afirma que “lo que Lobo Antunes se propone no es tanto reflejar la disolución de la identidad como la dificultad de fundarla allí donde la memoria no consigue alumbrar su propio relato. En esto consistiría el extraño y portentoso arte de novelar de Lobo Antunes: en el empeño de sondear el contenido de la memoria antes de que haya sido narrativamente estructurado”.
A partir de estas dos realidades concurrentes, la producción literaria de Antunes ha ido adquiriendo sustancia y peso a lo largo de los años, a pesar de que la crítica tardó en mostrar interés por sus libros. Hay quienes afirman que su obra posee una singularidad estética tan absoluta que es imposible encontrarle antecesores en la historia de la literatura portuguesa. Sin embargo, en sus líneas se asoman vestigios de Chejov, Proust, Joyce, Conrad, Faulkner y Cortázar, entre muchos otros. Desde sus inicios, la obra de Lobo Antunes presenta una evolución lógica que la ha llevado a sobrepasar los límites del género. El autor varias veces afirmó, haciendo uso de la provocación que lo caracteriza, que nadie escribe como él, o que sus libros han transformado el arte de la novela. Sea como sea, la de Antunes ha sido una constante lucha verbal para lograr que el lenguaje abarque la simultaneidad que su escritura busca reflejar.
Catarsis y sinfonías
En los primeros años, la escritura de Antunes se nutre esencialmente de dos realidades, que el joven médico conoció muy de cerca: la guerra de descolonización de Angola y el universo de los hospitales psiquiátricos, en un país que salía de cuarenta y ocho años de dictadura salazarista. Esas dos realidades constituyen el argumento principal, y a la vez el telón de fondo, de sus primeros libros, principalmente Memoria de elefante, En el culo del mundo (ambos de 1979), Conocimiento del infierno (1981) o Fado alejandrino (1983). Si las primeras novelas contienen una fortísima carga autobiográfica, ello se debe a que Lobo Antunes tuvo que enfrentarse a su propia voz interior para, a modo de catarsis, liberarse de un pasado que lo abruma. Sin embargo, en estas obras están ya sentadas las bases para lo que será el posterior desarrollo de su arte novelesco. A medida que los libros se van acumulando, y que la herida de la guerra va sanando (sin curarse por completo), crece el espacio para que los personajes no sean apenas un reflejo de su creador. Las naves (1988) es un libro que aborda esta progresión temática y estilística desde un ángulo diferente, ya que propone una visión paródica del pasado glorioso de la nación portuguesa. Aquí, las figuras míticas de la historia portuguesa (Camões, Vasco da Gama y demás) son presentados como “retornados”, es decir como aquellos portugueses que tuvieron que regresar de las colonias africanas tras la independencia, y deambulan por las calles de Lisboa, aquejados por una monumental resaca histórica.
Un segundo momento de la obra antuniana está marcado por la irrupción de la polifonía narrativa, uno de los recursos textuales más importantes de este autor. En libros como El orden natural de las cosas (1992), La muerte de Carlos Gardel (1994), Manual de inquisidores (1996) y Esplendor de Portugal (1997), el autor le cede la palabra a varios de sus personajes, que en primera persona van tejiendo la trama. Un argumento constituido por múltiples versiones de un mismo hecho, girando siempre en torno a los mismos temas: la familia, la dictadura, el pasado colonial portugués, la desilusión tras la restauración democrática, las relaciones amorosas que nutren la existencia de los individuos. Los discursos de sus personajes suenan como instrumentos de una sinfonía cuya armonía se revela en la lectura.
En estas obras polifónicas (las más logradas hasta ahora), el creador, como un director de orquesta, dirige el conjunto de voces que él mismo ha imaginado. A estas alturas, Lobo Antunes hace explícito su deseo de alcanzar la obra total, de “poner la vida entera entre las cubiertas de un libro”. En António 56½, una elocuente crónica autobiográfica de esa época, podemos leer: “A los veinte años creía que el tiempo le resolvía los problemas: a los cincuenta se daba cuenta de que el tiempo se había vuelto el problema. Apostó todo en el acto de escribir, sirviéndose de cada novela para corregir la anterior en busca del libro que no corregiría nunca, con tanta intensidad que no lograba acordarse de los acontecimientos que habían tenido lugar mientras los producía”.
Tras varias novelas sinfónicas publicadas, la escritura antuniana sufrirá un nuevo giro que, aunque podría parecer radical, no es otra cosa que la consecuencia de la fragmentación narrativa y la dispersión temática practicadas durante más de diez años. En esta nueva etapa, los juegos con las voces se mantienen, pero la profusión de narradores desaparece, y el discurso se concentra en una sola consciencia de la que surgen las hablas de otros personajes, como ocurre en No entres tan deprisa en esta noche oscura (2000) o en ¿Qué haré cuando todo arde? (2001). El lector asiste a la implosión del universo novelesco de Lobo Antunes: de la proliferación de narradores, cada uno dotado de una identidad única que converge en la figura del autor, pasamos ahora a la ascensión de una voz narrativa a la vez indivisa y múltiple, que paradójicamente retoma varios aspectos de la materia autobiográfica de sus primeros textos.
En las novelas polifónicas, la individualidad de la voz era uno de los elementos textuales que sobrevivían en medio de una fragmentación temporal desgarradora, lo que nos permite a nosotros, lectores, reconstituir la historia. Por el contrario, este tercer momento ya no está anclado a ninguna de las leyes tradicionales de la novela. Por consiguiente, la propia noción de personaje se diluye en medio de un torrente de variaciones sintácticas y semánticas. “Mario [Vargas Llosa] trabaja con personajes y yo trabajo con voces. No las veo. No las imagino físicamente. En la mayor parte de mis libros no hay descripciones físicas. Conozco escritores que tienen dibujos de los personajes, esquemas, biografías… algo que yo no hago. No sé cómo hacía Balzac en La comedia humana con tantos personajes, o Proust. Yo no los veo. Tampoco los imagino. Creo que son todos yo. Si aparece una voz femenina que habla, creo que es la misma voz”, afirmó recientemente Antunes. En esta nueva configuración, las distintas voces se aglutinan en una única entidad, como si se tratara de las muchas islas de un archipiélago. Es justamente lo que acontece en El archipiélago del insomnio (2003), publicado en el 2010, el último de los libros que dejó Mario Merlino, su traductor de toda la vida, antes de morir.
Frente a esta atomización de la ficción en unidades dispersas que flotan en órbitas propias como si fueran satélites, al lector no le queda otro camino que dejarse llevar por el “sombrío vaivén de olas” que constituye la narración, y leer el libro como se lee un poema: “Las personas tienen que renunciar a su propia llave / la que todos tenemos para abrir la vida, la nuestra y la ajena /
y utilizar la llave que el texto le ofrece” (“Receta para leerme”). Recomendaciones que deberían ser tomadas al pie de la letra por quien se aventura en Ayer no te vi en Babilonia (2006), Mi nombre es legión (2007) o ¿Qué caballos son aquellos que hacen sombra en el mar? (2009), por ejemplo.
El loco y el Lobo
Cuando leemos alguno de los libros de Antunes es como si tuviéramos en nuestras manos un organismo vivo, autónomo y en constante movimiento, que vamos aprendiendo a conocer a medida que la lectura avanza. Ya lo decía el portugués en una entrevista en el 2005: “Al empezar solo existe una pequeña historia, una pequeña intriga, que va avanzando sola y que de pronto cristaliza. (…) Mi libro es un delirio estructurado. No escribes lo que quieres, escribes lo que puedes. De lo que se trata es de poner en palabras lo que por definición no se puede traducir a palabras. Un libro no se hace con ideas, y desconfío de los que dicen que tienen una buena idea para un libro”.
Sobre sus días como interno psiquiatra en un hospital de Lisboa, poco tiempo después de haber regresado de Angola, Lobo Antunes relata una anécdota en una entrevista con María Luisa Blanco, gran amiga suya y entonces editora del suplemento Babelia del diario El País: “Recuerdo de aquella época que la mejor enseñanza la saqué de un loco. Estaba en el jardín del hospital. Se aproximó a mí con su aire misterioso y me dijo: ‘¿Sabe usted? El mundo ha comenzado a ser hecho por detrás…’ Reflexioné sobre la frase fantástica de este loco y pensé: ‘Así es la escritura. Cuando empiezas escribes por delante, hasta que comprendes que tienes que escribir por detrás, por el revés. Fue una frase fantástica’”.
Lobo Antunes ha hecho de la estética del reverso un dogma inquebrantable de su obra. Esta imagen del revés de la escritura no es otra cosa que la formulación poética de la fecunda relación que el autor ha querido establecer entre memoria y voz. En sus libros, el portugués ha modificado el paradigma por medio del cual se aborda la realidad, revelando las costuras interiores de sus personajes y, de paso, las de sus lectores, quienes difícilmente saldrán indemnes de esta experiencia. Ya lo advertía él cuando, en la crónica “Receta para leerme”, comparando la lectura de sus novelas a la vivencia de una enfermedad, reclamaba: “Y, una vez acabado el viaje / y cerrado el libro / convaleced”.
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