Vladimir Maiakovski, un hombre que en una época relativamente parecida a la nuestra supo dar el salto de enterrar lo viejo y propulsar la vanguardia hasta que los vientos políticos y su propia incapacidad de transformación dilapidaron su destino. Un tiro en el corazón selló el final de sus días, gloriosos, salvajes y revolucionarios
Una biografía novelada sobre Maiakovski, el Vanguardista del Siglo XX./revistadeletras.net |
En una época de crisis es normal que las
mejores expresiones sean aquellas que desafíen el límite, prescindan
del lamento estéril y se centren en la construcción de lo nuevo a partir
de las enseñanzas de lo antiguo, superable porque ha agotado su
recorrido, pero válido porque es imposible crear nada sin tener claras
las referencias pretéritas.
Quizá por eso me proporcionó notable alegría saber que el novelista jerezano Juan Bonilla se había atrevido a presentar al público español la gigantesca, en el doble sentido del término, figura de Vladimir Maiakovski,
un hombre que en una época relativamente parecida a la nuestra supo dar
el salto de enterrar lo viejo y propulsar la vanguardia hasta que los
vientos políticos y su propia incapacidad de transformación dilapidaron
su destino. Un tiro en el corazón selló el final de sus días, gloriosos,
salvajes y revolucionarios.
Presentar una biografía novelada de uno de los enfants terribles del futurismo ruso, del poeta nacional hasta que Stalin
quebró la importancia de sus versos, excelente poeta y diseñador que
sacudió los cimientos de su tiempo por carisma y arte poliédrico. El
mérito más que notable de Juan Bonilla es haber elegido a un personaje
que no goza de mucha devoción en editorial en España. Servidor leyó y reseñó en su momento América,
editada en 2011 por Gallo Nero. Sin embargo, si alguien quisiera leer
poesías y otras maravillas del georgiano debería consultar una edición
argentina de los años cincuenta, por eso la novela que acaba de publicar
Seix Barral constituye, ante todo, la reivindicación de una figura
necesaria y desconocida porque nuestra cultura suele nutrirse de
elementos fáciles, como resulta fácil perpetuar un discurso, editar sin
riesgo o ceñirse a las convenciones.
Vladimir Maiakovski nace para la
Historia en el instante justo, entre la euforia del principio del siglo
XX y los desastres que llevaron al final del Imperio de los Zares y al
surgimiento de la Unión Soviética. La velocidad se instauró en el
panorama entre tecnologías milagrosas que iban desde el teléfono hasta
el coche. Brotaron los manifiestos y entre ellos, aunque luego tuvo
bronca con su fundador italiano, al joven del traje amarillo le fascinó
el futurista, con toda su peligrosa retórica de quemar museos y
exaltaciones de la modernidad a ultranza. Pese a ello, estas enseñanzas
europeas podían y debían trasladarse al ámbito ruso, y así lo hicieron
unos cuantos locos que, cansados de la rutina de la tradición, agitaron
el cotarro con recitales, giras, bravuconadas y formas inéditas,
bocanadas de aire fresco que no enlazaban con el porvenir.
Maiakovski simboliza ese período como
nadie y Bonilla intenta reflejarlo con su prosa. La trama suscita
atención desde la primera página y es normal, pues la singladura del
poeta de La nube en los pantalones es el clásico relato de auge
y caída que parte de un entusiasmo por la profesión, evoluciona hasta
una cota de poder y se desvanece con una aceleración vertiginosa.
La primera fase recoge la magia de la
pasión, las bofetadas al público y la ilusión de la ruptura, que nunca
abandonó al héroe de Prohibido entrar sin pantalones. La segunda versa sobre su consolidación con el triunfo de Octubre, la colaboración con Trotski
en una relación llena de claroscuros, y el apogeo del noviazgo entre
arte y comunismo de Estado en plena crisis de guerra civil y esperanza
por lo que vendría. La tercera etapa, con la muerte de Lenin
y el ascenso de Stalin a la cúspide, es la de inadaptación y la utopía
de escapar de su propio personaje, incapaz de leer, aunque hay metáforas
de sobra que llenan el contenido de malos presagios, que el viento
bueno ya acariciaba otros rostros con menos talentos y mucha más
mediocridad.
Por supuesto destacan los vaivenes viajeros y la importancia inquebrantable de su ménage à trois con Lilia y Ósip Brik,
abnegado marido y devoto admirador de su rival en la lucha por el
corazón de una mujer demasiado especial, propia de la vorágine en la que
se vieron inmersos todos los prodigios de ese decenio dorado.
Prohibido entrar sin pantalones
no es en absoluto una hagiografía de Maiakovski. Vemos sus luces y
sombras, su inevitable vocación de transmisor lírico y su ego desatado
capaz de delaciones, rabietas infantiles e incomprensiones múltiples,
férreo defensor de sus propuestas, entusiasmado con una especie de
conciencia de ser inmortal con el tormento de la existencia en primer
plano, vivir la vida a latigazos por miedo a pararse a pensar, sucumbir
por inercia, fenecer en el verso porque ha llegado la oscuridad y la luz
ya no se enciende por mucho que se quiera resucitar.
La novela de Juan Bonilla es un reto
mayúsculo, una de esas empresas que debemos agradecer con sonoros
aplausos. El esfuerzo sin embargo adolece de cierta tensión narrativa y
en ocasiones el lector puede sentir que la labor documental ha vencido a
la trama, con un ritmo que decae y al que le cuesta recuperarse, como
si la voluntad de encajar todas las piezas hubiera prevalecido
perjudicando al conjunto que entendemos como artefacto literario, con el
relato algo empequeñecido, si quieren, por el mismo Maiakovski, que en
su inmensidad impide que la fluidez del todo sea natural.
Aún así insistimos en que la propuesta de Prohibido entrar sin pantalones,
surrealista indicación que el bardo vio en Ciudad de México, es de una
valentía considerable y que enlaza con su héroe por esa voluntad de
introducir postulados anómalos en su territorio, perlas de rabiosa
actualidad de alguien que entiende la crisis como un lapso donde se
impone barrer el suelo y darle otro brillo que cancele toda la suciedad
para producir diferencias que traspasen fronteras.
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