La novela nació moribunda o al menos le han diagnosticado desde el comienzo una enfermedad terminal que no acaba de matarla. ¿Morirá finalmente algún día? Mírese el lector al espejo y verá al posible asesino
Toma, lee, novelas./elespectador.com |
Si usted (y gente como usted) un día deja de leer novelas, los ilusos
de siempre dejarán de escribirlas y hasta ahí habrá llegado el afamado
artefacto.
Quizás el nacimiento de la novela nos diga algo sobre
su muerte. La novela nació de un vacío. Nadie contaba de forma verosímil
y escueta aquellas historias, tan comunes en la fantasía, en las que
gente imaginaria se imbrica de manera conflictiva. Vino entonces un
veterano de guerra, manco por más señas, y se puso a perseguir por
escrito la locura laberíntica de un caballero que cada vez lo
desconcertaba más. El largo recuento de esa persecución permitió a otros
entender que era posible acompañar con lentitud y en detalle la vida
inventada. La novela hizo entonces explosión.
Los artefactos del
siglo XXI han conseguido sumirnos en una paradoja que afecta a la
novela, porque lograron acelerar a la gente y convencerla de que no
tiene tiempo libre, pese a que en la cruda realidad es cada vez más el
que tiene, dado que hoy la vida se prolonga y el trabajo se hace de
forma rápida y productiva. ¿Ha visto usted a esas personas que en los
aviones revisan hojas de cálculo como si el mundo se fuera a acabar al
aterrizar? Ellos son los que dicen no tener tiempo libre.
Yo
también, debo confesarlo, soy víctima de estas novedades y leo ahora
menos novelas que antes, sobre todo menos novelas nuevas. Sucede que la
novela carga con el bacalao de su maravilloso pasado. Pudiendo uno leer
las muchas novelas que le faltan de los grandes maestros rusos o los
títulos de Dickens o Balzac que nunca leyó, ¿realmente querrá internarse
en la narración incierta del publicitado novelista que surgió ayer por
la mañana? Sí y no. Este novelista de ayer por la mañana recurre, al
menos en potencia, a una mirada contemporánea y por lo tanto tiene a su
alcance algo que no tiene Tolstoi: puede hablarnos del presente.
El
único fenómeno contemporáneo que se acerca a la novela patentada por
Cervantes es la serie de televisión cerrada. No haré aquí mi lista de
favoritas, aunque cada forofo tiene una, pero estas series permiten
conocer personajes y vidas con una profundidad que hasta ahora uno sólo
asociaba con las novelas de gran aliento. Creo, sin embargo, que las
series que se ven en casa en una pantalla ojalá grande y de buena
definición —guácala la proyección 3D, que cansa más que un kilo de
arequipe— son sobre todo una amenaza para el cine argumental que, en
comparación, se ve superficial e incompleto. Las novelas, en cambio,
siguen viviendo sin problemas en el barrio de al lado.
Cierto sí
es que el ciclo vital de las novelas en las distintas literaturas e
idiomas sigue siendo tan caprichoso como siempre. ¿No hay hoy en español
—o uno no lo conoce— un novelista de 40 años que tenga el potencial que
Gabo tenía a esa edad? Ya vendrá alguien a dejarnos con la boca abierta
pasado mañana y, si demora mucho, el lector podrá explorar la vitalidad
de otras literaturas o, vuelta y juega, la gran literatura del pasado.
El
obituario de la novela es, pues, en extremo prematuro. No obsta que sea
interesante tratar de matarla, porque es al lado del patíbulo donde más
viva la siente uno. Llamémosla la paradoja de Sherezada, vigente desde
que nació la novela.
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