El autor usa la figura del narrador, como usa la figura de un personaje. La gente que lee las novelas o las estudia tiene que decir “este es el narrador” y “este es el autor”. A veces es un problema complicado, a veces insalvable, decidir dónde está el narrador, desde su punto de vista —no desde mi punto de vista—, y dónde está la voz del autor
José Saramago niega la existencia del narrador./elespectador.com/elmagazín |
Un día de invierno del año 2000 me llamó la editora y buena amiga
Juana Ponce de León, para invitarme a un encuentro informal con José
Saramago en un club privado de Manhattan. Tuvimos allí una tertulia
entretenida durante un par de horas y cuando ya nos disponíamos a
partir, mi amiga sugirió que grabáramos una entrevista con el famoso
escritor portugués, y él contestó que no tenía inconvenientes. Fue así
como pasamos a una salita acogedora donde, sin tener realmente un
cuestionario preparado, pero recorriendo de manera rápida la trayectoria
literaria del Premio Nobel de Literatura (1998), me dispuse a ampliar
con él los temas que habíamos tocado en el discurrir de aquella
inesperada conversación. Sin darnos cuenta, estuvimos allí encerrados
durante más de una hora, sin más testigos que la grabadora y el ruido
incesante del tráfico neoyorquino, hasta concluir esta amena entrevista,
inédita hasta hoy, que publica El Espectador para celebrar la presencia
de Portugal como país invitado de honor a la Feria Internacional del
Libro de Bogotá.
Eduardo Márceles: Maestro Saramago, sus libros se
caracterizan por estar escritos siguiendo unas reglas gramaticales de
puntuación un tanto originales. Quisiera preguntarle qué busca usted con
esa puntuación. ¿Busca de esta manera una efectividad literaria mucho
más enfática?
José Saramago: Bueno, yo no diría eso. Cuando hablamos de énfasis en
la descriptividad literaria, no sería de tanto provecho utilizar una
puntuación determinada, normal o autorizada, y otra deliberada, digamos
fría, que el autor se diga “pues ahora voy a cambiar aquí algo para
lograr esto o aquello”. No creo que las cosas ocurran así. Por lo menos
no en mi caso. Cuando tengo algo, y lo explico al lector o en una
entrevista, creo que es claro. Cuando hablamos no usamos puntuación.
Nadie está diciendo “esto y aquello”, “coma”, “signo de exclamación” o
“interrogación”.
Hablamos con sonidos y pausas; igual que la música. La mejor música
del mundo, y la peor, se hace con lo mismo: sonidos y pausas. Y el
discurso, la página literaria o el poema más extraordinario que se pueda
imaginar, se hace con lo mismo que la comunicación más trivial, más
cotidiana: sonidos y pausas. Al comunicar, hacemos música con las
palabras, y la acentuación, incluso cuando no es verbal, con las cuerdas
vocales, nos sale del gesto, de la mirada, de la intención.
La comunicación se hace no sólo con la palabra, sino con todo lo que
la rodea y lo que se lee es la expresión. Una mirada puede estar
diciendo que no es verdad lo que tú estás diciendo. O al contrario,
puede estar confirmando, o puede estar introduciendo una reticencia. La
mirada y el gesto la completan. Entonces, a la hora de escribir, en mi
caso, lo que pienso es, que si el lector es una persona atenta a lo que
está leyendo, si logra escuchar la voz que está diciendo lo que él está
leyendo, si logra poner en su cabeza una voz que está leyendo en voz
alta, entonces el lector no necesita toda esta parafernalia de la
puntuación, que ni siquiera en mi caso el punto y la coma, son señales
de puntuación; son señales de pausa, una pausa breve y una pausa más
breve.
Es como en una carretera: una carretera tiene todos esos cartelitos
para guiar al conductor. Esa es la puntuación de la carretera. Si yo
quito toda la puntuación de la carretera y no me quedo más que con la
carretera, algo puede ocurrir, un desastre, un accidente o algo así.
Pero una cosa es cierta: es que el chofer tendrá que conducir su coche
con mucha más atención porque no tiene todo eso que le facilita el
trayecto a la vez que se lo complica porque tiene que estar más atento a
las señales de tránsito que al propio gusto de sentir la carretera y
sentir el coche.
Quiero decir que, escribir sin puntuación, puede ocurrir, como
ocurrió al principio de mi carrera de escritor. En la primera novela
donde esto sucedió se titula Levantados del suelo. En ese momento los
lectores quedaron un poco desconcertados. Recuerdo un amigo que me llamó
para decir, “Mira, gracias por el libro, pero, lo intenté y al cabo de
tres o cuatro páginas, me pierdo, y no sé qué es lo que quieres decir”.
Yo le contesté: “Mira, lo siento, puedo hacerte una sugerencia: lee
una página o dos en voz alta, y luego ya me dirás”. Al día siguiente
llamó para decirme: “Ya sé lo que quieres”. Y lo que quiero es que el
lector lea como si estuviera hablando él. Que esté escuchando dentro de
su cabeza esa voz que está diciendo en voz alta, porque al decirlo en
voz alta no tiene más remedio que poner en esa página lo que
aparentemente falta. Cuando escribo un artículo, lo escribo como todo el
mundo, pero una novela es una novela que tiene sus reglas propias, que
son éstas.
E.M.: Es como encontrar una voz personal y proyectar esa voz
personal. Nos pone en el mismo dilema cuando estamos leyendo su obra, al
encontrar dónde entra una voz y dónde termina otra en sus personajes,
como en ‘Ensayo de la ceguera’…
J.S.: Sí, eso es cierto, pero hay algo más que llamamos el problema
del narrador: ¿Quién es? ¿Dónde está ese narrador?, que no es el autor,
supuestamente. Yo tengo una opinión un poco heterodoxa que,
evidentemente, no tiene la aprobación de las universidades y eruditos, y
es negar la existencia del narrador. Entonces, sí, acepto que existe
esa entidad que llamamos el narrador, pero diría que como un personaje
más de la historia que no es la suya. La historia, como tal, es de unos
personajes.
El narrador, donde ocurre, es un personaje más que anda por ahí, pero
esa historia no es de él. Él no hace nada más que narrarla. Cuando digo
que para mí el narrador no existe, es porque considero que la única
entidad que está ahí haciéndolo todo es el autor. El autor usa la figura
del narrador, como usa la figura de un personaje. La gente que lee las
novelas o las estudia tiene que decir “este es el narrador” y “este es
el autor”. A veces es un problema complicado, a veces insalvable,
decidir dónde está el narrador, desde su punto de vista —no desde mi
punto de vista—, y dónde está la voz del autor.
Hay momentos en los cuales quien está hablando, comentando,
escribiendo, argumentando o reflexionando, ya no es ningún personaje,
porque si lo fuera estaría claro para el lector. Podría ser el narrador,
eso que llaman el narrador, pero muchas veces no es ni uno ni otro, es
el autor quien se introduce en la historia para decir “ahora es mi
turno”. El lector atento se da cuenta del cambio, un cambio de nivel,
como si se cerrara una puerta para abrirse otra, y ahí la persona, o la
entidad, o la figura que el lector encuentra, es deliberadamente el
autor.
Esto lleva a una mezcla en que a veces el lector se pierde un poco,
porque llega un momento en que no sabe quién está comunicando. Pero al
mismo tiempo introduce una dinámica muy propia, en que el flujo
narrativo no es unidireccional. Al contrario, se expande y abarca la
historia que seá diciendo en voz alta, porque al decirlo en voz alta no
tiene más remedio que poner en esa página lo que aparentemente falta.
Cuando escribo un artículo, lo escribo como todo el mundo, pero una
novela es una novela que tiene sus reglas propias, que son éstas.
E.M.: Es como encontrar una voz personal y proyectar esa voz
personal. Nos pone en el mismo dilema cuando estamos leyendo su obra, al
encontrar dónde entra una voz y dónde termina otra en sus personajes,
como en ‘Ensayo de la ceguera’…
J.S.: Sí, eso es cierto, pero hay algo más que llamamos el problema
del narrador: ¿Quién es? ¿Dónde está ese narrador?, que no es el autor,
supuestamente. Yo tengo una opinión un poco heterodoxa que,
evidentemente, no tiene la aprobación de las universidades y eruditos, y
es negar la existencia del narrador. Entonces, sí, acepto que existe
esa entidad que llamamos el narrador, pero diría que como un personaje
más de la historia que no es la suya. La historia, como tal, es de unos
personajes.
El narrador, donde ocurre, es un personaje más que anda por ahí, pero
esa historia no es de él. Él no hace nada más que narrarla. Cuando digo
que para mí el narrador no existe, es porque considero que la única
entidad que está ahí haciéndolo todo es el autor. El autor usa la figura
del narrador, como usa la figura de un personaje. La gente que lee las
novelas o las estudia tiene que decir “este es el narrador” y “este es
el autor”. A veces es un problema complicado, a veces insalvable,
decidir dónde está el narrador, desde su punto de vista —no desde mi
punto de vista—, y dónde está la voz del autor.
Hay momentos en los cuales quien está hablando, comentando,
escribiendo, argumentando o reflexionando, ya no es ningún personaje,
porque si lo fuera estaría claro para el lector. Podría ser el narrador,
eso que llaman el narrador, pero muchas veces no es ni uno ni otro, es
el autor quien se introduce en la historia para decir “ahora es mi
turno”. El lector atento se da cuenta del cambio, un cambio de nivel,
como si se cerrara una puerta para abrirse otra, y ahí la persona, o la
entidad, o la figura que el lector encuentra, es deliberadamente el
autor.
Esto lleva a una mezcla en que a veces el lector se pierde un poco,
porque llega un momento en que no sabe quién está comunicando. Pero al
mismo tiempo introduce una dinámica muy propia, en que el flujo
narrativo no es unidireccional. Al contrario, se expande y abarca la
historia que se está contando y al mismo tiempo las cosas que están al
margen. El problema está en saber si al final de la novela el flujo
central de la historia y todo lo que está al lado confluyen en un punto.
E.M.: Maestro, quiero también hacerle una pregunta en
relación con tres de sus libros, que considero significativos, ‘La
muerte de Ricardo Reis’, ‘Ensayo sobre la ceguera’ y ‘Todos los
nombres’. Ellos poseen un común denominador: los tres están envueltos en
una suerte de nebulosa, pesimista y kafkiana, que algunos identifican
con su propia experiencia y otros con el lado más serio de la
idiosincrasia lusitana. ¿Cómo explica usted esta profunda tristeza y
aislamiento que muchos de sus personajes comparten?
J.S.: Vamos a ver. Empecemos por la supuesta idiosincrasia lusitana.
No existe una idiosincrasia lusitana, y estos son los tópicos de
siempre: la saudade, el fado, la melancolía y todo eso. No somos ni más
melancólicos, ni menos, ni más nostálgicos que cualquier otro, porque
entonces tendríamos que plantear lo siguiente: ¿cuál es la idiosincrasia
del pueblo de Estados Unidos? Ahí nos quedaríamos sin respuesta. Esto
es cierto también para un país con la dimensión y la diversidad étnica,
cultural y lingüística como Estados Unidos.
Es igual, cualitativamente, en un pequeño país como Portugal. La
gente del norte se parece muy poco a la gente del sur. ¡Y no llegamos a
tener cien mil kilómetros cuadrados! La diversidad, si nos ponemos a
definir un pueblo por unas cuantas características, estamos olvidando a
las personas, y lo que cuenta es la persona, y no vamos a imaginar ahora
que la persona se multiplica en no sé cuántos millares o millones de
seres más o menos iguales. No, nunca.
Si hay una tristeza, suponiendo que la haya, a mí no me parece que
sea tristeza. Lo llamaría seriedad, gravedad, conciencia…, conciencia de
esa cosa un poco asustadora y al mismo tiempo se puede decir magnífica,
que es vivir. Mis personajes no son nunca héroes. A mí, los llamados
héroes no me interesan. Tampoco son capitalistas, porque yo no los
conozco. Es decir, sólo puedo hablar de lo que conozco. Entonces, mi
mundo es el que cada uno tiene, por lo menos así lo pienso. No escribo
libros sólo para distraerme, sí libros para el lector, donde reflexiono,
donde busco que el lector me acompañe para concordar o no con lo que
allí digo. Tengo claro que este mundo es una… iba a decir una palabra un
poco fuerte, pero la diré de todos modos: que este mundo es una mierda,
entonces, tengo que plantear las cosas como a mí me parece que son.
Claro que para muchísima gente esta es una cosa absurda y
maravillosa, ¿no? Viven a la espera de una especie de esfera de cristal,
de donde no lleguen ni olores ni nada que sea feo. Pero, en este mundo
hay seis mil millones de personas. Y el espectáculo que aquel mundo nos
ofrece es todo menos heredado: miseria, guerra, contaminación, desastre,
el poder y el uso del poder que ha llegado a niveles jamás imaginados.
El poder no ha sido nunca un diálogo global, y ni siquiera es el llamado
poder político. El poder político no tiene ninguna importancia.
Digamos, los gobiernos no son más que comisarios del poder que
sabemos dónde está: son las multinacionales, la globalización económica y
todo eso. Aunque yo no trate esos temas en mis libros, salvo quizá un
poco en la última novela que se titula La caverna. Hay en mis novelas,
que no son nunca testimonios personales, historias con personajes que
están ahí para decir lo que ellos tienen que decir, pero también están
ahí para que ellos digan lo que yo quiero que digan. Esta es la única
manera para que el lector sea consciente de que le estoy hablando;
haciendo —podríamos llamarle— un desvío por la ficción, pero yo estoy
hablando directamente sobre temas que considero que son importantes.
Si hay una tristeza, es la tristeza de vivir en un mundo como este.
En El año de la muerte de Ricardo Reis, ¿dónde está Ricardo Reis?
Viviendo en un país bajo una dictadura fascista, con la poesía, la
censura y todo eso… En el Ensayo sobre la ceguera, también. Si hay
alguna novela que alguna vez he escrito, que sea el retrato fiel del
mundo, es el Ensayo sobre la ceguera. Porque, desde mi punto de vista
por lo menos, nosotros estamos todos ciegos. Lo sabemos, pero hacemos de
cuenta que no, pero estamos ciegos. ¿Cómo la razón humana que no sirve
para defender la vida se usa para destruirla? Esto es una forma de
ceguera.
No quiero decir que lo haya logrado, pero por lo menos hay que
reconocer que lo intenté. En Todos los nombres ¿cuál es el problema? Uno
de los problemas más serios que tenemos hoy, “el otro”. ¿Quién es “el
otro”? Es tan fácil de decir: “Pues yo a ti te conozco y tú a mí me
conoces”. ¡Tonterías! Seguimos sin saber quién es el otro. Por alguna
cosa el epígrafe que tiene es mío, sacado de un libro que no existe. En
esto yo soy un poco borgiano. En un libro que supuestamente tiene el
título Libros de las evidencias%tando y al mismo tiempo las cosas que
están al margen. El problema está en saber si al final de la novela el
flujo central de la historia y todo lo que está al lado confluyen en un
punto.
E.M.: Maestro, quiero también hacerle una pregunta en
relación con tres de sus libros, que considero significativos, ‘La
muerte de Ricardo Reis’, ‘Ensayo sobre la ceguera’ y ‘Todos los
nombres’. Ellos poseen un común denominador: los tres están envueltos en
una suerte de nebulosa, pesimista y kafkiana, que algunos identifican
con su propia experiencia y otros con el lado más serio de la
idiosincrasia lusitana. ¿Cómo explica usted esta profunda tristeza y
aislamiento que muchos de sus personajes comparten?
J.S.: Vamos a ver. Empecemos por la supuesta idiosincrasia lusitana.
No existe una idiosincrasia lusitana, y estos son los tópicos de
siempre: la saudade, el fado, la melancolía y todo eso. No somos ni más
melancólicos, ni menos, ni más nostálgicos que cualquier otro, porque
entonces tendríamos que plantear lo siguiente: ¿cuál es la idiosincrasia
del pueblo de Estados Unidos? Ahí nos quedaríamos sin respuesta. Esto
es cierto también para un país con la dimensión y la diversidad étnica,
cultural y lingüística como Estados Unidos.
Es igual, cualitativamente, en un pequeño país como Portugal. La
gente del norte se parece muy poco a la gente del sur. ¡Y no llegamos a
tener cien mil kilómetros cuadrados! La diversidad, si nos ponemos a
definir un pueblo por unas cuantas características, estamos olvidando a
las personas, y lo que cuenta es la persona, y no vamos a imaginar ahora
que la persona se multiplica en no sé cuántos millares o millones de
seres más o menos iguales. No, nunca.
Si hay una tristeza, suponiendo que la haya, a mí no me parece que
sea tristeza. Lo llamaría seriedad, gravedad, conciencia…, conciencia de
esa cosa un poco asustadora y al mismo tiempo se puede decir magnífica,
que es vivir. Mis personajes no son nunca héroes. A mí, los llamados
héroes no me interesan. Tampoco son capitalistas, porque yo no los
conozco. Es decir, sólo puedo hablar de lo que conozco. Entonces, mi
mundo es el que cada uno tiene, por lo menos así lo pienso. No escribo
libros sólo para distraerme, sí libros para el lector, donde reflexiono,
donde busco que el lector me acompañe para concordar o no con lo que
allí digo. Tengo claro que este mundo es una… iba a decir una palabra un
poco fuerte, pero la diré de todos modos: que este mundo es una mierda,
entonces, tengo que plantear las cosas como a mí me parece que son.
Claro que para muchísima gente esta es una cosa absurda y
maravillosa, ¿no? Viven a la espera de una especie de esfera de cristal,
de donde no lleguen ni olores ni nada que sea feo. Pero, en este mundo
hay seis mil millones de personas. Y el espectáculo que aquel mundo nos
ofrece es todo menos heredado: miseria, guerra, contaminación, desastre,
el poder y el uso del poder que ha llegado a niveles jamás imaginados.
El poder no ha sido nunca un diálogo global, y ni siquiera es el llamado
poder político. El poder político no tiene ninguna importancia.
Digamos, los gobiernos no son más que comisarios del poder que
sabemos dónde está: son las multinacionales, la globalización económica y
todo eso. Aunque yo no trate esos temas en mis libros, salvo quizá un
poco en la última novela que se titula La caverna. Hay en mis novelas,
que no son nunca testimonios personales, historias con personajes que
están ahí para decir lo que ellos tienen que decir, pero también están
ahí para que ellos digan lo que yo quiero que digan. Esta es la única
manera para que el lector sea consciente de que le estoy hablando;
haciendo —podríamos llamarle— un desvío por la ficción, pero yo estoy
hablando directamente sobre temas que considero que son importantes.
Si hay una tristeza, es la tristeza de vivir en un mundo como este.
En El año de la muerte de Ricardo Reis, ¿dónde está Ricardo Reis?
Viviendo en un país bajo una dictadura fascista, con la poesía, la
censura y todo eso… En el Ensayo sobre la ceguera, también. Si hay
alguna novela que alguna vez he escrito, que sea el retrato fiel del
mundo, es el Ensayo sobre la ceguera. Porque, desde mi punto de vista
por lo menos, nosotros estamos todos ciegos. Lo sabemos, pero hacemos de
cuenta que no, pero estamos ciegos. ¿Cómo la razón humana que no sirve
para defender la vida se usa para destruirla? Esto es una forma de
ceguera.
No quiero decir que lo haya logrado, pero por lo menos hay que
reconocer que lo intenté. En Todos los nombres ¿cuál es el problema? Uno
de los problemas más serios que tenemos hoy, “el otro”. ¿Quién es “el
otro”? Es tan fácil de decir: “Pues yo a ti te conozco y tú a mí me
conoces”. ¡Tonterías! Seguimos sin saber quién es el otro. Por alguna
cosa el epígrafe que tiene es mío, sacado de un libro que no existe. En
esto yo soy un poco borgiano. En un libro que supuestamente tiene el
título Libros de las evidencias, se dice “¿Conoces el nombre que te
dieron? No, conoces el nombre que tienes”.
Es decir, nosotros mismos no sabemos, creemos saber quiénes somos,
pero tenemos unas cuantas ideas, supuestamente coincidentes con lo que
de manera efectiva llevamos dentro, y eso es lo que decimos cuando
tenemos que decir quiénes somos. Pero no creo que estemos muy seguros de
eso. Fernando Pessoa lo ha demostrado, de manera clara, es decir, el
“yo” no existe. Porque si el “yo” existiera, existiría siempre igual,
desde que nacemos hasta que nos morimos. ¿Alguien puede decir que es hoy
lo que era hace treinta años, cuarenta años? Pues, no.
Somos múltiples, somos muchos, y el problema que tenemos es ¿cómo
podemos lograr dar a esta diversidad fundamental, esencial, que es la
nuestra, una apariencia de unidad? Nosotros vamos por la vida haciendo
todo de una forma inconsciente. Porque en el fondo estamos representando
un papel, estamos representando nuestro propio papel, y hemos elegido
dentro de todo lo que podríamos ser, una figura determinada, y después
hacemos todos los esfuerzos para que más o menos en lo que decimos y en
lo que hacemos coincidamos con esa figura. A veces esto no se logra y
termina en la locura.
E.M.: Entonces, maestro, ¿dónde está la luz? Por ejemplo,
usted apoya ciertas cosas, como la causa zapatista y su ideólogo Marcos,
tratando de rescatar la memoria. Es el “otro”, es el “persa”, como dice
usted en el prólogo que ha escrito, pero ¿dónde está la epifanía? ¿A
dónde vamos? ¿Qué propone?
J.S.: Bueno, mira, yo no sé a dónde vamos ni propongo nada. No
faltaría más: llegar aquí para proponer y decir a dónde vamos. Creer que
yo te voy a contestar. Hay unas cuántas cosas que a mí no me gustan,
como por ejemplo, la esperanza. La luz, ¿dónde está la luz?, y el
camino, ¿por dónde? Yo lo resumo todo en tres o cuatro palabras: es
tener y mantener un sentido ético de la existencia, y punto, se acabó.
Todo lo demás es pura retórica. Y la retórica a veces tiene sus cosas
buenas, pero en ella a veces nos perdemos. Pues entonces, yo lo tengo
claro, si yo me pongo ahí “sentido ético de la existencia”, eso no me
permite hacer unas cuantas cosas, y me obliga a hacer otras cuantas.
E.M.: Maestro, ¿será que se relaciona el espíritu con lo que
usted acaba de decir sobre sus novelas? ¿Tiene algo que ver con la su
elección de exiliarse prácticamente en Lanzarote? ¿Encuentra usted allí
la soledad y la creatividad que explica en sus escritos? ¿Ha encontrado
allí el mundo propicio para su creación?
J.S.: Mira, desde que yo estoy en Lanzarote, escribí tres libros.
Todo lo que he escrito antes, no ha sido escrito en Lanzarote sino en
Lisboa. El lugar donde uno vive no tiene demasiada importancia para lo
que uno está haciendo. Si yo estoy viviendo en Lanzarote, no es porque
buscaba un lugar tranquilo, inspirador, que no robara mi capacidad
creativa (para usar en medidas pequeñas esta retórica).
Yo estoy viviendo en Lanzarote por una novela mía El evangelio según
Jesucristo, que se publicó en Portugal en 1991. Su postulación al Premio
Literario Europeo, candidatura esa decidida por El Tempo de Portugal y
la Asociación de Críticos. Es un premio creado por la Comunidad Europea,
bastante tonto, creo yo. Digo que es tonto porque es un premio donde se
pueden postular teatro, poesía, ficción, ensayo, todo, y el jurado
tiene que decidir, estúpidamente, si este ensayo es mejor que esta obra
de teatro, o si esta novela es mejor que este libro de poemas, lo que es
una imbecilidad total, pero, bueno…
Entonces, ha sido (desde el momento en que apareció e incluso,
digamos, hasta ahora) una novela bastante polémica. En abril del 92 supe
que el gobierno portugués de entonces la había prohibido. En
consecuencia había que presentarla desde fuera. Los motivos que alegaban
eran que la novela ofendía a la creencia del pueblo portugués, que
mayoritariamente es católico. Si esto hubiera ocurrido antes del 74,
antes de la Revolución, pues casi se puede decir que era lo normal,
teníamos la censura y todo eso, por lo tanto libros prohibidos era cosa
de todos los días, bastante frecuente donde no hay democracia.
Que un gobierno tenga la osadía de decir “este libro no puede
representar a este país”, era insólito. Y como nosotros tenemos
parientes en Lanzarote, una hermana de mi mujer y su marido que es
arquitecto, entonces Pilar, mi mujer, me dijo “y si construimos una casa
en Lanzarote, pasaríamos allá un tiempo y otro tiempo en Lisboa. A mí
la idea no me pareció buena en ese momento, pero al día siguiente yo
estaba diciendo que sí, que me parecía muy bien. Y a esto le llamo la
reacción típica mezquina Nº 1, que es decir “No”, y la reacción típica
mezquina Nº 2, que es, un día o dos días después, decir “¡Pues, sí! ¡Muy
bien! ¡Buena idea! ¡Bueno!”.
La Nº 3 es cuando el hombre intenta apropiarse de una buena idea para
decir que la idea ha sido suya. Entonces ha sido ese el motivo.
E.M.: ¿Cómo ve la influencia de internet? Ayer usted hablaba
sobre la importancia de los puntos de referencia, que la universidad ha
dejado de ser donde se instruye el ciudadano, en su lugar es el shopping
mall, o el shopping center, como dijo. ¿Cómo analiza, desde su árida
isla, la forma en que nos afectan estas tecnologías?
J.S.: Yo no uso internet. Mi mujer sí la usa, pero de manera
limitada. Si pensamos que internet es un instrumento más de
comunicación, no vamos a dramatizar demasiado. Creo que, hace muchos
años, cuando en el apartamento de uno se ponía un teléfono, era una cosa
maravillosa. Queríamos comunicarnos con todo el mundo que tenía
teléfono. Pasará algo similar con internet, más allá o más acá de su
utilidad, porque en el fondo si yo quiero consultar lo que sea, tomar
conocimiento de esto y aquello, me ahorra el trabajo de irme de casa,
entrar en una biblioteca, buscar la enciclopedia, y ya tengo todo ahí,
pero al mismo tiempo quizá no sea tan bueno, porque el problema
fundamental es tener o no tener la curiosidad. Claro que la internet
satisface la curiosidad, satisface todas las curiosidades, incluso las
nocivas. Probablemente el noventa por ciento de la comunicación por
internet en este momento es pura frivolidad.
Creo que la comunicación auténtica es la comunicación de cercanía. Yo
no puedo comunicarme sólo con la palabra, sino también con la mirada,
tocando a la persona, gesticulando, todo eso que es, digamos, la
auténtica comunión humana hasta donde ella es posible. La otra
comunicación por internet, no sé. Puedo estar buscando datos,
información, que son útiles, puedo incluso enviar una carta a una
cantidad de personas, pero en el fondo se parece muchísimo a una
situación en que un hombre y una mujer, por un anuncio en un periódico,
empiezan a comunicarse, se escriben uno al otro, hasta el día en que se
encuentran. Y cuando se encuentran, todo puede ocurrir.
Pero, lo que normalmente ocurre es que los que parecían entenderse
antes, a la hora de llegar frente a frente, y sobre todo hablar con su
propia voz, comunicarse, finalmente comunicarse, puede ocurrir que lo
que parecía hecho, no lo estaba. Y cada uno se va a su propia vida,
porque se da cuenta de que eso no funcionaría. Sabemos que uno puede
quedarse en su casa y no moverse. Se comunica con todos, encarga todo lo
que necesita por internet: libros, comida, artículos domésticos.
El problema es saber qué mentalidad humana se está formando. Antes,
por las creencias, por las costumbres, por las tradiciones, la gente,
los niños, encontraban un medio técnico y cultural determinado y por ahí
se educaban, mal, bien, ni mal ni bien, pero bueno… Se puede decir que
el mundo entonces, aunque limitando mucho la capacidad de cada uno para
llegar a algo (llámese éxito o triunfo), para llegar de todos modos, el
mundo o la vida era pluridireccional.
No olvido los problemas que se planteaba la gente nacida en medios
pobres cuando la pluridireccionalidad no era extraordinaria. Pero, en
principio, ya se veía que ocurriría cuando llegara la edad adulta. Que
en la aparente diversidad que nos ofrece la vida hoy, la especialización
de las actividades profesionales llegó a la pluralización. No hay más
que mirar los programas de las universidades, ¿qué es lo que te
proponen? Pues cantidad y cantidad de carreras, supuestas carreras.
La contradicción es que, al mismo tiempo que en el plan profesional
te ofrecen una cantidad de posibilidades, en el plan de la mentalidad te
envían en una única dirección, y lo que cuenta es la mentalidad, mucho
más que los conocimientos que tú tienes y que puedes ampliarlos. Lo que
cuenta es con qué mentalidad lo estás haciendo.
La mentalidad se está formando en los shopping centers llamados malls
o centros comerciales. Éstos son la catedral de los tiempos modernos.
Ayer entré en Saint Patrick’s (la catedral de NY), allí la gente estaba
sentada, unos cuantos, estaban sencillamente durmiendo, descansando, es
un lugar tranquilo, no tienen que estar pendientes de la policía. La
creencia real, fe auténtica, eso se acabó. Todo esto es falso. Estamos
representando una comedia, la comedia social, desde la política hasta la
religión es una comedia, es una farsa, peor que una comedia, es una
farsa trágica. Trágica porque nos está llevando a la destrucción.
Por algo se inventó el concepto de lo políticamente correcto. Lo
políticamente correcto no es sólo eso, es socialmente correcto,
mentalmente correcto. Y ¿quién es el que definió el tipo de corrección? A
mí no me importa tanto saber quién lo definió, a mí me importaría,
sobre todo, para qué lo definió. Nos estamos convirtiendo en seres sin
voluntad, sin ganas de cambiar. Estuve ayer en una universidad y me
dieron pena los chicos y las chicas, simpáticos, guapos, con una mirada
casi inocente, que cuando les dicen unas cuantas cosas se quedan
asombrados como si hasta entonces nadie las hubiera dicho. Y después te
preguntan: “¿y cómo podemos cambiar esto?”. Y tú no tienes respuestas
para decir cómo.
Siempre digo: “Mira, no hay más que pensar en esto: en mayo del 68,
Berkeley, París, toda esa efervescencia, la juventud entonces salió a la
calle para todo. No ha cambiado nada, claro”. Pero no es si ha cambiado
mucho o ha cambiado poco lo que cuenta. Lo que cuenta es esto: en el 68
tenían dieciocho años, ahora tienen sesenta. ¿Dónde están? ¿Quiénes
son? ¿Qué hacen? ¿Qué piensan?, ese es el problema, porque a los
dieciocho años era fácil ser o parecer revolucionario. Pero el problema
está en saber si todavía lo es a los sesenta. Porque entonces tendríamos
que decir, como en Portugal, que quien a los dieciocho años no es
revolucionario, no tiene corazón; pero aquel que a los cuarenta años lo
sigue siendo, no tiene cabeza. Entonces lo que me parece es que hay que
mantener el corazón y no perder la cabeza.
E.M.: Una pregunta sobre su militancia política, ya que
estamos en esta coyuntura. Su militancia en el comunismo es bien
conocida, como también lo es su insistencia en permanecer fiel a sus
ideales políticos. ¿Cómo anticipa el futuro del marxismo en el mundo, en
esta coyuntura que estamos conversando? ¿Piensa que todavía tiene algo
que aportar?
J.S.: Mira: a mí no me pregunten cómo veo el futuro, porque no vale
la pena. En el final del siglo diecinueve se reunieron unos cuantos
filósofos, científicos, sociólogos, toda esa gente que más o menos tenía
ideas sobre cómo podía ser el futuro, para preguntarse cómo sería el
mundo en el final del siglo veinte. Seguramente los aciertos habrían
sido mínimos. Si pudieran volver a la vida, se quedarían sorprendidos o
desesperados.
Por eso, no creo que valga la pena decir cómo será el futuro, y mucho
más en un tiempo como este, en que se está terminando una civilización.
La civilización que era la nuestra se está acabando, acabó. Quedará
algo distinto que pasa por la mentalidad esa, que tampoco sabemos cómo
será. Pero tratando de contestar sin demasiadas palabras, yo le diría
esto: en los libros de Marx y Engels (se llama La Sagrada Familia) hay
unas cuantas palabras, frases, muy breves, que desde mi punto de vista,
lo dicen todo. Sirve para entonces cuando Marx y Engels vivieron, para
hoy y para mañana o para cuando sea. ¿Qué es lo que han escrito ellos?
Esto: si el hombre es formado por las circunstancias, entonces hay que
formar las circunstancias humanamente.
Todo lo que se pueda pensar o imaginar sobre ese deseo de felicidad, o
de armonía y bienestar, algo que se podría decir inherente al ser
humano, creo que lo contienen estas palabras. Y si usted me pregunta “¿y
dónde se ha tratado o intentado aplicar todo esto, por ejemplo, en la
Unión Soviética?”, entonces yo contestaré igual: si el hombre es formado
por las circunstancias, entonces hay que formar las circunstancias
humanamente.
Para concluir, diría que ni siquiera en esos países las
circunstancias han sido suficientemente humanas para formar humanamente
al ser humano. De aquí, tal como yo lo entiendo, no hay que salir. El
modo en que estamos viviendo, las circunstancias que se están formando
no son humanas. Al contrario, lo sabes bien, lo tenemos muy claro,
entonces si me pregunta “¿Usted tiene una idea política y social,
económica, lo que sea”, yo diré “Pues mire, la tengo pero no es mía. Es
una idea de unos señores, que a lo mejor escribieron en un contexto que
ni siquiera es el contexto donde yo lo pongo ahora, pero para mí lo
tengo clarísimo: Si el hombre es formado por las circunstancias (y
sabemos que sí, las circunstancias forman al ser humano), entonces hay
que formar las circunstancias humanamente, que es la única forma, no hay
otra. Decir, como se ha dicho, que nos vamos a sacrificar para que
nuestros hijos sean felices. La felicidad posible es la que tiene que
conquistarse cada día, día a día. La que se pueda; no es toda, no es
mucha, un poquito que se pueda, pero ¿quién? Todos tenemos derecho a
ella, los que vamos pasando de generación en generación, y sobre todo,
no olvidar que los demás existen.
Eduardo Marceles Daconte.Escritor e investigador cultural. Sus libros más recientes son
¡’Azúcar!: La biografía de Celia Cruz’ (2006) y ‘Los recursos de la
imaginación: Artes visuales de la Región Andina y la Región Caribe’
(2011).
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