5.5.13

El cuento del domingo

 

Clarice Lispector

La búsqueda de la dignidad

La señora de Jorge B. Xavier simplemente no sabía decir cómo había entrado. Por la puerta principal no fue. Le parecía que vagamente soñadora había entrado por una especie de estrecha abertura en medio de los escombros de la construcción en obras, como si hubiera entrado de soslayo por un agujero hecho sólo para ella. El hecho es que cuando se dio cuenta, ya estaba adentro.
Y cuando se dio cuenta, advirtió que estaba muy, muy adentro. Caminaba interminablemente por los subterráneos del estadio de Maracaná, o por lo menos le parecían cavernas estrechas que daban a salas cerradas y, cuando se abrían, las salas sólo tenían una ventana que daba al estadio. Éste, a aquella hora oscuramente despierto, reverberaba al extremo sol de un calor inusitado para aquel día de pleno invierno.
Entonces siguió por un corredor sombrío. Éste la llevó igualmente a otro más sombrío. Le pareció que el techo de los subterráneos era bajo.
Y hete aquí que este corredor la llevó a otro que la llevó a su vez a otro.
Dobló el corredor desierto. Y entonces cayó en otra esquina. Que la llevó a otro corredor que desembocó en otra esquina.
Entonces continuó automáticamente entrando en corredores que siempre daban a otros corredores. ¿Dónde estaría la sala principal? Pues con ésta encontraría a las personas con quienes fijara la cita. La conferencia quizás ya habría comenzado. Iba a perderla, justamente ella que se esforzaba en no perder nada de cultural porque así se mantenía joven por dentro, ya que por fuera nadie adivinaba que tenía casi setenta años, todos le daban unos cincuenta y siete.
Pero ahora, perdida en los meandros internos y oscuros de Maracaná, ya arrastraba pies pesados de vieja.
Fue entonces cuando súbitamente encontró en un corredor a un hombre surgido de la nada y le preguntó por la conferencia que el hombre dijo ignorar. Pero ese hombre pidió información a un segundo hombre que también surgió repentinamente al doblar el corredor.
Entonces este segundo hombre informó que había visto cerca de los asientos de la derecha, en pleno estadio abierto, a «dos damas y un caballero, una de rojo». La señora Xavier dudaba de que esas personas fueran al grupo con el que ella debía encontrarse antes de la conferencia, y en realidad, ya había olvidado el motivo por el cual caminaba sin parar. De cualquier modo siguió al hombre rumbo al estadio, donde se detuvo ofuscada en el espacio hueco de luz ancha y mudez abierta, el estadio desnudo desventrado, sin balón ni fútbol. Además, sin gente. Había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.
¿Las dos damas y el caballero ya habrían desaparecido por algún corredor?
Entonces, el hombre dijo con un desafío exagerado:
—Pues voy a buscarlas para usted y encontraré a esas personas de cualquier manera, no pueden haber desaparecido en el aire.
Y, en efecto, ambos las vieron de muy lejos. Pero un segundo después volvieron a desaparecer. Parecía un juego infantil donde carcajadas amordazadas reían de la señora de Jorge B. Xavier.
Entonces entró con el hombre en otros corredores. Hasta que el hombre también desapareció en una esquina.
La señora desistió ya de la conferencia que en el fondo poco le importaba. Lo que quería era salir de aquella maraña de caminos sin fin. ¿No habría puerta de salida? Entonces sintió como si estuviera dentro de un ascensor descompuesto entre un piso y otro. ¿No habría puerta de salida?
Fue entonces cuando súbitamente se acordó de las palabras informativas de la amiga, por teléfono: «Queda más o menos cerca del estadio de Maracaná». Frente a ese recuerdo comprendió su engaño de persona tonta y distraída que sólo escucha las cosas por la mitad, y la otra queda sumergida. La señora Xavier era muy distraída. Entonces, pues, no era en Maracaná el encuentro, era cerca de allí. Entretanto, su pequeño destino la tenía perdida en el laberinto.
Sí, entonces la lucha recomenzó peor todavía: quería salir por fuerza de allí y no sabía cómo ni por dónde.
Y de nuevo apareció en el corredor aquel hombre que buscaba a las personas y que otra vez le aseguró que las encontraría porque no podían haber desaparecido en el aire. Él dijo:
—¡La gente no puede desaparecer en el aire!
La señora informó:
—No hay necesidad de que se incomode buscando, ¿sabe? Gracias, igual. Porque el lugar donde debo encontrar a esa gente no es Maracaná.
El hombre dejó de andar inmediatamente y la miró, perplejo:
—Entonces, ¿qué está usted haciendo por aquí?
Ella quiso explicar que su vida era así mismo, pero ni siquiera sabía qué quería decir con «así mismo», ni con «su vida», de modo que nada respondió. El hombre insistió en la pregunta, entre desconfiado y cauteloso: ¿qué estaba haciendo allí? Nada, respondió sólo con el pensamiento la mujer, ya a punto de caer de cansancio. Pero no le respondió, le dejó creer que estaba loca. Además, ella nunca se explicaba. Sabía que el hombre la creía loca —y quizás lo fuera—, pues sentía aquella cosa que ella llamaba «aquello» por vergüenza. Aunque también tenía la llamada salud mental tan buena que sólo podía compararla con su salud física. Salud física ahora destrozada, pues arrastraba los pies de muchos años de camino por el laberinto. Su vía crucis. Estaba vestida de lana muy gruesa y sofocada y sudada con el inesperado calor de un auge de verano, ese día de verano que era un vicio de invierno. Le dolían las piernas, le dolían con el peso de la vieja cruz. Ya estaba resignada de algún modo a no salir nunca del Maracaná y a morir allí con el corazón exangüe.
Entonces, como siempre, sólo después de desistir de las cosas deseadas, éstas ocurrían. Lo que se le ocurrió de repente fue una idea: «Soy una vieja loca». ¿Por qué en vez de continuar preguntando por las personas que no estaban allí, no buscaba al hombre y le preguntaba cómo se salía de los corredores? Porque lo que quería era sólo salir y no encontrarse con nadie.
Encontró finalmente al hombre, al doblar una esquina. Y le habló con la voz un poco trémula y ronca por el cansancio y el miedo de que la esperanza fuera vana. El hombre, desconfiado, estuvo de acuerdo rápidamente con que ella se fuera a su casa y le dijo, con cuidado:
—Parece que usted no está muy bien de la cabeza, quizás sea el calor extremo.
Dicho esto, el hombre simplemente entró con ella en el primer corredor y en la esquina aparecieron dos largos portones abiertos. ¿Sólo eso? ¿Era tan fácil?
Tan fácil.
Entonces ella pensó que sólo para ella se había vuelto imposible hallar la salida. La señora Xavier estaba un poco asustada y al mismo tiempo, acostumbrada. En cierto sentido, cada uno tenía su propio camino a recorrer interminablemente, formando esto parte del destino, en el que ella no sabía si creía o no.
Pasó un taxi. Lo mandó detenerse y dijo, controlando la voz que estaba cada vez más vieja y cansada:
—Oiga, no sé bien la dirección, la olvidé. Pero sé que la casa queda en una calle (sólo recuerdo que se llama «Guzmán») y que hace esquina con una calle que si no me equivoco se llama Coronel no sé qué.
El conductor fue paciente como con una niña:
—Pues entonces no se preocupe, vamos a buscar tranquilamente una calle que tenga Guzmán en el medio y Coronel en el fin —dijo, volviéndose hacia atrás con una sonrisa y guiñándole un ojo de complicidad1 que parecía indecente. Partieron con una sacudida que le estremeció las entrañas.
Entonces, súbitamente, reconoció a las personas que buscaba y que se encontraban en la acera de enfrente, junto a una casa grande. Era como si la finalidad fuese llegar y no escuchar la conferencia que a esa hora estaba olvidada, pues la señora Xavier había olvidado su objetivo. Y no sabía por qué había caminado tanto. Estaba cansada más allá de sus fuerzas y quiso irse, la conferencia era una pesadilla. Entonces le pidió a una mujer importante y vagamente conocida que tenía auto con chófer que la llevara a su casa porque no se sentía bien con aquel calor tan raro. El chófer llegaría dentro de una hora. Entonces se sentó en una silla que había en el corredor, se sentó muy tiesa con su cinturón apretado, lejos de la cultura que se desarrollaba enfrente, en la sala cerrada. De la cual no salía sonido alguno. Poco le importaba la cultura. Allí estaba, en los laberintos de sesenta segundos y de sesenta minutos que la conducirían a una hora.
Entonces la mujer importante vino y le dijo: que el auto estaba en la puerta, pero que le informaba que, como el chófer había avisado que iba a tardar mucho, en vista de que la señora no lo estaba pasando bien, paró al primer taxi que vio. ¿Por qué ella no había tenido la idea de llamar un taxi, en lugar de estar dispuesta a someterse a los meandros del tiempo de espera? Entonces, la señora de Jorge B. Xavier se lo agradeció con extrema delicadeza. Ella siempre era muy delicada y educada. Ya en el taxi, dijo:
—Leblon, por favor.
Tenía la cabeza hueca, le parecía que su cabeza estaba en ayunas.
Al poco notó que andaban y andaban pero que otra vez terminaban por regresar a una misma plaza. ¿Por qué no salían de allí? ¿Otra vez no había camino de salida? El conductor acabó confesando que no conocía la zona Sur, que sólo trabajaba en la zona Norte. Y ella no sabía cómo enseñarle el camino. Cada vez le pesaba más la cruz de los años y la nueva falta de salida sólo renovaba la magia negra de los corredores de Maracaná. ¡No había modo de librarse de esa plaza! Entonces el chófer le dijo que tomara otro taxi, y hasta llegó a hacerle una señal a otro que pasó a su lado. Ella se lo agradeció comedidamente, era ceremoniosa con la gente, aun con los conocidos. Era muy gentil. En el nuevo taxi, dijo tímidamente:
—Si no le incomoda, vamos a Leblon.
Y simplemente salieron enseguida de la plaza y entraron en nuevas calles.
Fue al abrir con la llave la puerta del apartamento cuando tuvo el deseo, ganas, mentalmente y con la imaginación, de sollozar en voz alta. Pero no era persona de sollozar ni de protestar. De paso avisó a la criada de que no iba a atender el teléfono. Fue directamente a su habitación, se quitó toda la ropa, tragó una pastilla sin agua y esperó que diera resultado.
Mientras tanto, fumaba. Se acordó de que era el mes de agosto y pensó que agosto daba mala suerte. Pero septiembre llegaría un día como puerta de salida. Y septiembre era por algún motivo el mes de mayo: un mes más leve y más transparente. Pensando en eso, la somnolencia finalmente llegó y se adormeció.
Cuando despertó, horas después, vio que llovía una lluvia fina y helada, hacía un frío de lámina de cuchillo. Desnuda en la cama se congelaba. Le pareció muy curiosa la idea de una vieja desnuda. Se acordó de que había planeado la compra de un chai de lana. Miró el reloj: todavía podía encontrar la tienda abierta. Cogió un taxi y dijo:
—Ipanema, por favor.
El hombre le dijo:
—¿Cómo? ¿Al Jardín Botánico?
—Ipanema, por favor —repitió ella, bastante sorprendida. Era el absurdo del desencuentro total: ¿qué había en común entre las palabras Ipanema y Jardín Botánico? Pero otra vez pensó vagamente que «su vida era así».
Hizo la compra rápidamente y se vio en la calle oscura sin tener nada que hacer. Pues el señor Jorge B. Xavier había viajado a Sao Paulo el día anterior y sólo volvería al día siguiente.
Entonces, otra vez en la casa, entre tomar una nueva pildora para dormir o hacer alguna otra cosa, optó por la segunda hipótesis, pues se acordó de que ahora podría volver a buscar la letra de cambio perdida. Lo poco que entendía era que aquel papel representaba dinero. Hacía dos días que la buscaba minuciosamente por toda la casa, y hasta por la cocina, pero en vano. Ahora se le ocurrió: ¿y por qué no debajo de la cama? Quizás. Entonces se arrodilló en el suelo. Pero después se cansó de estar sólo apoyada en las rodillas y se apoyó también en las dos manos.
Entonces advirtió que estaba a cuatro patas.
Permaneció un tiempo así, quizás meditando, quizás no. Quién sabe, es posible que la señora Xavier estuviera cansada de ser un ente humano. Era una perra de cuatro patas. Sin ninguna nobleza. Perdida la altivez última. A cuatro patas, un poco pensativa, tal vez. Pero debajo de la cama sólo había polvo.
Se levantó con bastante esfuerzo, con las articulaciones desencajadas y vio que no tenía más remedio que considerar con realismo —y era un esfuerzo penoso ver la realidad—, considerar con realismo que la letra estaba perdida y que seguir buscándola sería no salir de Maracaná.
Y como siempre, cuando había desistido de buscar, al abrir un cajón de sábanas para sacar una encontró la letra de cambio.
Entonces, cansada por el esfuerzo de haber estado a cuatro patas, se sentó en la cama y comenzó sin darse cuenta a llorar mansamente. Aquel llanto parecía una letanía árabe. Hacía treinta años que no lloraba, pero ahora estaba muy cansada. Si aquello era llanto. No lo era. Era otra cosa. Finalmente se sonó la nariz. Entonces pensó lo siguiente: que ella forzaría el «destino» y tendría un destino mayor. Con la fuerza de la voluntad se consigue todo, pensó sin la menor convicción. Y eso de estar presa de un destino le ocurría porque ya había empezado a pensar sin querer en «aquello».
Pero sucedió entonces que la mujer también pensó lo siguiente: era demasiado tarde para tener un destino. Pensó que bien podría hacer cualquier tipo de cambio con otro ser. Entonces se dio cuenta de que no había con quién cambiarse: que fuese quien fuese, ella era ella y no podía transformarse en otra única. Cada uno era único. La señora de Jorge B. Xavier también.
Pero todo todo lo que le ocurría era todavía preferible a sentir «aquello». Y aquello vino con sus largos corredores sin salida. «Aquello», ahora sin ningún pudor, era el hambre dolorosa de sus entrañas, la necesidad de ser poseída por el inalcanzable ídolo de la televisión. No se perdía un solo programa suyo. Entonces, ya que no podía evitar pensar en él, la cosa era entregarse y recordar el rostro aniñado de Roberto Carlos, mi amor.
Fue a lavarse las manos sucias de polvo y se miró en el espejo del lavabo. Entonces, la señora Xavier pensó: «Si lo deseo mucho, pero mucho, él será mío por lo menos una noche». Creía vagamente en la fuerza de voluntad. De nuevo se enamoró, con el deseo retorcido y estrangulado.
Pero, ¿quién sabe? Si desistiera de Roberto Carlos, entonces las cosas entre él y ella ocurrirían. La señora Xavier meditó un poco sobre el asunto. Entonces, expertamente, fingió que desistía de Roberto Carlos. Pero bien sabía que el abandono mágico sólo daba resultado positivo cuando era real, no un truco cómodo de conseguir algo. La realidad exigía mucho de ella. Examinóse en el espejo para ver si el rostro se volvía bestial bajo la influencia de sus sentimientos. Pero era un rostro quieto que ya hacía mucho tiempo había dejado de representar lo que sentía. Además, su rostro nunca expresaba más que buena educación. Y ahora era sólo la máscara de una mujer de setenta años. Entonces, su cara levemente maquillada le pareció la de un payaso. La mujer forzó una sonrisa desganada para ver si mejoraba. No mejoró.
Por fuera —vio en el espejo— ella era una cosa seca como un higo seco. Pero por dentro no estaba seca. Parecía, por dentro, una encía húmeda, blanda como una encía desdentada.
Entonces buscó un pensamiento que la espiritualizara o que la secara de una vez. Pero nunca fue espiritual. Y a causa de Roberto Carlos ella estaba envuelta en las tinieblas de la materia, donde era profundamente anónima.
De pie en la bañera era tan anónima como una gallina.
En una fracción de fugitivo segundo casi inconsciente vislumbró que todas las personas son anónimas. Porque nadie es el otro y el otro no conoce al otro. Entonces, entonces cada uno es anónimo. Y ahora estaba enredada en aquel pozo hondo y mortal, en la revolución del cuerpo. Cuerpo cuyo fondo no se veía y que era la oscuridad de las tinieblas malignas de sus instintos vivos como lagartos y ratones. Y todo fuera de época, fruto fuera de estación. ¿Por qué las otras viejas nunca le habían avisado que eso podía ocurrir hasta el fin? En los hombres viejos, había visto miradas lúbricas. Pero en las viejas no. Fuera de estación. Y ella vivía como si todavía fuera alguien, ella, que no era nadie.
La señora de Jorge B. Xavier era nadie.
Entonces quiso tener sentimientos bonitos y románticos en relación a la delicadeza del rostro de Roberto Carlos. Pero no lo consiguió: la delicadeza de él sólo la llevaba a un corredor oscuro de sensualidad. Y la condena era la lascivia. Era hambre baja: ella quería comerse la boca de Roberto Carlos. No era romántica, ella era grosera en materia de amor. Allí en la bañera, frente al espejo del lavabo.
Con su edad indeleblemente marcada.
Sin siquiera un pensamiento sublime que le sirviera de lema o que ennobleciera su existencia.
Entonces empezó a deshacer el rodete de los cabellos y a peinarlos lentamente. Necesitaban un nuevo tinte, las raíces blancas ya asomaban. Enseguida, pensó lo siguiente: en mi vida nunca hubo un climax como en las historias que se leen. El climax era Roberto Carlos. Meditativa, concluyó que iba a morir secretamente, así como secretamente había vivido. Pero también sabía que toda muerte es secreta.
Desde el fondo de su futura muerte imaginó ver en el espejo la figura deseada de Roberto Carlos, con aquellos suaves cabellos rizados que tenía. Allí estaba, presa del deseo fuera de estación, igual que el día de verano en pleno invierno. Presa de los enmarañados corredores de Maracaná. Presa del secreto mortal de las viejas. Sólo que ella no estaba habituada a tener casi setenta años, le faltaba práctica y no tenía la menor experiencia.
Entonces dijo en voz alta y sin testigos:
—Robertito Carlitos.
Y agregó: «Mi amor». Oyó su voz con extrañeza como si estuviera por primera vez haciendo, sin ningún pudor o sentimiento de culpa, la confesión que sin embargo debería ser vergonzosa. Pensó que posiblemente Robertito no iba a aceptar su amor porque ella tenía conciencia de que este amor era ridículo, melosamente voluptuoso y dulzón. Y Roberto Carlos parecía tan casto, tan asexuado.
Sus labios levemente pintados, ¿serían todavía besables? ¿O acaso era enojoso besar boca de vieja? Examinó bien de cerca e inexpresivamente sus propios labios. Y todavía inexpresivamente cantó en voz baja el estribillo de la canción más famosa de Roberto Carlos: «Quiero que usted me caliente este invierno y que todo lo demás se vaya al infierno».
Fue entonces que la señora de Jorge B. Xavier bruscamente se dobló sobre la pila como si fuera a vomitar las visceras e interrumpió su vida con una mudez hecha pedazos: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiiiiiiida!

Clarice Lispector (Chechelnyk, Ucrania 10 de diciembre de 1920 - Río de Janeiro, 9 de diciembre de 1977) fue una escritora brasileña.
Clarice Lispector es considerada una de las más importantes escritoras brasileñas del siglo XX. Pertenece a la tercera fase del modernismo, el de la generación del 45 brasileño. De difícil clasificación, ella misma definía su estilo como un "no-estilo". Aunque su especialidad ha sido el relato, dejó un legado importante en novelas, como La pasión según G.H. y La hora de la estrella, además de una producción menor en libros infantiles, poemas y pintura.

De origen judío, sus padres emigraron a Brasil, a la ciudad de Recife, Pernambuco, cuando Clarice contaba tan sólo con dos años de edad. A la edad de diez años, Clarice perdió a su madre. Escritora desde edad temprana, envió varios cuentos al Diario de Pernambuco, que rechazó su publicación en una sección de contribuciones infantiles porque, mientras las historias de los demás niños poseían algún tipo de narrativa, los textos de Clarice no describían más que sensaciones.
Una de sus primeras influencias fue el escritor paulista Monteiro Lobato, creador de un universo literario de tintes regionalistas. Sobre el libro El reinado de Narizinho, Clarice escribió:

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí algunas líneas maravillosas, lo cerré de nuevo, me fui a pasear por la casa, lo postergué aún más yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. (en: Felicidad Clandestina, cuento)

Cuando tenía 14 años, se mudó a Río de Janeiro con su padre y una hermana. Allí, la muy joven Clarice empezó a leer libros de autores nacionales y extranjeros de más relevancia como Machado de Assis, Rachel de Queiroz, Eça de Queiroz, Jorge Amado y Dostoievski. Ingresó en la Facultad Nacional de Derecho en 1939 a la vez que escribía pequeñas contribuciones para periódicos y revistas de la época. A los 21 años logró publicar el libro Cerca del corazón salvaje, que había escrito a los 19. Este libro recibió el premio Graça Aranha para el mejor romance publicado en 1943.
Cursando la carrera de derecho conoció a su esposo, el diplomático Maury Gurgel Valente, con quien acompañaría a menudo de país en país, hasta la separación en 1959. Los constantes viajes fue uno de los conflictos de la vida de Clarice, quien seguía al marido dejando detrás familia y amigos. En su primer viaje a Europa, a Nápoles en 1944 durante la II Guerra mundial, Clarice Lispector confesaba "En realidad no sé escribir cartas de viajes, en realidad siquiera sé viajar." Durante la guerra, prestó auxilio en hospitales a soldados brasileños heridos.
En un periodo de 5 años Clarice se trasladó repetidamente, yendo de Inglaterra a París y finalmente a Berna, donde tuvo su primer hijo, Paulo. Mientras vivía en estos países, profundamente nostálgica de Brasil, intercambiaba cartas casi a diario con el escritor y amigo Fernando Sabino que redactaba con la máquina de escribir sobre las rodillas para así poder sujetar a su hijo. En 1945 publicó su segunda novela, O lustre, escrita durante esta fase.
De vuelta a Río en 1949, Clarice Lispector retomó su actividad periodística, firmando con el seudónimo Tereza Quadros una columna en un periódico local. En septiembre de 1952 volvía a dejar Brasil, desplazándose con el marido a Washington, DC. En febrero de 1953 dio la luz a su segundo hijo, Pedro. En 1954 se publicó la primera traducción de un libro suyo: Cerca del Corazón Salvaje en francés, con portada de Henri Matisse. En la capital estadounidense vivió ocho años, desarrollando una gran amistad con el escritor brasileño Érico Veríssimo y su esposa Mafalda. Desde allí logró publicar cuentos en revistas brasileñas y mantuvo una gran actividad epistolar con el escritor Otto Lara Resende.
En 1959 rompió con su marido para regresar a Río de Janeiro, donde volvió a la actividad periodística, escribiendo artículos en los medios para conseguir el dinero necesario para independizarse. En 1960 publicó su primer libro de cuentos, Lazos de familia, con relativo éxito. En 1961 salió al público la novela La manzana en la oscuridad, más tarde convertida en obra de teatro. En 1963 publicó la que es considerada su obra-maestra, la novela La pasión según G.H., escrita en tan sólo algunos meses.
En la madrugada de 1966 la escritora durmió con un cigarrillo prendido, provocando un incendio que destruyó completamente su dormitorio. Con quemaduras en gran parte del cuerpo, pasó algunos meses en el hospital. Su mano derecha, muy afectada, casi tuvo que ser amputada por los médicos y jamás recuperó la movilidad de antes. El incidente repercutió profundamente en su estado de ánimo, y las cicatrices y marcas en el cuerpo le causaron frecuentes depresiones, a pesar del amparo de amigos. Entre el final de la década de 60 y principio de los años 70 publicó libros infantiles y algunas traducciones y adaptaciones de obras extranjeras, obteniendo un rampante reconocimiento e impartiendo charlas y conferencias en distintas universidades de Brasil.
Murió en Río de Janeiro el 9 de diciembre de 1977 a los 56 años, víctima de un cáncer de ovario, algunos meses después de publicarse su última novela La hora de la estrella.
Clarice Lispector ha sido muchas veces comparada a sus contemporáneos Virginia Woolf y James Joyce por compartir el uso del flujo de conciencia, aunque Lispector no los hubiese leído todavía al publicarse sus primeras novelas, donde ya adoptaba la técnica. Clarice Lispector ha sido vinculada por algunos críticos y biógrafos a una literatura de fuerte carácter femenino y feminista, tratando siempre de temas intimistas y de profundo carácter psicológico.

Bibliografía

Traducciones al Español

  • Cerca del corazón salvajeSiruela
  • Lazos De Familia. Trad. Haydée M. Jofre Barroso - Buenos Aires. Editorial Sudamericana, 1973. 157 p.
  • Silencio. Traducción y Prólogo de Cristina Peri Rossi - Barcelona. Grijalbo Mondadori, 1988. 174 p.
  • Felicidad Clandestina. Trad. Marcelo Cohen - Barcelona. Ediciones Grijalbo, 1988. 190 p.
  • Aprendizaje o El libro de los placeres. Trad. Cristina Sáenz De Tejada y Juan García Gayo - Madrid. Ediciones Siruela, 1994. 140 p.
  • Un soplo de vida (Pulsaciones). Trad. de Mario Merlino - Madrid, Siruela, 1999, 160 pp.
  • La hora de la estrella. Trad. Ana Poljak - Madrid. Ediciones Siruela, 2001. 81 p.
  • La Araña. Trad. Haydée M. Jofre Barroso - Buenos Aires, Ediciones Corregidor, 2003, 312p.
  • Revelación de un mundo. Trad. Amalia Sato - Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2004, 330p..La manzana en la oscuridad Siruela".La Pasión según G.H, Trad. Juan García Gayo-Monte Ávila Editores, Caracas, 1969, 217 p.
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto: El cuento del dia.Foto:internet.

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