El escritor español más leído del mundo, con más de tres millones de ejemplares vendidos, nos recibió en Madrid y no se calló nada: habló de las internas culturales, de sus reservas con Borges y de su admiración por Osvaldo Soriano, de los represores que conoció en la Guerra de Malvinas y de sus afilados duelos con la palabra
PEREZ-REVERTE. Varios de sus libros fueron llevados al cine./Revista Ñ |
Al hombre le gusta batirse. Y vaya si recibió estocadas. Desde que
decidió colgar los hábitos de corresponsal de guerra para dedicarse sólo
a la narrativa, una tajada de especialistas en la materia no entendió, o
no quiso entender, que él apenas quería escribir. No entraba en sus
cabezas que para colmo sus historias fueran devoradas por cientos de
miles de lectores. Suponían que aquellos títulos avasallantes no eran
más que el envoltorio de una literatura de supermercado, otra de esas
factorías de bestsellers que tantas veces habían hostigado para
defender la honra de las letras mayúsculas. Al hombre no le importaron
las críticas: lo popular no quita lo valiente y siguió adelante con sus
historias de aventuras, intrigas y misterios. Hoy ese hombre es el
escritor español más vendido en el mundo, ha sido nombrado miembro de la
Real Academia Española y logró el respeto y el reconocimiento de sus
pares.
“Es una batalla que he ganado”, dirá más tarde Arturo Pérez-Reverte, ya relajado y sin soberbia, en un hotel de Madrid. Es jueves, día de reunión de académicos de la Lengua, y el hombre se presenta a la entrevista con Ñ acicalado y filoso. O sea: con la guardia en alto. Tiene fama de irritable e impaciente, no le gusta perder un tiempo que no le sobra y es un secreto a voces que ha tirado a más de un periodista por la borda. Porque además el hombre es marino, capitán de yate, para quienes entiendan del asunto.
Una biografía informal apuntará este dato y se aderezará con otros: que su España le produce más urticarias que consuelos; que de pequeño lo alimentaron con Dumas y Homero; que demasiadas veces vio matar y morir; que el fútbol le aburre y que le divierten las películas de Luis Sandrini; que tiene una agenda cargada de nombres de narcotraficantes, terroristas, farándulas y afines, retazos de su vida de reportero; que cuando se apasiona la palabra “gilipollas” se le resbala frase de por medio; que en la columna que mantiene desde hace años en El Semanal –una revista dominical que se distribuye junto a decenas de diarios españoles– es capaz de defender la eutanasia o de dedicarle varios párrafos a los percheros de la Academia, de extrañar a su peluquero o despotricar contra la televisión, pero sobre todo, de batirse en un duelo de letras con estocadas que llevan nombre y apellido. “En esta vida hay que pelear, aunque después ganen los malos”, justificará más adelante.
La otra, la biografía formal, señalará que escribió algunas de las novelas más exitosas de los últimos tiempos, varias de ellas llevadas al cine con mayor o menor disgusto de su autor. También dirá que nació en Cartagena hace 52 años, al borde del Mediterráneo, que recibió premios varios y se publicaron numerosos ensayos sobre su obra. Que uno de los libros que reúne sus columnas semanales se titula Con ánimo de ofender, por si a alguien le quedan dudas acerca de su estilo frontal. Que su saga del capitán Alatriste es materia de estudio en los colegios y que con estas aventuras ambientadas y narradas con el lenguaje del siglo XVII, obtuvo una fama impensada que se reproduce hasta en estampillas oficiales. Sin embargo, buscar el nombre de Pérez-Reverte en encuentros, mesas redondas o jurados literarios será como encontrar una aguja en un pajar porque, asegura el hombre, ese reino no es de su mundo.
Combate letra a letra
-Usted es como su capitán Alatriste: no pertenece a ningún bando. Pero los rivales existen. Hay una frase en “El caballero del jubón amarillo”, el nuevo libro de la serie: “No hay peor enemigo que el del propio oficio”. Y eso usted lo sufrió en carne propia. ¿Se aplica mucho esa frase a los escritores?
-A los escritores, a los actores, a los periodistas y a todos, vamos.
-Pero entre los escritores hay un campo de batalla que es el bestseller. Ciertos sectores sostienen que si un libro vende mucho, no puede ser bueno. Los bestsellers son tratados como un género menor.
-Es que hay algunos que son menores. Incluso dentro de lo que es el bestseller de entretenimiento hay diferencias. No es lo mismo Frederick Forsyth que Stephen King, ni Ken Follet que John Le Carré... hay diferencias. Pero yo creo que toda novela es respetable mientras haya un lector que encuentre en ellas diversión, reflexión, sabiduría o cualquiera de las posibilidades que puede ofrecer un libro.
-¿Entonces por qué se suele menospreciar a ciertos autores de éxito? De algún modo, los lectores los eligen.
-Están llamando idiota al lector, exactamente. A veces lees esos comentarios y te preguntas: ¿Y éste quién es? ¿Cómo se atreve este gilipollas, que ha hecho dos novelas que no ha leído ni su madre, que es incapaz de juntar en letras una historia, cómo se atreve semejante cretino a decir que tal o cual es un escritor mediocre? Mira, para darte un ejemplo, yo no le perdono a los argentinos que hayan dicho que la literatura de Soriano es superficial.
-¿Osvaldo Soriano?
-El mismo, a quien lamento no haber conocido personalmente. Creo que nadie explicó mejor que él al argentino, y lo ha hecho de una manera divertida, amable, amena, y eso no se lo perdonaron. ¡Hay que ser gilipollas! ¡Es como si dijeras que Lope de Vega era superficial porque le gustaba a la gente! Entonces yo no le perdono a los argentinos –y hablo desde un punto de vista literario, lógicamente–, que Soriano haya muerto apenado porque jamás le reconocieron el papel importantísimo que jugó en la literatura argentina de su época. Hay novelas como A sus plantas rendido un león o No habrá más penas ni olvido, que son fundamentales. Y es imperdonable que unos tíos mediocres, una banda de gilipollas sin nada que decir, crucificaran de esa manera a Soriano, es un oprobio que cae sobre la cultura argentina. Algunos incluso han sido incapaces de ocupar su puesto. Y ya que hablamos de argentinos te cuento algo: uno de los tres escritores que propuse el año pasado para el Premio Cervantes es Roberto Fontanarrosa. No lo ganó, como ya sabemos, pero me di un gusto.
-Sigamos con otro argentino: hace algún tiempo hizo ciertos comentarios sobre Borges que levantaron polvareda.
-El que conoce a Borges sabe de lo que yo estaba hablando. Borges es un autor inmenso, a quien yo en La tabla de Flandes le hago un homenaje de la hostia. Pero como persona era un viejo malvado, un snob que decía que El Quijote era mejor en inglés, un concheto, un gilipollas. Cuando dije eso algunos lo tomaron mal, no en la Argentina, donde entendieron lo que quería decir, pero en España por ejemplo, Francisco Umbral me respondió diciendo “¡Cómo se atreve a atacarnos a Borges y a mí!”. Aunque yo no entro en polémicas literarias, luego le contesté a Umbral en mi columna, porque a mí cuando me llenan los cojones...
-Lanza el guante.
-Yo escribo, no soy conferenciante ni hablo de teorías literarias, pero aquí se pierde mucho tiempo en esas cosas, estamos llenos de cofradías de parásitos que se autoadjudican el papel de árbitros y convierten las páginas de cultura de los diarios en feudos personales. En la Argentina también tenéis unos cuantos escritores oficiales, de conferencia, que no escriben nada pero se pasan la vida diciendo cómo deben escribir los otros, y de paso te avisan que Juan de los Palotes, a quien no leyó nadie, es fundamental para la cultura occidental. Yo elegí alejarme de todo eso, y dedicarme a contar las historias que me apetece contar.
-Como las novelas de capa y espada del capitán Alatriste, que ya van por el quinto libro. Pero cuando publicó el primero de la serie, en 1996, era un género con escasez de lectores. Hizo una apuesta arriesgada: un héroe a la antigua, narrado en el castellano del siglo XVII...
-Era muy arriesgada, de fácil no tenía nada y yo era consciente de eso. Podría haber elegido una fórmula que le agradara a los críticos, pero quería escribir mis historias. Esa es una de las ventajas del éxito, que uno puede hacer lo que quiere. Si no, nadie me hubiera publicado a Alatriste. Nunca imaginé que luego iba a ser una cosa tan difundida. Pero ésa es una batalla que gané.
-Otra vez el combate.
-Mira, Cervantes habla en un capítulo de El Quijote acerca de la educación de las armas y de las letras, donde explica la cultura del soldado: la palabra y la cultura son fundamentales y permiten saber cuándo hay que pelear y cuándo no. Pero parece que si peleas está mal visto, ¿sabes? La putada es que vivimos en un mundo en que todo es políticamente correcto, donde te dicen que no debes pelear. Y no es verdad, porque si no peleáramos ganarían siempre los malos.
La espada y la palabra
El hombre sabe cuándo desenvainar. Tal vez sea menos impulsivo que su capitán Alatriste, que es capaz de batirse porque alguien lo miró mal en la calle. En esos casos, puede que Pérez-Reverte desenvaine un par de filosas palabras, no más que eso. Tampoco comparte con su héroe de capa y espada el porte intimidante ni la mirada de acero con que dotó a su personaje: el escritor no es tan alto como parece en las fotografías ni tan áspero como la mala fama que se echó a cuestas. Hace un par de años jubiló sus anteojos y la máquina de afeitar, y eso le da un aspecto más cortesano, aunque la asociación pueda sacarlo de sus casillas. Para equilibrar la balanza, habrá que decir que cuando habla de Alatriste sus brazos y sus manos se contagian de la pasión de un director de orquesta.
-Lo mejor que puede pasarle a un personaje de ficción es que se hable de él como si hubiese existido en realidad.
-Lo sé, y en efecto hay gente que cree que Alatriste en realidad existió. Sabes que pasa, cuando un libro de éstos tiene mucho éxito hay un momento en el cual pasa esa barrera del lector y ya se convierte en parte del imaginario. Pero en cierta forma Alatriste es real, porque no es un personaje salido solamente de mi imaginación, sino que se nutre de muchos Alatristes reales. Yo he sido un lector de los autores del Siglo de Oro de toda la vida, mi padre me hacía leer a Quevedo, a Lope, a Calderón, a Góngora, porque esos autores no sólo eran parte de mi cultura sino también de mi memoria, eran mi historia. Alatriste se nutre de todo eso, de memorias de soldados de la época, de actas notariales, de documentos, de lecturas. Todo lo que Alatriste hace, lo que dice, lo que piensa, todo eso ocurrió, sólo que de alguna forma he ido robándomelo de toda esa riquísima documentación. Entonces uno siente que Alatriste es real.
-¿Y qué le ha puesto de usted?
-Tiene muy poquito de mí. Le he puesto sí, un punto de vista, un carácter, una forma de ver la vida. Piensa como yo, mira como yo, cree como yo que a veces es necesario batirse por lo que se ama. Pero fuera de eso, todo el resto está tomado de la realidad.
-¿Qué fue primero, el interés por empezar a contar la vida cotidiana del Siglo de Oro o encontrarse con toda esa documentación tan rica que daba para meterla en una historia?
-No, el interés. El Siglo de Oro es para mí muy interesante, porque en ese momento España todavía es la gran potencia mundial, y está empezando a dejar de serlo. España era lo que ni siquiera es hoy Estados Unidos, tenía agarrado al mundo por las pelotas. Nunca ha habido una potencia como aquella España, que ya estaba decayendo pero aún tenía la inercia del viejo imperio. El mundo actual es así porque España era como era, el español de ahora se explica por el español de entonces.
-Revisar el pasado era una manera de explicar este presente.
-Exacto, por eso surge Alatriste. Era un momento importantísimo que apenas se explica en los colegios, se pasa por alto. Pero es entonces cuando a España, que es el país que tiene “la verdadera religión“ como decían ellos, le surge la herejía luterana y calvinista.Frente a eso lidera la reacción contra las potencias protestantes, contra el Dios moderno, y esa defensa del Dios antiguo, reaccionario, vengador y negativo que quema libros, hace que España y los países de la franja católica queden descolgados de los países del progreso. Y ahora seguimos pagando un precio altísimo en cuanto a atraso –y por consecuencia también América Latina–, por haber elegido un Dios equivocado en un momento decisivo para la historia. Curas fanáticos, ministros corruptos y reyes incapaces nos llevaron a ser la piltrafa que todavía somos.
-Un elemento significativo en esta entrega de Alatriste es el homenaje a los autores del Siglo de Oro. Incluso Quevedo y Lope de Vega aparecen como personajes.
-Es que nunca se dio en la historia de la cultura occidental, jamás, una conjunción de talentos en tan poco espacio y en un momento determinado. ¡Vivían todos en cuatro calles a la redonda! Si ese barrio hubiese sido inglés –la desgracia es que estamos en España–, allí habría monumentos, placas, bibliotecas, museos, estatuas... Lope, Góngora, Quevedo, Calderón, Rojas Zorrilla, vivieron todos en el mismo barrio y en la misma época, y esa diversidad cultural no se dio jamás en la historia de la humanidad. Además el teatro y la literatura se nutrían de la calle, no había divorcio entre calle y arte, y por eso funcionaba y era popular. Góngora fracasó porque era muy elitista a pesar de que su poesía era magnífica. El resto de estos tíos triunfa en su época porque la clave de su arte es que era popular. En el teatro de Shakespeare tú estás leyendo el corazón humano, pero no estás hablando de la Inglaterra de entonces, no entiendes a la sociedad isabelina. A cada uno lo suyo: mientras Shakespeare es más universal, la literatura española del siglo XVII es tan concreta socialmente que te permite comprender la época, lo que se comía, lo que se vestía, cómo se amaba... Y esa riqueza documental no se ha repetido.
-No es una buena noticia para sus seguidores, pero aquí también anticipa con precisión cuándo morirá Alatriste.
-Sí, pero todavía quedan muchas historias hasta que eso suceda. El caballero del jubón amarillo transcurre en 1626 y allí cuento que Alatriste muere en 1643 en la batalla de Rocroi, en la que España pierde su hegemonía. Si Alatriste simbolizaba aquella España irrepetible, tenía que morir con ella. Hay otra batalla, la de Breda, que pintó Velázquez en un cuadro que está en el Museo del Prado, y que explica muy bien la historia de España, y también la de Argentina y toda América Latina. Alatriste nació de este cuadro, La rendición de Breda: allí se ve que los que han hecho el trabajo duro, la infantería, están detrás, y los que aparecen en primer plano son los generales. Eso simboliza tanto lo que es el mundo latino, lo que es nuestra historia común: la gente que sufre, que lucha, que muere, nunca aparece en las fotografías. Los que aparecen son el Menem con su Zulemita, el Perón con su Eva Perón, el Franco y tal; en la foto de la Guerra de las Malvinas aparece el Menéndez repeinado con brillantina, pero los soldaditos que están muertos en el campo, en la fotografía no aparecen. Esa gente no sale, los tapan –y no es casualidad– los generales, el caballo y la bandera, como en el cuadro de Velázquez. Eso me hizo reflexionar mucho toda mi vida, porque yo he trabajado en la guerra durante 21 años, y eso de que los tapen, que no aparezcan, siempre me hizo pensar que debía contar la historia de los que están detrás, de los que no aparecen en la fotografía. Por eso está ahí Alatriste.
Cansado de guerra
Hace exactamente diez años, Pérez-Reverte quedó como la Teresa Batista de Jorge Amado: cansado de guerra. Entre 1973 y 1994 cubrió como corresponsal los conflictos en el Líbano, Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Angola, Croacia, Bosnia, la guerra del Golfo. La mochila de su memoria estaba a punto de estallar con los horrores y miserias que lo habían tenido como testigo, y el hombre dijo basta, hasta aquí llego. Su despedida oficial del periodismo tuvo formato de libro, Territorio comanche, quizá su única novela autobiográfica, en la que desnudaba el lado más oscuro de la profesión.
-¿Extraña el periodismo?
-Nada... Cuando era joven era otra cosa. Viajes, whisky, chicas, guerras, aventuras y tal. Pero después ya uno cambia, cambian los puntos de vista, cambia la forma de entender la vida, cambia todo. Hasta que escribí Territorio comanche convivieron en mí el reportero y el escritor, pero ganó el escritor. Ya no podían convivir más. Yo venía de otro mundo, tenía una formación mediterránea, clásica, y yo no quería escribir sobre ese mundo de la guerra en el que estuve 21 años. Yo no cuento mis batallas. Lo que sí me dejó es una forma de ver el mundo. Alatriste sería imposible sin esa mirada.
-Algo bueno sacó, entonces.
-Me enseñó palabras como caridad y compasión, valores que yo desconocía, porque era joven y cruel. Pero el estar en contacto tanto tiempo con el dolor me dio una visión de lo humano de la que yo carecía, me formó como ser humano. Y también aprendí mucho del valor de estar vivo. En cierta forma, el periodismo en la guerra es la vida bajo presión, y eso hace que saques de ti lo bueno y lo malo, y que te conozcas y te enfrentes a tus miedos, a tus defectos, a tus remordimientos, a tus heroísmos y cobardías. Digamos que fue una magnífica escuela de autoconciencia.
-Otra de las razones por las que abandonó el periodismo era cierta búsqueda de libertad.
-Libertad para escribir y hablar de lo que yo quisiera, de no tener jefes. Yo era un reportero objetivo, un tipo que iba y contaba lo que veía, nada más, y que el espectador sacara sus conclusiones. Pero en Sarajevo, donde la última vez estuve seis meses, me di cuenta de que estaba empezando a tomar partido, era lo bastante mayor y maduro como para tomar partido. Me calentaba y se me notaba. Entonces advertí que estaba perdiendo objetividad, que ya no era sólo un reportero sino un tipo que opina.
-Y ahora opina de lo que le da la gana en su columna semanal.
-Sí, pero eso no es periodismo, eso está muy claro, sino que son unos ejercicios personales de ajustes de cuentas, de desahogos, divertidos o brutales, depende de cada caso. Generalmente están llenos de atrocidades, pero ya todo el mundo sabe que son “cosas de Arturo”, nadie se ofende demasiado, y tampoco pretendo ser ofensivo para nadie. Pero me divierto haciéndolo.
-Como corresponsal de guerra usted cubrió la Guerra de Malvinas. Hace un tiempo contó que a algunos de los oficiales con los que había compartido tragos, informaciones y hasta cierta amistad, los descubrió un día en las páginas de los diarios acusados de torturadores. ¿Qué sintió ante esa revelación?
-Te puedes imaginar la sensación. Pero confirmé una cosa que ya sabía: en la vida el malo no lleva la M de malo puesta en la frente, ni el bueno lleva la B de bueno. Es más, entendí que todos somos buenos y malos al mismo tiempo. Un tipo que es un buen padre de familia, que lo ves como un tipo magnífico y simpático, puede ser a la vez un torturador, un asesino, un ladrón, un estafador... Aquello fue una lección de humildad: nunca conoces a la gente por mucho que creas que la conoces. Pero estos oficiales, nunca jamás, ni una sola vez, hicieron el menor comentario sobre la guerra sucia. No lo supe hasta que un día abrí un periódico y vi las fotos de ellos como represores. Mis amigos estaban allí. Todos.
-Desde entonces visitó varias veces la Argentina, no como periodista sino ya como escritor.
-Sí, y quiero decirte una cosa al respecto. Hace tres o cuatro años que no voy, a pesar de que mi editor ha insistido mucho para que vaya, pero es que me daba vergüenza: no podía llegar a un país que estaba en plena crisis económica, con lo mal que la estaba pasando, para decir “Vayan y compren mis libros” cuando la gente no tenía para comer. Era una cuestión moral, me sentía mal, de verdad me daba vergüenza. Los libros son importantes, pero más importante es comer, vamos. Con lo que vale un libro la gente come una semana. Ahora la cosa está un poco mejor, me han insistido, y estaré por allí hacia fines de abril.
-¿Antes se irá a navegar?
-Ojalá pudiera, pero primero tengo que ir a México a presentar El caballero del jubón amarillo, y luego hay una gira por varias ciudades de los Estados Unidos, donde acaba de salir la versión en inglés de La reina del sur. Y en abril, a Buenos Aires.
-¿Escribe en su barco?
-No, cuando navegas no puedes escribir. Crear esos tres o cuatro folios que sacas cada día, eso solamente puedo hacerlo en mi casa tranquilo. Porque además trabajo con mucho material, documentos, libros, notas. En un barco lees mucho –yo debo tener allí unos trescientos libros–, y cuando hay mal tiempo peleas por tu vida. Mi barco es mi casa, es mi memoria, yo vengo de ahí.
-Esa barba que lleva ahora, ¿es de marino o de académico de la Lengua?
-Es barba de marino, por supuesto, una barba a lo Conrad. Me la dejé hace un par de años, y ya voy a morir con ella.
“Es una batalla que he ganado”, dirá más tarde Arturo Pérez-Reverte, ya relajado y sin soberbia, en un hotel de Madrid. Es jueves, día de reunión de académicos de la Lengua, y el hombre se presenta a la entrevista con Ñ acicalado y filoso. O sea: con la guardia en alto. Tiene fama de irritable e impaciente, no le gusta perder un tiempo que no le sobra y es un secreto a voces que ha tirado a más de un periodista por la borda. Porque además el hombre es marino, capitán de yate, para quienes entiendan del asunto.
Una biografía informal apuntará este dato y se aderezará con otros: que su España le produce más urticarias que consuelos; que de pequeño lo alimentaron con Dumas y Homero; que demasiadas veces vio matar y morir; que el fútbol le aburre y que le divierten las películas de Luis Sandrini; que tiene una agenda cargada de nombres de narcotraficantes, terroristas, farándulas y afines, retazos de su vida de reportero; que cuando se apasiona la palabra “gilipollas” se le resbala frase de por medio; que en la columna que mantiene desde hace años en El Semanal –una revista dominical que se distribuye junto a decenas de diarios españoles– es capaz de defender la eutanasia o de dedicarle varios párrafos a los percheros de la Academia, de extrañar a su peluquero o despotricar contra la televisión, pero sobre todo, de batirse en un duelo de letras con estocadas que llevan nombre y apellido. “En esta vida hay que pelear, aunque después ganen los malos”, justificará más adelante.
La otra, la biografía formal, señalará que escribió algunas de las novelas más exitosas de los últimos tiempos, varias de ellas llevadas al cine con mayor o menor disgusto de su autor. También dirá que nació en Cartagena hace 52 años, al borde del Mediterráneo, que recibió premios varios y se publicaron numerosos ensayos sobre su obra. Que uno de los libros que reúne sus columnas semanales se titula Con ánimo de ofender, por si a alguien le quedan dudas acerca de su estilo frontal. Que su saga del capitán Alatriste es materia de estudio en los colegios y que con estas aventuras ambientadas y narradas con el lenguaje del siglo XVII, obtuvo una fama impensada que se reproduce hasta en estampillas oficiales. Sin embargo, buscar el nombre de Pérez-Reverte en encuentros, mesas redondas o jurados literarios será como encontrar una aguja en un pajar porque, asegura el hombre, ese reino no es de su mundo.
Combate letra a letra
-Usted es como su capitán Alatriste: no pertenece a ningún bando. Pero los rivales existen. Hay una frase en “El caballero del jubón amarillo”, el nuevo libro de la serie: “No hay peor enemigo que el del propio oficio”. Y eso usted lo sufrió en carne propia. ¿Se aplica mucho esa frase a los escritores?
-A los escritores, a los actores, a los periodistas y a todos, vamos.
-Pero entre los escritores hay un campo de batalla que es el bestseller. Ciertos sectores sostienen que si un libro vende mucho, no puede ser bueno. Los bestsellers son tratados como un género menor.
-Es que hay algunos que son menores. Incluso dentro de lo que es el bestseller de entretenimiento hay diferencias. No es lo mismo Frederick Forsyth que Stephen King, ni Ken Follet que John Le Carré... hay diferencias. Pero yo creo que toda novela es respetable mientras haya un lector que encuentre en ellas diversión, reflexión, sabiduría o cualquiera de las posibilidades que puede ofrecer un libro.
-¿Entonces por qué se suele menospreciar a ciertos autores de éxito? De algún modo, los lectores los eligen.
-Están llamando idiota al lector, exactamente. A veces lees esos comentarios y te preguntas: ¿Y éste quién es? ¿Cómo se atreve este gilipollas, que ha hecho dos novelas que no ha leído ni su madre, que es incapaz de juntar en letras una historia, cómo se atreve semejante cretino a decir que tal o cual es un escritor mediocre? Mira, para darte un ejemplo, yo no le perdono a los argentinos que hayan dicho que la literatura de Soriano es superficial.
-¿Osvaldo Soriano?
-El mismo, a quien lamento no haber conocido personalmente. Creo que nadie explicó mejor que él al argentino, y lo ha hecho de una manera divertida, amable, amena, y eso no se lo perdonaron. ¡Hay que ser gilipollas! ¡Es como si dijeras que Lope de Vega era superficial porque le gustaba a la gente! Entonces yo no le perdono a los argentinos –y hablo desde un punto de vista literario, lógicamente–, que Soriano haya muerto apenado porque jamás le reconocieron el papel importantísimo que jugó en la literatura argentina de su época. Hay novelas como A sus plantas rendido un león o No habrá más penas ni olvido, que son fundamentales. Y es imperdonable que unos tíos mediocres, una banda de gilipollas sin nada que decir, crucificaran de esa manera a Soriano, es un oprobio que cae sobre la cultura argentina. Algunos incluso han sido incapaces de ocupar su puesto. Y ya que hablamos de argentinos te cuento algo: uno de los tres escritores que propuse el año pasado para el Premio Cervantes es Roberto Fontanarrosa. No lo ganó, como ya sabemos, pero me di un gusto.
-Sigamos con otro argentino: hace algún tiempo hizo ciertos comentarios sobre Borges que levantaron polvareda.
-El que conoce a Borges sabe de lo que yo estaba hablando. Borges es un autor inmenso, a quien yo en La tabla de Flandes le hago un homenaje de la hostia. Pero como persona era un viejo malvado, un snob que decía que El Quijote era mejor en inglés, un concheto, un gilipollas. Cuando dije eso algunos lo tomaron mal, no en la Argentina, donde entendieron lo que quería decir, pero en España por ejemplo, Francisco Umbral me respondió diciendo “¡Cómo se atreve a atacarnos a Borges y a mí!”. Aunque yo no entro en polémicas literarias, luego le contesté a Umbral en mi columna, porque a mí cuando me llenan los cojones...
-Lanza el guante.
-Yo escribo, no soy conferenciante ni hablo de teorías literarias, pero aquí se pierde mucho tiempo en esas cosas, estamos llenos de cofradías de parásitos que se autoadjudican el papel de árbitros y convierten las páginas de cultura de los diarios en feudos personales. En la Argentina también tenéis unos cuantos escritores oficiales, de conferencia, que no escriben nada pero se pasan la vida diciendo cómo deben escribir los otros, y de paso te avisan que Juan de los Palotes, a quien no leyó nadie, es fundamental para la cultura occidental. Yo elegí alejarme de todo eso, y dedicarme a contar las historias que me apetece contar.
-Como las novelas de capa y espada del capitán Alatriste, que ya van por el quinto libro. Pero cuando publicó el primero de la serie, en 1996, era un género con escasez de lectores. Hizo una apuesta arriesgada: un héroe a la antigua, narrado en el castellano del siglo XVII...
-Era muy arriesgada, de fácil no tenía nada y yo era consciente de eso. Podría haber elegido una fórmula que le agradara a los críticos, pero quería escribir mis historias. Esa es una de las ventajas del éxito, que uno puede hacer lo que quiere. Si no, nadie me hubiera publicado a Alatriste. Nunca imaginé que luego iba a ser una cosa tan difundida. Pero ésa es una batalla que gané.
-Otra vez el combate.
-Mira, Cervantes habla en un capítulo de El Quijote acerca de la educación de las armas y de las letras, donde explica la cultura del soldado: la palabra y la cultura son fundamentales y permiten saber cuándo hay que pelear y cuándo no. Pero parece que si peleas está mal visto, ¿sabes? La putada es que vivimos en un mundo en que todo es políticamente correcto, donde te dicen que no debes pelear. Y no es verdad, porque si no peleáramos ganarían siempre los malos.
La espada y la palabra
El hombre sabe cuándo desenvainar. Tal vez sea menos impulsivo que su capitán Alatriste, que es capaz de batirse porque alguien lo miró mal en la calle. En esos casos, puede que Pérez-Reverte desenvaine un par de filosas palabras, no más que eso. Tampoco comparte con su héroe de capa y espada el porte intimidante ni la mirada de acero con que dotó a su personaje: el escritor no es tan alto como parece en las fotografías ni tan áspero como la mala fama que se echó a cuestas. Hace un par de años jubiló sus anteojos y la máquina de afeitar, y eso le da un aspecto más cortesano, aunque la asociación pueda sacarlo de sus casillas. Para equilibrar la balanza, habrá que decir que cuando habla de Alatriste sus brazos y sus manos se contagian de la pasión de un director de orquesta.
-Lo mejor que puede pasarle a un personaje de ficción es que se hable de él como si hubiese existido en realidad.
-Lo sé, y en efecto hay gente que cree que Alatriste en realidad existió. Sabes que pasa, cuando un libro de éstos tiene mucho éxito hay un momento en el cual pasa esa barrera del lector y ya se convierte en parte del imaginario. Pero en cierta forma Alatriste es real, porque no es un personaje salido solamente de mi imaginación, sino que se nutre de muchos Alatristes reales. Yo he sido un lector de los autores del Siglo de Oro de toda la vida, mi padre me hacía leer a Quevedo, a Lope, a Calderón, a Góngora, porque esos autores no sólo eran parte de mi cultura sino también de mi memoria, eran mi historia. Alatriste se nutre de todo eso, de memorias de soldados de la época, de actas notariales, de documentos, de lecturas. Todo lo que Alatriste hace, lo que dice, lo que piensa, todo eso ocurrió, sólo que de alguna forma he ido robándomelo de toda esa riquísima documentación. Entonces uno siente que Alatriste es real.
-¿Y qué le ha puesto de usted?
-Tiene muy poquito de mí. Le he puesto sí, un punto de vista, un carácter, una forma de ver la vida. Piensa como yo, mira como yo, cree como yo que a veces es necesario batirse por lo que se ama. Pero fuera de eso, todo el resto está tomado de la realidad.
-¿Qué fue primero, el interés por empezar a contar la vida cotidiana del Siglo de Oro o encontrarse con toda esa documentación tan rica que daba para meterla en una historia?
-No, el interés. El Siglo de Oro es para mí muy interesante, porque en ese momento España todavía es la gran potencia mundial, y está empezando a dejar de serlo. España era lo que ni siquiera es hoy Estados Unidos, tenía agarrado al mundo por las pelotas. Nunca ha habido una potencia como aquella España, que ya estaba decayendo pero aún tenía la inercia del viejo imperio. El mundo actual es así porque España era como era, el español de ahora se explica por el español de entonces.
-Revisar el pasado era una manera de explicar este presente.
-Exacto, por eso surge Alatriste. Era un momento importantísimo que apenas se explica en los colegios, se pasa por alto. Pero es entonces cuando a España, que es el país que tiene “la verdadera religión“ como decían ellos, le surge la herejía luterana y calvinista.Frente a eso lidera la reacción contra las potencias protestantes, contra el Dios moderno, y esa defensa del Dios antiguo, reaccionario, vengador y negativo que quema libros, hace que España y los países de la franja católica queden descolgados de los países del progreso. Y ahora seguimos pagando un precio altísimo en cuanto a atraso –y por consecuencia también América Latina–, por haber elegido un Dios equivocado en un momento decisivo para la historia. Curas fanáticos, ministros corruptos y reyes incapaces nos llevaron a ser la piltrafa que todavía somos.
-Un elemento significativo en esta entrega de Alatriste es el homenaje a los autores del Siglo de Oro. Incluso Quevedo y Lope de Vega aparecen como personajes.
-Es que nunca se dio en la historia de la cultura occidental, jamás, una conjunción de talentos en tan poco espacio y en un momento determinado. ¡Vivían todos en cuatro calles a la redonda! Si ese barrio hubiese sido inglés –la desgracia es que estamos en España–, allí habría monumentos, placas, bibliotecas, museos, estatuas... Lope, Góngora, Quevedo, Calderón, Rojas Zorrilla, vivieron todos en el mismo barrio y en la misma época, y esa diversidad cultural no se dio jamás en la historia de la humanidad. Además el teatro y la literatura se nutrían de la calle, no había divorcio entre calle y arte, y por eso funcionaba y era popular. Góngora fracasó porque era muy elitista a pesar de que su poesía era magnífica. El resto de estos tíos triunfa en su época porque la clave de su arte es que era popular. En el teatro de Shakespeare tú estás leyendo el corazón humano, pero no estás hablando de la Inglaterra de entonces, no entiendes a la sociedad isabelina. A cada uno lo suyo: mientras Shakespeare es más universal, la literatura española del siglo XVII es tan concreta socialmente que te permite comprender la época, lo que se comía, lo que se vestía, cómo se amaba... Y esa riqueza documental no se ha repetido.
-No es una buena noticia para sus seguidores, pero aquí también anticipa con precisión cuándo morirá Alatriste.
-Sí, pero todavía quedan muchas historias hasta que eso suceda. El caballero del jubón amarillo transcurre en 1626 y allí cuento que Alatriste muere en 1643 en la batalla de Rocroi, en la que España pierde su hegemonía. Si Alatriste simbolizaba aquella España irrepetible, tenía que morir con ella. Hay otra batalla, la de Breda, que pintó Velázquez en un cuadro que está en el Museo del Prado, y que explica muy bien la historia de España, y también la de Argentina y toda América Latina. Alatriste nació de este cuadro, La rendición de Breda: allí se ve que los que han hecho el trabajo duro, la infantería, están detrás, y los que aparecen en primer plano son los generales. Eso simboliza tanto lo que es el mundo latino, lo que es nuestra historia común: la gente que sufre, que lucha, que muere, nunca aparece en las fotografías. Los que aparecen son el Menem con su Zulemita, el Perón con su Eva Perón, el Franco y tal; en la foto de la Guerra de las Malvinas aparece el Menéndez repeinado con brillantina, pero los soldaditos que están muertos en el campo, en la fotografía no aparecen. Esa gente no sale, los tapan –y no es casualidad– los generales, el caballo y la bandera, como en el cuadro de Velázquez. Eso me hizo reflexionar mucho toda mi vida, porque yo he trabajado en la guerra durante 21 años, y eso de que los tapen, que no aparezcan, siempre me hizo pensar que debía contar la historia de los que están detrás, de los que no aparecen en la fotografía. Por eso está ahí Alatriste.
Cansado de guerra
Hace exactamente diez años, Pérez-Reverte quedó como la Teresa Batista de Jorge Amado: cansado de guerra. Entre 1973 y 1994 cubrió como corresponsal los conflictos en el Líbano, Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Angola, Croacia, Bosnia, la guerra del Golfo. La mochila de su memoria estaba a punto de estallar con los horrores y miserias que lo habían tenido como testigo, y el hombre dijo basta, hasta aquí llego. Su despedida oficial del periodismo tuvo formato de libro, Territorio comanche, quizá su única novela autobiográfica, en la que desnudaba el lado más oscuro de la profesión.
-¿Extraña el periodismo?
-Nada... Cuando era joven era otra cosa. Viajes, whisky, chicas, guerras, aventuras y tal. Pero después ya uno cambia, cambian los puntos de vista, cambia la forma de entender la vida, cambia todo. Hasta que escribí Territorio comanche convivieron en mí el reportero y el escritor, pero ganó el escritor. Ya no podían convivir más. Yo venía de otro mundo, tenía una formación mediterránea, clásica, y yo no quería escribir sobre ese mundo de la guerra en el que estuve 21 años. Yo no cuento mis batallas. Lo que sí me dejó es una forma de ver el mundo. Alatriste sería imposible sin esa mirada.
-Algo bueno sacó, entonces.
-Me enseñó palabras como caridad y compasión, valores que yo desconocía, porque era joven y cruel. Pero el estar en contacto tanto tiempo con el dolor me dio una visión de lo humano de la que yo carecía, me formó como ser humano. Y también aprendí mucho del valor de estar vivo. En cierta forma, el periodismo en la guerra es la vida bajo presión, y eso hace que saques de ti lo bueno y lo malo, y que te conozcas y te enfrentes a tus miedos, a tus defectos, a tus remordimientos, a tus heroísmos y cobardías. Digamos que fue una magnífica escuela de autoconciencia.
-Otra de las razones por las que abandonó el periodismo era cierta búsqueda de libertad.
-Libertad para escribir y hablar de lo que yo quisiera, de no tener jefes. Yo era un reportero objetivo, un tipo que iba y contaba lo que veía, nada más, y que el espectador sacara sus conclusiones. Pero en Sarajevo, donde la última vez estuve seis meses, me di cuenta de que estaba empezando a tomar partido, era lo bastante mayor y maduro como para tomar partido. Me calentaba y se me notaba. Entonces advertí que estaba perdiendo objetividad, que ya no era sólo un reportero sino un tipo que opina.
-Y ahora opina de lo que le da la gana en su columna semanal.
-Sí, pero eso no es periodismo, eso está muy claro, sino que son unos ejercicios personales de ajustes de cuentas, de desahogos, divertidos o brutales, depende de cada caso. Generalmente están llenos de atrocidades, pero ya todo el mundo sabe que son “cosas de Arturo”, nadie se ofende demasiado, y tampoco pretendo ser ofensivo para nadie. Pero me divierto haciéndolo.
-Como corresponsal de guerra usted cubrió la Guerra de Malvinas. Hace un tiempo contó que a algunos de los oficiales con los que había compartido tragos, informaciones y hasta cierta amistad, los descubrió un día en las páginas de los diarios acusados de torturadores. ¿Qué sintió ante esa revelación?
-Te puedes imaginar la sensación. Pero confirmé una cosa que ya sabía: en la vida el malo no lleva la M de malo puesta en la frente, ni el bueno lleva la B de bueno. Es más, entendí que todos somos buenos y malos al mismo tiempo. Un tipo que es un buen padre de familia, que lo ves como un tipo magnífico y simpático, puede ser a la vez un torturador, un asesino, un ladrón, un estafador... Aquello fue una lección de humildad: nunca conoces a la gente por mucho que creas que la conoces. Pero estos oficiales, nunca jamás, ni una sola vez, hicieron el menor comentario sobre la guerra sucia. No lo supe hasta que un día abrí un periódico y vi las fotos de ellos como represores. Mis amigos estaban allí. Todos.
-Desde entonces visitó varias veces la Argentina, no como periodista sino ya como escritor.
-Sí, y quiero decirte una cosa al respecto. Hace tres o cuatro años que no voy, a pesar de que mi editor ha insistido mucho para que vaya, pero es que me daba vergüenza: no podía llegar a un país que estaba en plena crisis económica, con lo mal que la estaba pasando, para decir “Vayan y compren mis libros” cuando la gente no tenía para comer. Era una cuestión moral, me sentía mal, de verdad me daba vergüenza. Los libros son importantes, pero más importante es comer, vamos. Con lo que vale un libro la gente come una semana. Ahora la cosa está un poco mejor, me han insistido, y estaré por allí hacia fines de abril.
-¿Antes se irá a navegar?
-Ojalá pudiera, pero primero tengo que ir a México a presentar El caballero del jubón amarillo, y luego hay una gira por varias ciudades de los Estados Unidos, donde acaba de salir la versión en inglés de La reina del sur. Y en abril, a Buenos Aires.
-¿Escribe en su barco?
-No, cuando navegas no puedes escribir. Crear esos tres o cuatro folios que sacas cada día, eso solamente puedo hacerlo en mi casa tranquilo. Porque además trabajo con mucho material, documentos, libros, notas. En un barco lees mucho –yo debo tener allí unos trescientos libros–, y cuando hay mal tiempo peleas por tu vida. Mi barco es mi casa, es mi memoria, yo vengo de ahí.
-Esa barba que lleva ahora, ¿es de marino o de académico de la Lengua?
-Es barba de marino, por supuesto, una barba a lo Conrad. Me la dejé hace un par de años, y ya voy a morir con ella.
Publicado el 13.3.2004, Ñ 24
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