2.9.14

El último escritor dichoso

Adolfo Bioy Casares. De las ficciones imaginativas a las memorias póstumas.Un recorrido por los momentos más importantes de su vida y de su obra
En Rincón viejo, la estancia de Pardo, Bioy se formó como lector y escritor. Decía que era el único lugar en el mundo al que siempre quería volver./revista Ñ

Hijo de estancieros acaudalados, hombre de hermosa estampa, deportista amateur, fotógrafo aficionado, cinéfilo fanático, seductor empedernido, amigo entrañable y partenaire literario del mejor escritor argentino. Adolfo Bioy Casares fue todo eso pero por sobre todo, un escritor que supo prodigar una imaginación y una alegría disidentes en las letras argentinas.
Bendecido con envidiable cantidad de dones, supo ejercerlos sin culpas e incluso con abnegación y trabajo. Su madre, Marta Casares, que temía ver a su único hijo eternamente atrapado en las redes femeninas, le aconsejó el casamiento temprano con Silvina, la más talentosa de las Ocampo, pero también la más fea y once años mayor que él. El matrimonio, fundado en la admiración mutua, duró más de cinco décadas y fue también una sociedad literaria: juntos escribieron la novela Los que aman, odian y prepararon en trío con Borges la influyente Antología de la literatura fantástica –que estableció un modo de leer el género– y una Antología poética argentina .
Si Silvina le mostró a Bioy el misterio del mundo, Borges le hizo ver en la literatura un futuro más aventurero que en la administración de estancias o la carrera de leyes sugeridas por Bioy padre. En él encontró, además, un guía hedonista en el placer procurado al lector; un socio en el jolgorio de la escritura –varios libros de cuentos publicados bajo los seudónimos de H. Bustos Domecq y Benito Suárez Lynch, y dos guiones cinematográficos– y un mentor que le asignaba un lugar preciso junto a él en la literatura argentina, pobre de relatos fantásticos.
Los fracasos amorosos iniciales, tan contundentes como los literarios, le marcaron el camino: con las mujeres perfeccionaría hasta la senectud su condición de amante a repetición, y con los libros, una relación metódica y constante. “Traté de leer toda la literatura francesa, toda la española, toda la inglesa, la americana, la argentina, la de otros países europeos, un poco de la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la japonesa, de la chilena, autores persas, en fin…, quise leer todo. Y, mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir”, contaba.
La voluntad de trabajo y la conciencia de las propias limitaciones lo alejaron de la figura del dandi de escritura liviana y de entretenimiento, que sin embargo prevalecería tras las lecturas de David Viñas primero y César Aira después. Esta imagen se impuso con la velocidad del prejuicio, le hizo perder progresivamente espacio en los programas universitarios y provocó que su literatura dejara de ser interesante para cierto público. Quizá sea esa la razón por la que hubo que esperar hasta 2012 –trece años después de su muerte– para ver la aparición del primer tomo de sus obras completas, publicadas por Emecé –donde por décadas trabajó con Borges. Sin embargo, la distribución no llegó a España.
La máquina perpetua Con La invención de Morel (1940), su “primera novela buena”, diría Macedonio, ABC llegó todo lo lejos que fue posible. Celebrada por Borges que en el prólogo la califica de “perfecta” y le atribuye la inauguración del género de la imaginación razonada, cosechó elogios y estudios especializados durante décadas en la Argentina y en todos los países donde fue traducida. Inspiró la filmación de El año pasado en Marienbad, la película de Alain Resnais con guión de Robbe-Grillet, y de la versión dirigida por Emidio Greco y protagonizada por Anna Karina, entre varios otros que llevaron la historia a la pantalla e incluso al cómic. Hace unos años fue alcanzada por la fama mediática, de la mano de la serie Lost, cuyos guionistas destacaron la importancia de la novela en la trama. Las imágenes de uno de sus protagonistas (Sawyer) leyendo el libro en distintas escenas fue suficiente para que las ventas se dispararan en Amazon y lo ubicaran en el top ten de los títulos de literatura latinoamericana más populares de todos los tiempos. También Solaris, la obra más importante del pope de la ciencia ficción Stanislaw Lem, es una suerte de hijo natural de La invención… El dato es elocuente de la manera intensiva y admirada como fue leída su obra en otros países por fuera de datos contextuales.
Seis décadas después de su publicación, la novela siguió extendiendo su influencia en cursos impensados: antecedente del holograma, también se emparenta con “Recuerdos inventados”, obra de la fotógrafa Gabriela Bettini quien gracias a diversos montajes en tamaño real, se muestra interactuando con sus familiares desaparecidos en la última dictadura.
Fuga y misterio “Yo tengo la obsesión del viaje. Siempre creo que voy a solucionar todo yéndome”, dijo Bioy con motivo del acoso al que lo sometían algunas amantes. La fuga, el pasaje a otro plano de la realidad, a otros tiempos o espacios, se impone ante el presente invivible. No pocos de sus personajes inventan procedimientos que alteran el campo perceptivo como modo de acceso a esas instancias. La idea aparece en la novela Plan de evasión (1945), en los cuentos de La trama celeste (1948) –concebidos tras la lectura de los filósofos George Berkeley y David Hume– y más tarde en su novela preferida, Dormir al sol (1973).
Hoy las llamaríamos ficciones paranoicas en las que elementos hostiles de la sociedad provocan fisuras en la percepción. La sensación de ser acechado desde la esquina de un barrio tranquilo, en recintos controlados, edificios ruinosos o instituciones médicas enlaza tópicos comunes al género fantástico y al policial. Y el enigma propio de ambos –verdadero motor del relato– no le cede espacio a la ambigüedad: la explicación arriba en el momento justo y no defrauda.
Por esa época y para conjurar el temor al error, que lo obsesionaba, Bioy se había propuesto crear “invenciones rigurosas, verosímiles a fuerza de sintaxis”. Nadie duda de que lo había logrado.
La voz del barrio
Con El sueño de los héroes (1954), su otra gran novela, la naturaleza de los enigmas da un vuelco, instalando la experiencia de lo extraño en el corazón de lo cotidiano. Según Aira, “inaugura su modalidad definitiva, una combinación de género fantástico y costumbrismo plebeyo dominada por la ironía paternalista y el desdén”. Hay razones que explican ese giro. “En mis novelas no hay casi digresiones, y es por las digresiones que entra la vida en los relatos”, reflexionaba Bioy, al diagnosticar aquello que consideraba una falta en sus primeros libros. La necesidad de hacer entrar la vida motiva el cambio de escenarios y de situaciones. Ya no más islas, máquinas prodigiosas ni inventos pseudocientíficos. En adelante, la clase media baja protagonizará sucesos extraordinarios ocurridos en los barrios porteños.
Jaime Rest apuntaba con acierto que en la literatura de ABC hay “una densidad vital concreta”, ausente en Borges y presente en los personajes de ABC que dialogan profusamente. Con el oído atento a los modos y registros de ese decir, el afán mimético corre parejo con cierta condescendencia. El recurso a Bioy lo divertía y con él quería divertir al lector.
Sencillos, incautos u obnubilados por amor viven amenazados por figuras cerebrales y mesiánicas que buscan mejorar la vida o asegurar la inmortalidad mediante métodos equivocados. Son “malvados” diferentes de los de Roberto Arlt, que persiguen la destrucción de un orden de cosas injusto; Morel, Castel o del Dr. Samaniego, en cambio, actúan bajo los dictados de una compasión acaso retorcida hacia el género humano, que no pocas veces el autor ocultó en los ropajes de la parodia.
La compasión y la ferocidad se disputan el lugar incluso dentro de un mismo sujeto. Bien lo sabe el protagonista de la perturbadora Diario de la guerra del cerdo (1969) cuando dice: “En esta guerra los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser. Un odio bastante asustado”. La vejez o el temor que provoca su vecindad empieza a ser un tema literario cuando sus efectos ya se padecen en el cuerpo. La narrativa de Bioy es sensible a ese desgaste y seguirá un proceso similar al de la filmografía de Woody Allen, se vuelve amable, ligeramente risueña, iluminada de tanto en tanto con chispazos de un talento desganado.
Sorpresas te da la vida
El Premio Cervantes lo sorprendió en 1990, cuando el número de sus lectores menguaba a la par de su fortuna. La distinción le acercó un nuevo público, España lo redescubrió y en la Argentina su obra se reeditó, aunque en cuentagotas.
El éxito momentáneo resultó tan imprevisto como la aparición de su hijo Fabián, de cuya existencia es probable que ni Bioy mismo fuera anoticiado a su tiempo. El reconocimiento y el hijo varón acaso los viviera como caricias antes del zarpazo final. El Alzheimer de Silvina y su posterior muerte, seguida casi de inmediato por la de su hija Marta, le sumaron golpes definitivos. La muerte le llegó a él cuatro años más tarde y para entonces ya no esperaba, ni quería, nada de la vida.
Una paradoja triste anuda la muerte de Fabián con la publicación póstuma del fenomenal Borges , ambas ocurridas en 2006. Como si con el último de los Bioy se extinguiera no sólo un apellido, sino cierto tipo de literatura injustamente eclipsada por la mayor y más deslumbrante construcción memorialística de que tenga noticia la literatura argentina, y que promete expandirse en miles de páginas aún inéditas. Habrá que ver, entonces, si el Bioy inventor de ficciones inolvidables le gana la pulseada al otro, póstumo y surgido en buena medida de la decisión y el trabajo de sus editores.

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