20.9.14

¿Para qué es útil la censura?

Durante el siglo XX, las dictaduras impusieron su idea de sociedad quemando libros, asesinando y encarcelando artistas. Breve recorrido por la censura en dos de los imperios de esa época: Alemania y la Unión Soviética
Adolfo Hitler durante una exposición de arte en Alemania. 15 mil obras de arte fueron decomisadas en ese entonces./elespectador.com

En noviembre de 1933, más de una década después de que se estableciera la Unión Soviética, el poeta Osip Mandelstam escribió: “Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies, / nuestras voces a diez pasos no se oyen. / Y cuando osamos hablar a medias, / al montañés del Kremlin siempre evocamos. / Sus gordos dedos son sebosos gusanos / y sus seguras palabras, pesadas pesas. / De sus mostachos se carcajean las cucarachas, / y relucen las cañas de sus botas”.
El poema estaba dirigido a Iosif Stalin, líder supremo de la Unión Soviética. Stalin, quien impulsó el gulag para encerrar a sus enemigos y aniquilarlos a través del trabajo y la esclavitud. Stalin, quien aprobó métodos efectivos de tortura que la KGB y la Checa, los órganos a su mano, usaron contra artistas y opositores y ciudadanos que no eran artistas ni opositores. En ese contexto, las palabras no sólo eran un desafío, sino casi una sentencia. Un año después fue exiliado con su esposa a una región alejada en los Urales: que lo hubieran dejado vivo fue un milagro. Pero duró poco. En 1938 fue enviado a un campo de concentración cerca de Vladivostok, acusado de “actividades contrarrevolucionarias”, un cargo, por demás, que ponían sobre cualquiera sin prueba alguna.
Su muerte, sin embargo, no se debe sólo a todo cuanto escribió. Su muerte es un síntoma de una patología mayor. “Aquel poema, pese a su poder destructivo, no fue sino un producto secundario del tratamiento que hace Mandelstam del tema de esa era no tan nueva —escribió el poeta ruso y premio nobel Joseph Brodsky—. (...) Fue la intensidad inmensa del lirismo en la poesía de Mandelstam lo que hizo que se situara al margen de sus contemporáneos (...), puesto que el lirismo sobre cualquier otra cosa que pueda ser alcanzada dentro de la interacción humana, cualquiera que sea su denominación, es lo que hace la obra de arte y lo que permite que sobreviva. Esa es la razón de que la escoba de hierro, cuyo propósito era la castración espiritual de toda la población, no pudiera pasarlo por alto”. Dicho de otro modo: Mandelstam terminó encarcelado no por un poema, sino porque el espíritu del poema, potenciado en la mente de miles de lectores, era una amenaza real a la representación que Stalin deseaba imponer.
El método, pues, parece simple: si quieres poder, entonces elimina las ideas. Y los artistas son los portadores de las ideas. Entonces hay que matarlos, torturarlos, encarcelarlos, censurar sus obras, quemarlas y rechazarlas, si es necesario, por decreto. Esas son las maneras de la dictadura, aún incluso en países donde no existe formalmente una dictadura. Un dictador no desautoriza una idea (porque, de ese modo, también la reconoce): prefiere cercenarla, convertirla en el signo de un tiempo aterrador que no permitirá avanzar a la “raza” a un estadio más “adecuado”. Por encima del acto en sí mismo (la quema de libros, el decomiso de obras, la censura de exposiciones), el que habla es el espíritu de ese acto: para obtener poder, hay que crear una nueva representación de sociedad, una imagen nueva y vigorosa plena de los valores que ese régimen desea inculcar sobre la familia, el derecho, la organización social, la economía. Y el arte es ese objeto de comunicación.
Por eso, poco antes de erigirse como canciller de Alemania, Adolfo Hitler impulsó golpes contra las bibliotecas berlinesas para incinerar libros de autores “degradantes”: Thomas Mann, Heinrich Mann, Sigmund Freud, Albert Einstein. Cualquier expresión que atentara contra la lógica aria era un símbolo de decadencia. El nazismo quería realzar, sobre todo, la imagen del antiguo imperio sobre un concepto de raza y de perfección biológica. Esa misma idea se trasladó al arte: esta fue la razón para que, a finales de los años 30, el ministro de propaganda Joseph Goebbels ordenara el decomiso de más de 15.000 obras de arte de los museos alemanes. Movimientos como el expresionismo, el impresionismo, el fauvismo y el cubismo eran calificados por Goebbels como “arte degenerado”; la representación del cuerpo humano y los paisajes, que en estos movimientos carecía de la simetría propia de las escuelas clásicas, era un desafío para la imagen de mundo que ellos, los nazis, querían difundir.
La censura es, por tanto, el antídoto eficiente usado por un poder que impone una escala de valores. Apoyada en la legislación, se convierte también en una forma del miedo y cierra las puertas a una sociedad que pretende mayores libertades. Es, de nuevo, una patología: síntomas de una enfermedad mayor, por lo general perversa, que le permite a su portador convertirse en dueño único e inamovible de la razón. El arte valida las ideas que una sociedad aprehende como verdades. Dejar que una obra de arte sea expuesta o impresa es un modo, para algunos, de la desesperación. Hay que poner reglas: por eso la Unión Soviética obligaba a sus pintores a retratar motivos proletarios, máquinas, hombres y mujeres trabajando por la patria nueva. Tal vez por eso Mandelstam también escribió: “El poder es repulsivo como los dedos del barbero...”.

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