Durante el siglo XX, las dictaduras impusieron su idea de sociedad quemando libros, asesinando y encarcelando artistas. Breve recorrido por la censura en dos de los imperios de esa época: Alemania y la Unión Soviética
Adolfo Hitler durante una exposición de arte en Alemania. 15 mil obras de arte fueron decomisadas en ese entonces./elespectador.com |
En noviembre de 1933, más de una década después de que se
estableciera la Unión Soviética, el poeta Osip Mandelstam escribió:
“Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies, / nuestras voces a diez
pasos no se oyen. / Y cuando osamos hablar a medias, / al montañés del
Kremlin siempre evocamos. / Sus gordos dedos son sebosos gusanos / y sus
seguras palabras, pesadas pesas. / De sus mostachos se carcajean las
cucarachas, / y relucen las cañas de sus botas”.
El poema estaba
dirigido a Iosif Stalin, líder supremo de la Unión Soviética. Stalin,
quien impulsó el gulag para encerrar a sus enemigos y aniquilarlos a
través del trabajo y la esclavitud. Stalin, quien aprobó métodos
efectivos de tortura que la KGB y la Checa, los órganos a su mano,
usaron contra artistas y opositores y ciudadanos que no eran artistas ni
opositores. En ese contexto, las palabras no sólo eran un desafío, sino
casi una sentencia. Un año después fue exiliado con su esposa a una
región alejada en los Urales: que lo hubieran dejado vivo fue un
milagro. Pero duró poco. En 1938 fue enviado a un campo de concentración
cerca de Vladivostok, acusado de “actividades contrarrevolucionarias”,
un cargo, por demás, que ponían sobre cualquiera sin prueba alguna.
Su
muerte, sin embargo, no se debe sólo a todo cuanto escribió. Su muerte
es un síntoma de una patología mayor. “Aquel poema, pese a su poder
destructivo, no fue sino un producto secundario del tratamiento que hace
Mandelstam del tema de esa era no tan nueva —escribió el poeta ruso y
premio nobel Joseph Brodsky—. (...) Fue la intensidad inmensa del
lirismo en la poesía de Mandelstam lo que hizo que se situara al margen
de sus contemporáneos (...), puesto que el lirismo sobre cualquier otra
cosa que pueda ser alcanzada dentro de la interacción humana, cualquiera
que sea su denominación, es lo que hace la obra de arte y lo que
permite que sobreviva. Esa es la razón de que la escoba de hierro, cuyo
propósito era la castración espiritual de toda la población, no pudiera
pasarlo por alto”. Dicho de otro modo: Mandelstam terminó encarcelado no
por un poema, sino porque el espíritu del poema, potenciado en la mente
de miles de lectores, era una amenaza real a la representación que
Stalin deseaba imponer.
El método, pues, parece simple: si quieres
poder, entonces elimina las ideas. Y los artistas son los portadores de
las ideas. Entonces hay que matarlos, torturarlos, encarcelarlos,
censurar sus obras, quemarlas y rechazarlas, si es necesario, por
decreto. Esas son las maneras de la dictadura, aún incluso en países
donde no existe formalmente una dictadura. Un dictador no desautoriza
una idea (porque, de ese modo, también la reconoce): prefiere
cercenarla, convertirla en el signo de un tiempo aterrador que no
permitirá avanzar a la “raza” a un estadio más “adecuado”. Por encima
del acto en sí mismo (la quema de libros, el decomiso de obras, la
censura de exposiciones), el que habla es el espíritu de ese acto: para
obtener poder, hay que crear una nueva representación de sociedad, una
imagen nueva y vigorosa plena de los valores que ese régimen desea
inculcar sobre la familia, el derecho, la organización social, la
economía. Y el arte es ese objeto de comunicación.
Por eso, poco
antes de erigirse como canciller de Alemania, Adolfo Hitler impulsó
golpes contra las bibliotecas berlinesas para incinerar libros de
autores “degradantes”: Thomas Mann, Heinrich Mann, Sigmund Freud, Albert
Einstein. Cualquier expresión que atentara contra la lógica aria era un
símbolo de decadencia. El nazismo quería realzar, sobre todo, la imagen
del antiguo imperio sobre un concepto de raza y de perfección
biológica. Esa misma idea se trasladó al arte: esta fue la razón para
que, a finales de los años 30, el ministro de propaganda Joseph Goebbels
ordenara el decomiso de más de 15.000 obras de arte de los museos
alemanes. Movimientos como el expresionismo, el impresionismo, el
fauvismo y el cubismo eran calificados por Goebbels como “arte
degenerado”; la representación del cuerpo humano y los paisajes, que en
estos movimientos carecía de la simetría propia de las escuelas
clásicas, era un desafío para la imagen de mundo que ellos, los nazis,
querían difundir.
La censura es, por tanto, el antídoto eficiente
usado por un poder que impone una escala de valores. Apoyada en la
legislación, se convierte también en una forma del miedo y cierra las
puertas a una sociedad que pretende mayores libertades. Es, de nuevo,
una patología: síntomas de una enfermedad mayor, por lo general
perversa, que le permite a su portador convertirse en dueño único e
inamovible de la razón. El arte valida las ideas que una sociedad
aprehende como verdades. Dejar que una obra de arte sea expuesta o
impresa es un modo, para algunos, de la desesperación. Hay que poner
reglas: por eso la Unión Soviética obligaba a sus pintores a retratar
motivos proletarios, máquinas, hombres y mujeres trabajando por la
patria nueva. Tal vez por eso Mandelstam también escribió: “El poder es
repulsivo como los dedos del barbero...”.
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