Gabriel García Márquez, en Barcelona hacia 1972. / Rodrigo García./elpais.com |
Aprendí de Gabo, antes de leer Beginnings, de Edward Said,
que cómo comenzar un texto es cuestión primordial, y que en toda buena
novela la primera frase contiene la novela entera como en una burbuja
que luego, al final, el lector hace estallar. Mi oficio consistía
entonces en parapetarme cada mañana ante un muro de manuscritos pulidos y
blancos como huevos prehistóricos, y abrirlos para después catarlos, de
modo que leía miles de primeras frases, aunque la mayoría no eran
precisamente burbujas conteniendo buenas novelas, sino meras y
disuasorias pompas de jabón. Corrían todavía los tiempos del télex
cuando algunos sábados soleados, pero sin el perfume del tamarindo, el
hijo del telegrafista hacía tiempo en la agencia, esperando a su única donna angelicata, Mercedes Barcha, La Gaba, y, al pasar por mi despacho en mangas de camisa blanca y reluciente y ver a un mindundiveinteañero detrás de una tapia de papel, se entretenía en preguntarme si había encontrado ya algún nuevo Faulkner,
abría algunos manuscritos a su antojo y apostábamos a que, leyendo solo
la primera frase, sabríamos si era genio o era bodrio. Mi despachito
era una metáfora viva del filtro literario, y yo veía claro que el autor
novel que fue estaba siempre muy presente en el autor Nobel que era, y
que jamás olvidó “la desgracia de ser escritor joven”. Alguna vez, y les
juro que no lo soñé, me hizo algunas fotocopias antes de marcharse a
almorzar, dejándome incapacitado por el asombro para seguir abriendo y
catando huevos prehistóricos. Mi idea de lo que era un genio era muy
distinta, y aprendí de Gabo que la naturalidad desprendida no disminuye
ni un ápice la calidad literaria (o, del revés, que la lectura o la
tenacidad sí, pero la soberbia o la indulgencia no mejoran la prosa).
Para él, cómo comenzar un texto era primordial. En toda buena novela la primera frase debía contenerla entera
Aprendí de Gabo que entre los atributos del genio se encuentran la
exactitud y la meticulosidad (“hasta el mínimo error de mecanografía me
duele en el alma como un error de creación”, escribió en El amargo encanto de la máquina de escribir),
y que, aunque se dirían textos telepáticamente revelados por su abuela
Tranquilina en una noche de tormenta, son el fruto de un concienzudo
trabajo de corrección. Detectaba una embarazosa cacofonía o un vocablo
fallido, y tachó en El otoño del patriarca “faroles pálidos” y
escribió “faroles mustios” porque “mustio” convierte al farol en vegetal
y acrece una concepción irreal, vaya uno a saber, pero sus pruebas de
imprenta se llenaban de correcciones raramente banales. Recuerdo el fax
en el que me preguntaba, en pleno proceso de escritura de Del amor y otros demonios, si podía yo asegurarle que se tañía aún la vihuela en el Caribe del XVII, y me recuerdo consultándole al maestro Alberto Blecua
ese preciso dato historiográfico para una novela en la que, sin
embargo, “el cielo era alto y sin nubes” cuando un relámpago fulminó a
Doña Olalla: en el realismo mágico caben levitaciones, apariciones y
nubes de mariposas amarillas, pero en la verdad de la ficción, por
prodigiosa que ésta sea, no cabe la mentira por error. Aprendí de Gabo
que el realismo mágico no es una patente de corso para el desvarío, sino
un estilo, y todo estilo trae consigo sus reglas, a pesar de que suene
extraño hablar de la lógica de la fantasía. Gabo sometía cada párrafo a
un protocolo de control de su coherencia en relación con el conjunto del
texto, mimando la construcción del sentido, como hizo en la última
página de las compaginadas de Del amor y otros demonios
sopesando si la frase esencial que reza “la encontró muerta en la cama
con los ojos radiantes” debía mantenerse así, dejando al lector ante la
incógnita de cuál fue el motivo de la muerte de la protagonista, o debía
añadirse “de amor” despejando toda duda. Parecía un detalle en un
fresco… y sin embargo era cardinal.
Aprendí de Gabo que los prólogos son paratextos prescindibles, pues
con frecuencia atan al lector a nocivos prejuicios y, comentando con él
su artículo en EL PAÍS La poesía al alcance de los niños, que tantas veces he dado a leer a mis estudiantes tirándome piedras contra mi propio tejado, aprendí también, antes de leer Los límites de la interpretación,
del maestro Eco, que la interpretación es terapéutica pero la
sobreinterpretación es tóxica. El afectuoso periodista cosmopolita que
en sus ratos libres escribía obras maestras creía tanto en la lectura ad litteram como en la lectura ad náuseam. Aprendí de Gabo que las lecturas que el escritor va acumulando en su vida se usan pero no se exhiben. El otoño del patriarca
es un prodigio de técnica narrativa que demuestra, pero que no muestra,
sus lecturas de autores que lo influyeron: todo estilo propio tiene
deudas, pero no le corresponde al autor ventilarlas. Aprendí de Gabo,
leyendo sus mecanoscritos en mi despachito de la agencia antes de leer a
Roth o de editar a Nabokov,
que la autoparodia constituye un indicio de higiene intelectual. Yo
aprendí de Gabo que las etiquetas siempre resultan cicateras, y que Gabo
ya era Gabo y que Gabo ya era bueno mucho antes de que le endosaran el
sambenito del realismo mágico, y editores del mundo entero se obstinasen
en poner palmeras y hamacas en las cubiertas de sus traducciones.
Aprendí de Gabo, antes de leer a Landow y otros gurús de la cultura
digital, que los ordenadores afectaban al proceso creativo, a la
sintaxis. Puede parecerlo ahora, entonces no era una obviedad. Una tarde
estuvimos hablando un rato largo de su experiencia escribiendo con uno
de esos antiguos Macintosh que entonces eran revolucionarios: “Fíjate
que el cursor parpadea en la pantalla como un corazón latiendo. Me
espera, y eso me inquieta y me obliga a escribir más rápido”. ¡Un Nobel
presionado por un diminuto guion parpadeante! El procesador de textos le
facilitaba la vida al escritor, pero al mismo tiempo el ordenador, que
no era inerte como una Olivetti, creaba tensión y perturbaba la
creación. Aprendí de Gabo que es bueno que los genios se sepan genios y
crean en sí mismos hasta el paroxismo. Pero también aprendí de Gabo que
la autoestima no debe confundirse con la arrogancia, y que antes de
creer en tu propia obra a pies juntillas debes asegurarte de que es la
mejor de cuantas te ves capaz de escribir. Disciplina y autocrítica
feroz: “Que la papelera esté llena no es mala señal” no es mala
enseñanza para alguien como yo, que empezaba su carrera de crítico y
tenía que saber que cualquier texto tuyo puede ser mejor. Aprendí de
Gabo que el compromiso político o social de un escritor jamás puede
superar el sagrado compromiso con sus palabras. Creo que los escritores
jóvenes tienen derecho a matar al padre, pero tienen también el deber
después de arrepentirse: las tendencias van y vienen pero el talento
permanece. Lecciones que Gabo nunca impartió (él nunca vino a impartir
un discurso), pero que yo aprendí y que ahora recuerdo, y el mismo Gabo
nos dijo una vez que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno
recuerda y cómo la recuerda para contarla.
Ahora cambio el agua de las rosas amarillas, bajo las persianas para
que parezca de noche y preparo un par de whiskys con el hielo del padre
del coronel pensando en Fermina y en Florentino, que me fueron
presentados en galeradas, antes de que se marcharan de viaje a las
librerías, al poco de llegar yo a mi despachito de mindundi. Esas cosas no se olvidan.
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