En México coexisten 68 lenguas indígenas, un patrimonio cultural amenazado De algunas de ellas, como el ayapaneco, apenas quedan solo siete hablantes
Manuel Segovia Jiménez, uno de los últimos hablantes de ayapaneco. / Saúl Ruiz./elpais.com |
Cuando Fidel Hernández llega a su aldea, a Chicahuatxla, las casas
pasan a tener boca, ojos y espalda. No es nada raro, sino algo que le
sucede casi automáticamente cuando el autobús abandona la inacabable
Ciudad de México y se adentra en el sur, en su estado natal de Oaxaca.
Fidel, un cultivado estudiante de doctorado de la UNAM,
deja entonces atrás las puertas, ventanas y techos del idioma español y
pasa al universo de la lengua triqui. Un idioma tonal del que los
registros oficiales dicen que tiene 25.883 hablantes y que forma parte
de uno de los mayores y más desconocidos tesoros de México: la
diversidad lingüística. En el país conviven 11 familias lingüísticas de
las que derivan 68 lenguas, que a su vez se ramifican en 364 variantes.
Una fronda inmensa, cuya concentración apenas tiene parangón en el
mundo, excepto en Papúa-Nueva Guinea, Brasil y ciertas regiones de
África, pero sobre el que corre una creciente amenaza. Cada vez se
hablan menos. Apenas siete millones de indígenas (el 40%) cultivan sus
lenguas, y en su mayoría lo hacen en solo seis idiomas (náhuatl, maya
yucateco, mixteco, tseltal, zapoteco y tsotsil). El resto, en buena
parte, peligra. El Instituto Nacional de Lenguas Indígenas
ha concluido que 259 de las 364 variantes lingüísticas corren riesgo de
desaparición. Y en muchos casos, su salvación es casi imposible: 64
tienen menos de un centenar de hablantes. Pertenecen al grupo de “alto
riesgo”. Son los últimos de su estirpe.
Don Manuel suele despertarse a eso de las cinco de la madrugada. Los
días normales se toma un café y unos frijoles, y los buenos, cuando hay
dinero, también algo de pan. Luego agarra el machete y sale al campo a
trabajar. Cien pesos (seis euros) por deslomarse hasta las dos de la
tarde, en la espesa atmósfera selvática de Ayapa (Tabasco). Entonces
vuelve a casa, vuelve ante los frijoles y vuelve a sentarse en la silla
de plástico desde la que ahora mira al periodista con ojillos curiosos.
—¿Qué le falta, don Manuel?
—Dinero.
Manuel Segovia Jiménez, aunque no lo parezca, tiene 79 años y posee
un tesoro único en el mundo. Habla nnumte oote, la lengua verdadera. El
ayapaneco. El idioma más amenazado de México. Quedan siete hablantes
(otros 13 lo entienden), de los que Don Manuel es el único que lo sigue
usando en familia.
Entroncado en la familia lingüística del mixe-zoqueana, entre cuyas
contribuciones universales figura la palabra cacao (pronuciada kaagwa,
en ayapaneco), el idioma tiene singularidades que enloquecen a los
especialistas. Entre ellas, su riqueza en palabras simbólicas, en
onomatopeyas de enorme precisión como tzalanh (sonido del golpe de un machete) o el perfectamente entendible ploj (pisar el lodo).
Esta joya filológica, que durante siglos floreció en la húmeda selva
tabasqueña, al sureste de México, no ha podido aguantar el embate de los
tiempos modernos. La extensión masiva y exclusiva de la educación en
español a lo largo del siglo XX y la inmensa riqueza petrolera de la
zona, que atrajo una fuerte inmigración hispanohablante, barrieron el
ayapaneco hasta convertirlo casi en un recuerdo. Una trayectoria
parecida a la de otras lenguas en México. “No es un fenómeno aislado. Ha
incidido la educación solo en español, pero también la emigración
masiva y la discriminación que sufren los indígenas”, señalan los
investigadores Carolyn O’Meara y Francisco Arellanes, del Seminario de Lenguas Indígenas, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.
Esta zozobra general alertó a las autoridades y condujo en 2003 al
reconocimiento oficial de los derechos lingüísticos indígenas. Se les
otorgó el mismo status que el español y se creó un baluarte para su
salvación, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali).
“Trabajamos en recuperar este patrimonio, le damos visibilidad, pero si
no hay presión social, si la misma sociedad no exige el conocimiento de
una lengua, es difícil parar la caída. Aún sufrimos un entorno de
discriminación, donde se estigmatiza por el idioma, el color de piel o
la forma de vestir, donde los idiomas indígenas son silenciados en los
medios de comunicación”, afirma el director el Inali, Javier López
Sánchez un chiapaneco de habla tseltal.
Don Manuel, aunque con otras palabras, está de acuerdo. A su
alrededor ha visto desaparecer el idioma. Y callar a los que lo
conocían. En la escuela, que él abandonó en segundo de primaria, le
prohibían usarlo. Poco a poco fue hundiéndose la lengua verdadera, hasta
quedar confinada en las mentes de unos pocos náufragos, cuya
excepcionalidad atrajo desde los años noventa a investigadores
internacionales. En su casa baja de Ayapa, presidida por un altar que
este mes tiene una vela encendida en honor del arcángel San Gabriel, don
Manuel muestra sin ostentación las fotos de estos buscadores de perlas
lingüísticas. Son un reconocimiento al tesoro que posee y que desde 2012
comparte. Anexo a su vivienda, en un vestíbulo de techo metálico, acoge
una pequeña y modesta escuela. Allí, los sábados, don Manuel enseña
ayapaneco a los niños del lugar. No es el único. Le acompañan Isidro
Velázquez, 72 años, y su hermano Cirilo, de 66. Juntos, con el hijo de
don Manuel, en silla de ruedas, han preparado un atlas del cuerpo
humano, cartas y posters en ayapaneco para las clases. La iniciativa,
auspiciada por el Inali, les ha devuelto el orgullo de su idioma. "En el
pueblo no le dan valor. Pues bien, yo digo que quien no quiera
aprender, que ahí se quede", zanja don Manuel.
Los frutos de esta siembra son desiguales. Los niños acuden en masa
cuando se reparte algo, pero cuando los fondos andan escasos, solo pasan
el umbral unos pocos. Y aunque alguno muestre verdadero entusiasmo, no
basta. "Cuando muramos, morirá el idioma. Ni mis hijos lo han querido
aprender", sentencia Cirilo Velázquez. Su hermano Isidro asiente.
"Lograr la restauración del idioma como hace 100 años nunca sucederá,
pero el esfuerzo de esa escuela vale la pena para fijar la lengua como
un símbolo de la comunidad, una forma de expresar su identidad", señala
Daniel F. Suslak, investigador del departamento de Antropología de la
Universidad de Indiana, una de la máximas autoridades en ayapaneco.
La suerte del nnumte oote está posiblemente echada. Otras lenguas,
como recuerda la filóloga Carolyn O'Meara, aún disponen de tiempo para
salvarse gracias a su propio aislamiento geográfico. Y en otros casos
dependerán simplemente de la fidelidad de sus hablantes. Eso es algo con
lo que cuenta Fidel Hernández, de 32 años. Aunque su idioma, el
milenario triqui, no está en la lista de los más amenazados, sabe que no
hay una enseñanza normalizada y efectiva de su lengua, que los niños
cada vez lo usan menos y que, en un país donde aún se margina al
indígena, se ha activado una bomba de relojería que estallará en tres o
cuatro décadas. Sería el fin para un hermoso idioma de tradición oral,
una lengua volátil donde una misma palabra cambia de significado
simplemente con variar el tono (a mayor gravedad, arado pasa a ser agua,
carne o desnudo). Pero algunas cosas han cambiado. No todo es declive.
Hernández es un ejemplo. Nacido en la perdida Chicahuatxla, prepara su
doctorado sobre la lengua triqui, su idioma. Miles de horas de estudio
con un objetivo en la mente, salvar a ese maravilloso mundo donde un
arado se vuelve agua, y las casas, en vez de techos, tienen espaldas.
La silenciosa nación monolingüe
Leonardo López Martínez vive en un mundo sencillo. Nunca ha buscado
trabajo en la ciudad, tampoco ha leído un libro y ni siquiera entiende
esas voces estridentes que salen del televisor que su hija se empeña en
encender cada tarde. Leonardo, de 62 años y dos dientes de oro
refulgentes, es un maya que sólo habla el milenario yokot’an, conocido
por los especialistas como chontal de Tabasco. Él sabe (la experiencia
se lo ha demostrado) que lejos de su pueblo casi nadie le entendería, y
quien pudiera, muy posiblemente, lo disimularía. Pero eso no le
preocupa, porque aquí, en la selvática aldea de San Isidro, en el
municipio de Nacajuca (Tabasco), tiene a sus amigos y su trabajo; aquí,
en un mundo aplastado por la humedad y los mosquitos, le basta con el
yokot’an.
Como Leonardo hay un millón de indígenas en México, en su mayoría
concentrados en los Estados de Oaxaca, Chiapas, Veracruz y Guerrero, que
sólo hablan su idioma nativo. Son los más discriminados dentro del ya
de por sí marginado colectivo indígena. Cada paso que dan fuera de su
entorno, representa una dificultad. Pese a los esfuerzos gubernamentales
y a los reconocimientos de sus derechos lingüísticos, se topan con
muros sordos en la sanidad, el trabajo, la justicia, las prisiones, los
medios, la educación… “Se les margina en muchos ámbitos, la sociedad aún
no reconoce suficientemente la diversidad”, dice el director del
Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, Javier López Sánchez. Y esa
experiencia los aísla o lleva a abandonar su idioma.
—Y usted, don Leonardo, ¿se ha sentido discriminado?
—Yo no, porque nunca he salido de aquí, pero sé que me mirarían extraño porque no hablo su lengua.
A Leonardo le ha traducido su hija. Se ríen juntos mientras hablan,
sobre todo, cuando se le pregunta qué desearía en esta vida. “Ganado y
dinero”, responde a carcajadas. Luego, recupera la seriedad y explica
que a él lo que le gusta es salir a por leña, ver a sus reses, cuidar a
las gallinas y pavos que corretean por el patio tropical, y tener la
casa limpia.
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