El nuevo libro de Guillermo Saccomanno marca un regreso al escenario de El Oficinista, pero no intenta un giro hacia la literatura fantástica, sino un uso intensivo de recursos para explorar más hondo en el submundo de lo real. En Terrible accidente del alma, el juego de identidades, duplicidades y espejos deformantes llevan adelante una desgarrada introspección sobre una escenografía distópica. En esta entrevista, Saccomanno cuenta el origen de este libro, distinto aun dentro de su propia producción, habla de la fe de los perdedores, las deudas que contrae el escritor y el sentido –si lo tiene– de seguir escribiendo
Guillermo Saccomanno, autor argentino de Terrible accidente del alma./pagina12.com.ar |
Lo
alto y lo bajo. La carne y el espíritu. El cuerpo y el alma. Lo real y
lo distópico. El barro y la pureza. Las dualidades están cómodamente
instaladas de arranque en el nuevo libro de Guillermo Saccomanno. Los
personajes y fantasmas que lo habitan y, por momentos, lo desbordan, se
preguntan dónde estaba Dios cuando te fuiste, piensan en la fe y la
salvación, en lo sagrado y lo sublime mientras se hunden en el sexo más
abyecto. Creen a ultranza que el alma duele más que el cuerpo, pero no
dudan en encarnizarse en el cuerpo de los otros, o en el propio. Y
maltratan su alma, y pierden su alma para buscarla en el corazón de los
otros, y ensucian su alma sólo para purificarla mejor. Dualidades y
contradicciones, de eso hay aquí en abundancia. Inmediatamente se puede
agregar otro par aparentemente ajeno a los anteriores: cuento y novela.
Terrible accidente del alma es a la vez una novela y un conjunto de
relatos autónomos conectados entre sí. Esto tampoco es muy decisivo: la
circularidad, la persistencia obsesiva de los nudos del relato, el tono
fuerte de tango apocalíptico, arrasan con lo que se le ponga por
delante. Si alguien golpeara a las puertas del libro con las preguntas
anotadas en un papelito (¿esto es una novela? ¿Cuál es el género? ¿Se
trata de literatura fantástica? ¿Está usted cultivando la ciencia
ficción o explorando las posibilidades de los géneros menores no tan
menores?), un ogro amable, antes de decapitar al curioso, le diría:
rajá, turrito, rajá. Fuera de bromas: ya no hay que dar muchas
explicaciones, ni técnicas ni teóricas, alrededor de estos formatos cada
vez más frecuentes en la narrativa contemporánea. Adiós a la linealidad
de la novela clásica pero también adiós a la eficacia y el carácter
cerrado de los cuentos tradicionales. Los escritores entienden con
creciente lucidez que escribir se trata de abordar desafíos complejos
que permitan la variedad formal y también algo experimental. El escritor
avanza con un texto que no sabe si va hacia el relato, la nouvelle o la
novela larga. Mientras escribe, hilvana y conecta. De las conexiones,
surgen nuevas posibilidades narrativas, un rumbo se tuerce o se
encuentra un atajo, un sendero. Otro puede ser abandonado. El sentido no
es, entonces, hijo del cálculo previo o la planificación. El sentido
puede ser hijo del caos, del desconocimiento, del misterio. O del
sinsentido. El sentido, en las nuevas narrativas, no desvela a los
narradores. Lo que no significa que éstos sean meros contadores que
avanzan enceguecidos sin saber a dónde van. Se trataría de un
equilibrio: no agotar el sentido antes de tiempo. El no sentido, la
falta de sentido, sería no preguntarse hoy para qué traer otro libro al
mundo que no sea hijo de la inercia, del encargo o de la costumbre.
Entonces, la ausencia de la pregunta por el sentido de un libro deja en
evidencia la más radical pregunta por el sentido de la literatura, por
el sentido del hecho de escribir.
Saccomanno a mano
Aunque no lo parezca a primera vista porque hace rato que Saccomanno
nos tiene acostumbrados a ser “la aplanadora del rock” de la narrativa
argentina (desde La lengua del malón a Cámara Gesell, pasando por El
Oficinista), este libro está plagado de cuestiones metaliterarias y
preguntas que provienen del limo más profundo de la literatura. Del alma
de la literatura. Cuestiones que sin embargo no interfieren en el
deslumbrante tono hipnótico y acerado que encabalga la lectura.
Saccomanno dirá en algún momento que no tenía mucha idea acerca del
sentido de lo que estaba escribiendo. Que finalmente, en el pasaje a la
computadora (ya hablaremos de la escritura a mano) fue emergiendo un
hilvanado, algo que estaba en el aire del texto y que finalmente acomoda
la trama. Pero que eso, francamente, no es lo más importante.
Cuenta que no escribió este libro en el orden que indica el índice.
Pero que también, olfateando, avanzando, sabía lo que estaba haciendo. Y
lo que no estaba haciendo también. “Bueno, uno no está siempre conforme
con cómo es. A mí me gusta ser como soy cuando escribo. ¿De dónde viene
todo esto? No sé. Este libro no lo hice yo solamente, y no quiero con
esto entrar en la new age. Hablo del alma y de la fe”, aclara. “La fe es
el último recurso del perdido. Todos sabemos que estamos perdidos.
Citando a Lenin: somos muertos de vacaciones. Cuando hablo de la fe sé
que suena raro, pero no es autoayuda, no tiene que ver con eso, no voy a
transmitir una experiencia de lo que me pasó como para señalar un
camino de sanación. Creo que consiste en la relación de uno con el Todo.
Vinimos a este mundo vaya a saber por qué, o sin quererlo, pero si no
lo vas a mejorar, no vengas a destruirlo más. Si la literatura no habla
de esto no sé de qué vamos a hablar.”
Unos años atrás, Saccomanno había ganado el Premio Seix Barral e iba
a viajar a España a recibirlo. Lo había recibido por El Oficinista, una
novela que con esta nueva entrega comparte cierto clima de ciudad tecno
medieval saturada de signos distópicos. Un escenario de helicópteros,
lucha entre guerrilla y milicos, lluvia ácida, perros clonados,
prostituciones indecibles, ciudadanos ateridos con el diablo en el
cuerpo y en el alma. Pero entonces sufrió el embate de una enfermedad
súbita. Un golpe al cerebro (¿nombre científico del alma?); en criollo,
una meningitis. Estuvo muy mal y se fue recuperando. Sufrió una
hospitalización de película. O de libro. Salió a flote. Finalmente,
viajaría a España, esta vez para la semana de Gijón, en julio de 2012. Y
ahí, empezó a escribir una novelita corta que se convertiría en uno de
los capítulos de Terrible accidente del alma, un capítulo llamado “Hotel
Pathos”, que aunque suene a invención, así se llama el hotel de Gijón
donde estuvo alojado.
“Dos deudas tiene este libro” recuerda Saccomanno. “Una con el
médico joven del Hospital Interzonal de Mar del Plata que me sacó
adelante, Mauricio Tomei. Yo tenía miedo de haber sufrido un ACV, sobre
todo por la herencia de mi padre. Después me enteré de que los médicos y
las enfermeras habían dicho que había riesgo de que no pasara de esa
noche. Era verano, el hospital estaba colapsado por el fin de año, los
turistas. Me habían trasladado de Gesell para hacer los estudios y entré
a la sala de terapia de guardia. Pedí mi cuaderno, mi diario, para
anotar lo que pudiera registrar. Cuando lo tuve empecé a anotar. Miraba
mi letra y eran unos garabatos, vista hoy no la reconocería. Pero sabía
que escribiendo iba a poder recordar. Tenía momentos de conciencia. El
diagnóstico fue una meningitis. Este médico dijo: ‘Yo no lo derivo
porque no tengo la historia clínica’. Me tocó estar en un lugar donde
había gente con los estados alterados. Creía que iba a repetir la
historia de mi padre, y yo con un hijo chico. Yo quería volver a Gesell,
pero después de una semana aproximadamente me trasladaron al Hospital
Alemán de Buenos Aires. La segunda deuda de este libro fue con Juan
Boido, que hizo muchas gestiones para lograr este traslado y después me
regaló uno de esos cuadernos con tapa pulp, pero que trae hojas en
blanco, no es un adorno sino que se lo puede usar de libreta. Cuando vi
el cuaderno le dije que iba a usarlo para escribir una novelita y que
cuando la terminara se la iba a regalar. Tiempo después finalmente fui a
España. y me alojé en el Hotel Pathos de Gijón. En la esquina estaba un
puticlub llamado Privé. Entonces ahí en Gijón escribo la novelita que
transcurre en esos lugares y en un bosque, como un cuento que empieza
con el famoso Había una vez...”.
Con tantas vicisitudes, traslados y viajes, los cuadernos y libretas
llevaron naturalmente a adoptar la escritura manuscrita. Con la letra
ya más reconocible. Y en este fluir de la mano y la conciencia,
Saccomanno fue descubriendo algo del orden de la creación poética y de
la fluidez. Cabe aclarar que en los últimos años Saccomanno se ha
dedicado con vértigo y pasión a la poesía. A leerla y escribir sobre
ella. Y, entonces, volviendo a lo del sentido o sinsentido del comienzo,
Saccomanno señala:
“Fui escribiendo sin detenerme en el sentido. En el último cuento
intento articular la trama, como algo que pasó en la mente enferma o
afiebrada de un escritor. Pero ésa es una explicación falsa del sentido.
En realidad es la creación de un poeta. ¿Esas palabras me son dictadas?
Es el libro más misterioso para mí mismo de los que haya escrito”.
Y una anécdota (que luego aparece colada y filtrada en el final del
libro) para redondear el aspecto hospitalario de esta narración. Se sabe
que en los hospitales merodean la desesperación, la muerte, la
salvación y Dios. Y si Dios ha muerto o desertado, nos queda la fe, o la
falta de fe (en un pasaje de la novela, un personaje piensa: “Sin
embargo, aunque Dios ha muerto no podemos olvidarlo”. Frase clave). “En
el hospital yo habría querido tener una Biblia para leer el Eclesiastés
–recuerda Saccomanno–. Una mañana veo que entra un pastor, un muchacho
joven, moreno, bastante parco en los gestos, y va recorriendo cama por
cama. Cuando se acerca le digo: ‘Vanidad de vanidades’. Me preguntó si
era lector de la Biblia, y si podía ayudarme. Yo le pregunté si podía
decirme qué había tenido. Ahí él me dijo: ‘Tuviste un terrible accidente
del alma’. Y entonces, una de mis hijas que estaba ahí presente,
sabiendo la que se venía me gritó: ‘¡Papá, dejá de hacer literatura!’”.
Al sur del realismo
Terrible accidente del alma se instala en el imaginario urbano
distópico de El Oficinista. En esa ciudad, el “chico”, hijo de un
oficinista, escapa de la casa y en la calle, además del infierno,
encuentra al enano, un filósofo de café algo romántico pero, siguiendo
la línea de dualidades permanentes del libro, asesino impiadoso,
mercenario de cuerpos y traficante de almas. El chico se inicia a la
vida bajo la guía del enano, pero no quedarán las cosas muy tranquilas
ni románticas. A partir de ahí, la novela se convierte en una feroz
proliferación de dobles, falsas identidades, una conciencia torturada
por su otro, palimpsesto y pesadilla de espejos. Hasta la ciudad urbana a
ultranza tiene su réplica en una ciudad del sur con pozos petroleros,
mineros en huelga salvaje y prostitución a full: la Ciudad del Fin del
Mundo. Hay un bosque, y el bosque replica en el mar y al final todo
termina en un Hospital que contiene y replica todo el sufrimiento del
mundo, de las ciudades y de la mente. No todo fue un sueño, pero sí una
pesadilla.
Es evidente que no estamos frente a una novela realista. Pero es
también bastante simple y claro que no estamos en el territorio ni en
los paisajes de una novela ajena a lo real. Por utilizar un término caro
a los postulados programáticos de Carlos Correas, hay un intento por
lograr un efecto corrosivo que sea perforante de lo real; si se quiere,
un más allá del cross a la mandíbula que no sea otro mandoble sino un
efecto total, una conciencia total en busca de una lectura totalizante.
¿Qué totalizar? ¿La angustia? ¿El dolor? ¿El deseo? Ya se sabe: la
enfermedad puede ser vehículo de dolor y sufrimiento. El dolor del alma,
más intolerable que el dolor del cuerpo. En Terrible accidente del alma
importa que la experiencia sea total: total sensación, total angustia,
total anestesia, total existencia. Y será por eso que la búsqueda es
siempre a dos puntas, exhaustiva: por abajo y por arriba, por lo sublime
y abyecto, por el goce y el sufrimiento. El sexo, aquí, es siempre
perforante. Y descomunal. Se coge con desmesura y la desmesura mata. Y
se mata con desmesura shakespeareana. Fluye la sangre a borbotones. Se
desgarra, se decapita, se degüella. Y cuando todo termina en un viaje
vertical hacia los confines del alma, todo vuelve a comenzar.
No es un libro ni optimista ni pesimista, probablemente porque no
está basado en valores morales desde los cuales se juzga o prejuzga.
Pero sí es un libro nihilista porque parece creado de la nada. Desde el
fondo de una herida absurda que es el origen no buscado de la vida. Nace
del misterio de la vida como desgarramiento. Por eso es un libro que
trata de la fe, aunque no necesariamente sea un libro religioso y el
pastor que aparece hacia el final sea más bien timidón.
Y un poco entreverados en todo esto –no hablamos de él para no
repetir– aparecen los ineludibles Roberto Arlt, Erdosain, los
oficinistas, los perdedores que se aferran a una fe en la que ni
siquiera terminan de creer, los crucificados de clase media, los
fracasados. Saccomanno cree que si hay un libro de Arlt que le puede
servir de referencia para Terrible accidente del alma, es El criador de
gorilas, o sea, un libro exótico en el universo del propio escritor.
Como venido de otra parte.
Y al final y como siempre –oh, Kafka– hace su entrada el padre.
El buen sentido
“El temor a repetir a mi padre en la enfermedad estaba desde el
comienzo. La muerte del padre es la muerte de Dios –piensa Saccomanno–.
En el fondo el escritor es el hombre de fe. Kafka dice: la escritura es
mi religión. A esta altura creo que ya no puedo vivir sin escribir. Veo y
oigo historias por todas partes. Y veo que a diferencia de otros de mis
libros, esta novela no tiene retorno. No puedo retrocederla, no tengo
más allá.”
Acerca de lo real –la novela realista o fantástica sobre lo real–
Saccomanno cree que en este libro no inventa nada, no en el sentido de
que haya tomado las historias del mundo tal como lo conocemos, sino que
son “fábulas de lo colectivo, y que el escritor las capta en el sentido
en que Alexander Kluge dice que el escritor, o el artista, es un
sismógrafo. Desde la literatura fantástica se puede contar la realidad,
pero no la abarca del todo. Tampoco el realismo. Hay que buscar captarlo
todo desde un punto de vista que no haga distinciones, ni géneros. Yo
sentí que entraba en un terreno de libertad absoluta y que eso me lo
daba el comic, algo que yo hice y sigo haciendo. En El adolescente de
Dostoievski hay un sinfín de tramas y subtramas que se lo daba el
folletín. Yo sentí una compulsión a escribir esto, no me guiaba una
intención de género o de literatura fantástica. Me había pasado ya con
El Oficinista y el comic. Pero yo no tengo prejuicios ni con la
historieta ni con los géneros literarios ‘menores’. Que te sirvan para
avanzar. Y buscar. Encuentra bello todo lo que puedas, le dice Van Gogh a
su hermano Theo. ¿Qué clase de belleza puedo encontrar en gente tirada
en la calle, o en los cuerpos deformados? ¿Qué clase de belleza puede
haber en el mal? Es evidente que la belleza no es la de las revistas
satinadas, de la decoración. Otra vez el sismógrafo: hay que registrarlo
todo. Tal vez la famosa función de la literatura sea inspeccionar estas
zonas de la realidad. Tal vez el lector no vaya a ser el protagonista
de este libro pero el escritor, el sismógrafo, le dice: no digas que no
te avisé”.
En cuanto a la belleza, no es un tema menor en el armado de Terrible
accidente del alma, ya que aparentemente cultiva el “feísmo”, la
truculencia, el mazazo en la nuca, pero el sismógrafo también capta
otras señales. Puede leerse en “El chico y el enano”, primer relato del
libro: “La belleza no consiste en lo que uno ve sino en la forma que lo
ve. Todo depende de los ojos con que veamos. El gusto es un sentimiento
difícil de cultivar en estos tiempos. A todos les resulta más fácil
repudiar la calle, sus escenas, considerarlas nauseabundas. Pocos saben
ver la calle de otro modo. Hay que ver con detenimiento el estallido de
un helicóptero, ese segundo en que parece un pájaro de fuego
descuartizado. Hay que detenerse en la variedad actoral de las últimas
expresiones de los muertos diseminados por toda la ciudad. No todas son
expresiones de sufrimiento”.
Y entonces, finalmente, se acepta que hay algo de belleza según se la mire pero ¿hay algo de sentido, un sentido?
¿Tiene un sentido seguir escribiendo? ¿Tuvo un sentido alguna vez?
“Escribo por necesidad –dice Saccomanno–. Por necesidad y urgencia. A
esta altura me siento en condiciones de escribirlo todo, de escribir
cualquier cosa. Pero creo que hay que escribir en contra del oficio, en
contra de la carrera.”
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