22.9.14

Corro, luego existo

Sociología de la cultura. El individualismo y el vértigo contemporáneos parecen haber encontrado su deporte: el running, un fenómeno global que une moda, salud, negocios y masividad creciente. Filósofos y escritores también han reflexionado sobre la experiencia de la velocidad en el propio cuerpo
Corro, luego existo.

Corro, luego existo. /revista Ñ

Allá vamos. Como si hubiera un trampolín sobre la pista, los cuerpos tensan su calma. Y empieza el movimiento: una zancada, otra mayor, la respiración acompaña, la adrenalina invita y el mundo –así sea mera vuelta a la archiconocida plaza del barrio– se nos brinda. Esta sensación primaria trasluce el auge del running . Una práctica vieja –correr, atletismo, jogging , footing – que en su nuevo nombre engloba un cambio de actitud. El runner –quizás como reflejo de una “trompocultura” en la que todo gira, acelera y cambia– intuye que el movimiento le permite esa amalgama de cuerpo y mente que sólo conocía como frase de compromiso. Y la polémica, en tanto, levanta su telón.
Algunos lo veneran como una religión civil, otros lo disfrutan con discreción y muchos le tiran dardos desde varios wings . Que es una práctica zonza por lo repetitiva e individualista, que no hace competir, que daña músculos y articulaciones. Tantas acusaciones reconocen el mismo punto de inicio: un deporte que movía a un puñado de personas hace treinta años hoy se ha convertido en un fenómeno masivo. En 1984, en la primera maratón de Buenos Aires, 36 locos alcanzaron la meta; el año pasado lo hicieron 7731. El fenómeno es global: en los Estados Unidos, diez millones de personas salen a correr al menos 110 días al año y casi dos millones terminaron una media maratón en 2013. Y genera pasión incluso entre los sedentarios: este año 650.000 personas se juntaron en las calles de Londres para ver a los 36.000 corredores de la 34ª Maratón a orillas del Támesis.
Para muchos, su comienzo en las pistas es instrumental, teleológico. Se empieza a correr para algo, sea mejorar el estado de salud, la apariencia corporal o reducir el estrés. Cartesiana denomina a esta etapa el filósofo galés Mark Rowlands, profesor en la Universidad de Miami y él mismo maratonista: es el momento en que la mente aún dirige al cuerpo, le dice cuánto y por qué correr. Aquí todavía no hay simbiosis. La siguiente fase, podríamos decir, luce el signo de David Hume, el filósofo escocés del siglo XVIII; es la que produce la revolución en el runner . Para Hume las sensaciones son lo primario y recién sobre ellas se constituye el pensamiento. Eso sucede al correr: la mente casi desaparece y las ideas se desbocan ante nuevas percepciones, con una libertad impresionante.
De acuerdo a Rowlands, que en 2013 publicó el ensayo Running with the pack (en español, “Correr con la manada”, aún no traducido), dos cualidades permiten esta dinámica: el cansancio y el ritmo. Si uno necesita aliento pero puede mantener las piernas andando, surge una mente paradójicamente fresca que permite ese fluir de imágenes y pensamientos. La última etapa –a la que llegan los maratonistas– se podría vincular con Sartre y el existencialismo: la acción y lo que hacemos nos constituye, nos define. Un corredor exhausto tiene una y mil razones para abandonar la carrera e irse a desayunar pero algo lo impulsa a continuar. Sartre hablaba de la angustia de la libertad para definir esos momentos en que uno sigue las cosas porque sí aunque podría tomar otro recorrido. Rowlands retruca: el runner vive como alegría que la razón deje de tener el mando por unos minutos. Se diferencia, sin embargo, de aquellos atletas que nos emocionaron en Carrozas de fuego . En esa mítica película sobre el equipo de atletas británicos en las Olimpíadas de 1924, el correr abrazaba otros sentidos: para el hijo de misioneros escoceses, la voluntad de Dios. Para el estudiante judío de Cambridge, mostrar que podía ser inglés de pura cepa. Y así. Hoy correr es más una experiencia individual: corro por mí, para demostrarme que puedo más.
El running –y no por su movimiento– provoca efectos de caleidoscopio; siempre hay lugar para una nueva mirada. Joyce Carol Oates, eterna candidata al Nobel de Literatura, lo explora casi a nivel genético; es una de las que evitan cualquier corrección política: correr no sólo es bueno, es mejor que. “Escritores y poetas tienen fama de adorar la vida en movimiento –asegura en un ensayo sobre el running que publicó en The New York Times en 1999–. Si no es correr, es hacer senderismo; si no el senderismo, caminar (incluso caminar rápido, ocupa, como todo corredor sabe, un pobre segundo puesto detrás de correr, al cual recurrimos cuando nuestras rodillas dicen basta. Pero al menos es una opción)”. La autora de Mujer de barro proclama en voz alta lo que muchos corredores no se atreven a decir. Se sienten una especie de adelantados de la distancia y no les gusta que los comparen con los caminantes. El runner atraviesa, escapa, da y recibe energía. El que camina apenas aprecia la naturaleza.
La imagen más extraña que plantea Oates se vincula con una mirada –oscura– de género. “Si escribir acarrea un castigo, al menos para algunos de nosotros, el acto de correr, incluso en la vida adulta, puede evocar penosos recuerdos de haber sido, mucho tiempo atrás, cuando éramos niños, perseguidos por verdugos. (¿Hay algún adulto que no tenga esa clase de recuerdos? ¿Hay alguna mujer adulta que no haya sido, de una manera u otra, sexualmente acosada o amenazada?)”.
Parecido a la euforia
Existe debate sobre si el running alienta las asociaciones inconscientes o si su riqueza es la psiquis virgen. Soy de los que defienden –experimentan– esta última idea: hombre de edad mediana, algo obsesivo y perfeccionista, algo workaholic , gobernado por la razón, encuentro en el movimiento la libertad para no pensar. Correr es darle un recreo al yo en una época en la que es pecaminoso dedicar tiempo a la nada. Basta con calzarse las zapatillas y mantener una cadencia que se convierte en ganas de, pero sin un objetivo. Correr es –si se permite el agravio– pensar dejando de pensar.
En el entretejido entre running y vida cotidiana, la política también ha estado presente. El francés Jean Echenoz, en su estupenda novela –¿biografía?– Correr (Anagrama, Barcelona, 2014) sobre el checo Emil Zátopek, cuenta cómo los dirigentes comunistas de Praga perseguían al atleta por miedo a que esa libertad que le daban sus piernas, y que lo convirtieron en mito nacional, se tradujera en un mensaje antiburocrático. Con sólo mirarlo a Zátopek se entendía el temor: corría sin estilo, pero con una velocidad que le hizo ganar el Oro en los 10.000 metros en las Olimpíadas de 1948. Y el servicio de inteligencia checo no estaba errado en su intuición. Apenas se inició la Primavera de Praga, Zátopek dio su apoyo al efímero gobierno de Alexander Dubcek. Restablecida la supremacía soviética, lo degradaron y debió trabajar de minero y barrendero. La caída del Muro hizo lo suyo: en 1998 Václav Havel le otorgó el León Blanco, la gran distinción de su país.
Uno de los prejuicios que sobrevuela el ambiente intelectual se asocia a una cierta licuación de conflictos que el running alentaría. Como si ese bienestar que produce actuara como una poción peligrosa: corremos para ser más felices pero la gente feliz no lleva la mochila de un alma torturada que le permita crear. Haruki Murakami –corredor durante décadas y cuya narrativa profundiza en el tema de la alienación– asume este debate en su ensayo autobiográfico De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, Buenos Aires, 2011). “A veces la gente me dice: ‘Llevando siempre una vida tan saludable como la suya, ¿no le parece que llegará un momento en el que ya no podrá seguir escribiendo novelas?’ (…) Es decir que escribir novelas es una actividad poco sana y que los escritores tienen que llevar una vida lo más insana posible.” Murakami, respetable nipón, responde desde un concepto casi criollo: hecha la ley, hecha la trampa: “Por su origen, los actos artísticos contienen en sí mismos agente insanos y antisociales. Admito eso sin paliativos (...) Aquellos que aspiran a dedicarse a escribir novelas profesionalmente durante mucho tiempo tienen que ir desarrollando un sistema inmunitario propio que les permita hacer frente a esa peligrosa (a veces incluso letal) toxina que anida en su cuerpo”. Para él, narrar derroteros poderosos implica una praxis unívoca: más fuerza física, más extenuación, más jugar con el límite. Y el entrenamiento sólo lo encuentra en el movimiento.
Es aquí cuando entran en juego las morfinas generadas por el hombre (más conocidas como endorfinas). Son neurotransmisores con estructura similar al opio y a la heroína, pero sin sus efectos negativos. Recién se descubrieron en 1973 –nada en términos históricos– y explican algunas conductas que quizás , tal vez , a lo mejor , dependiendo de si podrían asociarse a conductas adictivas. Pero conviene empezar por la punta del ovillo. Después de muchas hipótesis, en 2008 un equipo alemán liderado por el especialista en neuroimágenes Henning Boecker demostró “la teoría opioide”: la euforia del corredor no es producto de una sensación meramente psicológica sino de más endorfinas que circulan en el cerebro.
¿El running , entonces, es el comienzo de una adicción contemporánea? No, pero sí. Para que haya un adicto tiene que haber una estructura psicológica que lo permita. La mayor parte de los runners no va a tener ese problema: la actividad se convierte en una fuente de placer y se conjuga con su mundo cotidiano. Aquellos excesivamente perfeccionistas y a la vez inseguros moldean un perfil complicado: podrían convertir lo placentero en adicción. No se trata de correr más o menos sino de cómo la práctica se yergue como obelisco de vida y oscurece otros espacios. En los Estados Unidos, que aman el conductismo, la psicóloga Sharon Stoliaroff creó un test que da indicios de si un corredor es adicto. Son nueve preguntas. Entre ellas, si se han dejado de lado obligaciones con la familia o el trabajo por el running, si uno entra en depresión el día que no puede entrenar, si prefiere correr a cenar en familia, tener sexo o estar con amigos, y así. Más allá de que en nuestro entorno un diagnóstico tan objetivista provoca sonrisas, la idea que subyace es correcta: la adicción se asocia a un running excluyente, no a los kilómetros recorridos.
Aun si lateralizamos lo que se considera patológico, el debate continúa. Lo he sentido en miradas reprobatorias cuando confieso en voz baja a amigos de toda la vida que corro 40 kilómetros por semana, cifra apenas considerada decorosa –y a veces lejos de eso– en el mundo runner . Mi intríngulis empezó hace apenas dos años. Una mañana sobrevivía en el gimnasio a la abúlica rutina que tantas veces había iniciado y abandonado: quince minutos de cinta, algo de bicicleta fija, luego pectorales, más tarde bíceps y abdominales, un poco de piernas y remo. Por alguna razón me rebelé y seguí corriendo sólo para probar, o eso creo. Lo hice durante una hora y paré cuando llegué a los –apenas, visto desde hoy– ocho kilómetros. Algo había cambiado, un estado de ánimo que no era euforia pero sí placer, percepción, calma me había sorprendido. Créanme: me pongo colorado al describirlo porque aborrezco los pseudo descubrimientos de estética sectaria que prometen puntos de inflexión. Pero así las cosas, tampoco vale cerrar los ojos ante la experiencia.
Quizás ayude el planteo del historiador James McWilliams, profesor en la Texas State University. El se pregunta si el verdadero exceso es el del corredor o el del sedentario que rechaza buscar la sabiduría y la capacidad que el cuerpo le puede brindar. Según esta lógica, la época contemporánea, al quitar el balance entre movimiento y razón, nos perturba: las aguafuertes propias de la ciudad siglo XXI legitiman en algo su idea. Por un lado, horas apoltronados en sillas ergonómicas en nuestros trabajos; por otro, salimos a movernos donde se pueda, con horario fijo. La armonía ha quedado archivada, amigos.
Con el running sucede algo raro. Es uno de los pocos deportes –quizás el box pero desde un lugar muy distinto– que recibe tantas críticas, como si algo de su práctica fastidiara. Parte de la crítica tiene una base reactiva, conservadora. Demasiada gente que era sedentaria ha dejado de serlo y eso desequilibra. A los que no se mueven, porque el mandato de época los obliga a excusarse. A los que sí se mueven porque pierden parte de su membresía excluyente en el mundo de lo físico. Correr es democrático; en una carrera de 10 km se pueden encontrar en primera línea a algunos corredores de elite y, en el fondo, a una familia con sobrepeso que empieza a tomar el toro por las astas.
Quizás en el desconcierto de quienes han entrenado en forma competitiva se esconde el ya canónico tweet de los contestatarios del running que el periodista deportivo Juan Pablo Varsky lanzó el 23 de diciembre de 2013. Admonizaba: “ Runners . Secta. No necesitan la habilidad que demanda un deporte. Escudados en la superación personal, esconden MIEDO de perder contra otro”. Curioso porque Vars-ky también corre pero como “entrenamiento” para prácticas como el fútbol o el tenis. Si bien luego se disculpó a medias –tampoco tenía que hacerlo– lo interesante de ese tweet es que resumió un murmullo que gana terreno: la competencia legitima cualquier praxis. ¿Pero acaso es necesario? Vivimos en un aquí y ahora sobrepoblado de comparaciones con el otro quizás como sustrato cultural del capitalismo. ¿Hay que ir por más, siempre, no importa el costo? ¿Cuál es el problema de disfrutar algo donde no tengo que salir a competir?
En ese interrogante, Jorge Franchella –director del Programa de Actividad Física y Deportes del Hospital de Clínicas– cree que se disimula una de las claves del auge del running . “Muchos lo sienten como una disciplina atravesada por la libertad: libertad de correr pero también libertad de diseñar su propia rutina, de definir un ritmo, de acatar –sí– indicaciones técnicas pero menos estrictas que en otros deportes. Además, los que recién empiezan compiten contra su propia marca y eso da una seguridad y una calma única”. Claro que esa sensación se trasviste en arma de doble filo. Los runners entusiastas no dan pasos atrás: osteópatas orientales, artroscopías, toilettes de rodillas y reemplazos de caderas son palabras que poco los amilanan. Esto no significa que estén de operación en operación pero sí que estas opciones sobrevuelan mucho más que en otros ambientes. “Es difícil –sostiene Franchella– hablar de un límite de kilómetros semanales: depende de la edad, la genética, el estado físico. Cada uno debiera controlarse para saber cuándo frenar porque estamos viendo en los consultorios problemas vinculados a ritmos de sobreexigencia”. ¿Pero cómo decirle a alguien que se siente feliz y encontró en su grupo de corredores a su tribu urbana que se limite sin que ronde el fantasma del destierro tan temido?
En el running las ciudades también compiten. Buenos Aires ha buscado posicionarse como la capital latinoamericana y –asegura Francisco Irarrázaval, subsecretario de Deportes– lo ha logrado: el 2014 terminará con más de 70 carreras, se inscribirán 15.000 corredores del exterior y no habrá maratón al Sur del río Grande que convoque a más inscriptos que la porteña. Este recorrido no fue azaroso: cuando subió Macri hicieron un estudio sobre qué pata coja tenía la ciudad a nivel eventos deportivos y se vio que a nuestro ambiente runner le faltaban carreras icónicas. Si bien las estadísticas se contraponen –Valentina Kogan del Club de Corredores habla de 5000 personas que se lanzan a las pistas por fin de semana mientras Irarrázaval asume que hay cerca de 500.000 que de una u otra manera salen a correr durante el año–, nadie duda de que los kilómetros testimonian una nueva sociabilidad. Los teams son polisémicos: espacios de entrenamiento pero también de amistad, de búsqueda callada de pareja, de círculo de pertenencia. Y a veces un espacio que compite con los solos y solas.
Cada quien le descubre confines propios al running . De eso se trata cuando empieza el movimiento, los mapas internos toman forma y hay una percepción de que las fronteras nacieron para ser modificadas. Por eso se corre, aunque no se sepa. Por eso, aunque jamás se lo haya leído, la emoción ante el último verso de El despertar , de Theodore Roethke, Premio Pulitzer 1954. Un poema casi desconocido en español que enfatiza lo que se conoce sin conciencia: Me despierto para dormir y retardo mi despertar/ Yendo aprendo donde debo ir.

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