18.9.14

La vuelta al mundo de Julio Verne

Fue víctima de una capacidad de anticipación asombrosa. Su cabeza concibió, antes de que llegaran a la realidad, el submarino, el helicóptero, el rayo láser, los paneles solares… e incluso Internet. El escritor Juan José Millás evoca sus experiencias con los universos de Verne
 
Julio Verne escribió una serie de novelas de anticipación./ Roger Viollet./elpais.com

Julio Verne. He ahí un tipo que descubrió el siglo XX dentro del siglo XIX, lo que viene a ser como adivinar la edad de los metales en medio de la edad de piedra. Supongamos que estás cortando un pedazo de carne cruda de jabalí con una grosera hacha de sílex conociendo ya intelectualmente la posibilidad del hierro. Lo lógico es que te lleven los diablos. A mí me parece que a Julio Verne le llevaban los diablos porque el traje del XIX le venía pequeño. Podría haber acabado en el frenopático, pero canalizó a través de la escritura la mala sangre que le provocaba vivir dentro de una época con cuatro tallas mentales menos de las que le correspondían.
Aun así, y pese al éxito literario, su vida fue en muchos aspectos un desastre. No se pierdan este fragmento, tomado de la Wikipedia, de una carta en la que le habla de sí mismo a su madre: “Una vida que limita al norte con el estreñimiento, al sur con la descomposición, al este con las lavativas exageradas, al oeste con las lavativas astringentes (…). Es probable que estés enterada, mi querida madre, de que existe un hiato que separa ambas posaderas y no es sino el remate del intestino. Ahora bien, en mi caso, el recto, presa de una impaciencia muy natural, tiene tendencia a salirse y por consiguiente a no retener tan herméticamente como sería posible su gratísimo contenido (…), graves inconvenientes para un joven cuya intención es alternar en sociedad”.
Verne fue atacado también por fiebres de origen desconocido y sufrió una paralización facial de difícil diagnóstico. Somatizaciones, tal vez, de un desacuerdo emocional con el entorno, aunque él prefería atribuirlas a la deficiente alimentación provocada por sus penurias económicas, ya que su padre le había retirado el estipendio por no dedicarse a las leyes. En la nota citada más arriba trata de estimular la mala conciencia de su madre a la manera en que Van Gogh, en las célebres cartas, estimulaba las de Teo, su hermano y mecenas. En cualquier caso, llamar hiato al culo constituye un acierto literario que vale por las penalidades que describe.
En sus novelas, la máquina no está al servicio del hombre como mera herramienta, sino a modo de prótesis
De acuerdo, Verne padecía hemorroides, como indica delicadamente en su carta, pero las combatía con cocaína, una cosa por otra. Una producción literaria tan extensa como la suya se explica mal sin la ayuda de algún tipo de estimulante. La coca proporciona una excitación tranquila, o una tranquilidad excitante, que le viene muy bien a la actividad creadora. Cabe señalar, de otro lado, que esa “impaciencia muy natural” de salirse de su sitio que atribuye a su recto parece una metáfora de la que le consumía a él por salirse del siglo que le tocó vivir.
Nacido en 1828, año de la invención del hormigón, vivió hasta 1905, en que se descubrió el acero inoxidable. Tanto el primero como el segundo, debido a su potente presencia material, simbolizan el mundo del que venía, que era el de una racionalidad sin fisuras, una lógica de circuito cerrado, cuando él ya intuía que detrás de la electricidad vendría la electrónica. Eso le hacía vivir fuera de sí, obligándole a escribir como un poseso, pues en solo 13 años (de 1863 a 1876) publicaría, entre otros muchos, títulos tan definitivos como Cinco semanas en globo, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, Los hijos del capitán Grant, La vuelta al mundo en 80 días y Miguel Strogoff.
En las novelas de Verne, la máquina no está al servicio del hombre como mera herramienta, sino a modo de prótesis; como si, más que un hallazgo para multiplicar sus posibilidades, se hubiera inventado para sustituir una amputación. De este modo, en su fantasía se configura ya el advenimiento del ciborg, esa criatura en la que la biología y la tecnología se confunden como los materiales en una amalgama. ¿Cómo se relacionan, si no, el Capitán Nemo y el Nautilus?
Julio Verne fue víctima de una capacidad de anticipación asombrosa. Por su cabeza, y antes de que llegaran a la realidad, pasaron el submarino, el helicóptero, el rayo láser, la videoconferencia, los paneles solares, incluso, como se verá más adelante, Internet. Exageraciones, dirán algunos. Bueno, basta observar las coincidencias entre su vuelo imaginario a la Luna y el del Apolo 11, llevado a cabo realmente cien años más tarde, para aceptar sin reservas el adjetivo de visionario que tantas veces se le atribuye. Tanto en la novela como en la realidad, por ejemplo, la tripulación se compone de tres personas. La nave de Verne y la de la NASA tenían ambas forma cónica y medían y pesaban prácticamente igual. Lo mismo podemos decir de la velocidad alcanzada por una y por otra nave, así como de la duración del viaje. Las dos cápsulas aterrizan en el llamado Mar de la Tranquilidad y amerizan, de regreso a la Tierra, a solo cuatro kilómetros la una de la otra. Por cierto que la de los americanos despegó de Cabo Kennedy, muy cerca de la del escritor, que salió de Tampa, Florida.
Verne ejemplificó la idea de que el sueño y la vigilia forman un ‘continuum’ en el que no existe una línea de puntos donde meter la tijera
Aseguraba Verne que todo lo imaginable es realizable. Sabía, pues, que lo que llega a la vida pasa antes por la cabeza. Poseía una conciencia excepcional de que lo que llamamos realidad no es más que una pequeña parte de ella, pues también los sueños y las fantasías lo son. Más aún: no es que sean realidad, es que conforman lo que nombramos de este modo. No se puede fabricar un objeto que no haya sido antes un fantasma en la mente de alguien. No se puede llevar a cabo un viaje (como el de la Tierra a la Luna) que no se haya soñado previamente, ni escribir una novela sobre la que no se haya fantaseado, ni construir una nave de la que no existiera una visión previa. Pese a esta evidencia, todavía hoy se insiste en colocar entre la imaginación y la realidad una valla electrificada de tres metros. Es inútil, la imaginación atraviesa la valla por la noche y aparece como realidad al día siguiente. De ahí la importancia de una imaginación bien amueblada. Cuando, encontrándonos en el cine, las imágenes comienzan a salir distorsionadas, a nadie se le ocurre que el problema sea de la pantalla, que no es más que una sábana blanca, sino del proyector. Así, lo que llamamos realidad es una proyección de lo que sucede en nuestras cabezas. Cuando la realidad está mal, y está mal siempre, nos entretenemos sin embargo en ajustarle las cuentas a la pantalla en vez de analizar los problemas del proyector. Un plan educativo verdaderamente revolucionario consistiría en aceptar la premisa de que la fantasía conforma la realidad. Curiosamente, se combate desde todos los ámbitos. Por eso hablamos siempre de lo que nos ocurre en vez de hablar de lo que se nos ocurre. Lo que se nos ocurre, bueno o malo, llega tarde o temprano a la vida, a esa pequeña parte de la vida que llamamos realidad.
Todo esto era para señalar que Verne ejemplificó la idea de que el sueño y la vigilia (o el delirio y la vida) forman un continuum en el que no existe una línea de puntos donde meter la tijera. Si él fue capaz de inventar el siglo XX en la mitad del XIX, nosotros podemos reinventar (o volver a encontrar) a Verne en el XXI. Como en una relación especular, Verne se proyecta desde su época hacia la nuestra y la nuestra le devuelve la imagen gracias a los avances prefigurados por él. Uno de ellos es precisamente Internet. En 1863, y después del gran éxito de Cinco semanas en globo, escribió una novela titulada París en el siglo XX que su editor habitual, Pierre Jules Hetzel, le aconsejó guardar en el cajón, pues, además de no alcanzar el nivel de la anterior, se mostraba en ella muy pesimista respecto al futuro. La acción discurre en 1960, en un París en el que hay rascacielos de vidrio, automóviles, calculadoras y, ¡atención!, una red mundial de comunicaciones que se concreta en una especie de telégrafo global que evoca la idea de la Red. En ese París imaginado, las humanidades ya no forman parte de los planes de estudio y escritores de la talla de Victor Hugo han pasado al olvido. Las finanzas, en cambio, ocupan un espacio tal que el dinero ha dejado también de ser un instrumento del hombre para convertirse el hombre en un instrumento de él.
Bueno, profecía pesimista cumplida. La novela permaneció perdida hasta 1994, cuando el internet embrionario imaginado por Verne en esa novela ya funcionaba en la realidad. La Red, si uno lo desea, se vuelve hacia el siglo XIX y encuentra al autor de Miguel Strogoff.
Imagínense, si no, a un escritor actual de vacaciones, en medio del campo, a 500 kilómetros de su mesa de trabajo, de sus libros de consulta, de sus fetiches, prácticamente a 500 kilómetros de sí mismo. Supongamos que le llaman del periódico para encargarle unos folios sobre Julio Verne. Precisemos que solo cuenta, para comprobar fechas, títulos, argumentos, datos históricos, etcétera, con la memoria de las lecturas de las novelas del autor francés, ya demasiado antiguas, y con un ordenador portátil de apenas dos kilos de peso. Ese escritor soy yo. Ese escritor pone en el buscador de su portátil las palabras Julio Verne y en menos de 30 segundos le aparecen casi 500.000 entradas sobre el autor de El Chancellor. Significa que así como Verne navegó por nuestra época, nos radiografió en cierto modo antes de que naciéramos, nosotros podemos navegar por la suya con herramientas (o prótesis) que él intuyó, o con las que soñó. Esa es una parte del juego especular entre él y nosotros. Usted y yo estábamos en él y él, ahora, está en nosotros. Y de qué modo, pues no hay hallazgo de carácter técnico o científico que no nos lo recuerde. Somos los herederos de sus delirios y quienes los hemos llevado a la práctica. Esos delirios nos ayudaron, como lectores jóvenes, a sobrevivir a la realidad y, como personas adultas, a progresar técnicamente.
Es raro el lector cuyo encuentro con la obra de Verne no le haya movido los cimientos. Cada uno, si fuera posible preguntarle, tendría una historia propia que contar acerca de ese encuentro. Una historia sugestiva, queremos decir, de las que modifican la trayectoria de una vida, pues las novelas de Verne poseen muchos de los ingredientes de ese género que llamamos “de iniciación”. Son efecto, iniciáticas, tienen la capacidad de fundar un proyecto, de colocar las bases de una existencia.
Por mi parte, quiso el azar (esa forma, según Borges, de causalidad cuyas leyes ignoramos) que la primera novela que leyera en mi vida fuera Cinco semanas en globo. Aclarémonos: yo no era lector. Yo era un niño que pasaba muchas horas en la calle y que en invierno, para combatir el frío, se metía a ratos en una biblioteca pública de su barrio en la que había calefacción, pero donde era obligatorio permanecer callado y quieto: tal era el precio del calor. Un día, por puro aburrimiento, ese niño se levantó de la mesa, se acercó a una de las estanterías, extrajo de ella un par de libros que devolvió a su lugar después de examinar sus portadas. Su dedo índice continuó recorriendo los lomos de los volúmenes, como la aguja de la ruleta recorre las casetas de los números, hasta que se detuvo en Cinco semanas en globo. La ilustración de cubierta mostraba un globo con la canasta medio desprendida y a cuyos restos se aferraban desesperadamente dos o tres personas. El niño regresó perezosamente con el libro a la mesa, lo abrió, leyó sus primeras líneas y se precipitó en el interior del relato como el que tropieza y cae por las escaleras que conducen al sótano. Un instante fundacional. Allí nació, sin duda, la idea del libro como sótano, como lugar simbólico en cuyo interior estás a salvo de todo excepto de ti mismo. El libro como salvación, la lectura como venganza.
El niño no era socio de la biblioteca, por lo que no podía tomar el libro prestado para llevárselo a casa. Cuando llegó la hora de cerrar, se desprendió de él como si se desprendiera de un brazo o una pierna. Regresó al hogar incompleto. Los libros, desde ese instante, se habían convertido para él, no en una herramienta, sino en una prótesis, es decir, en algo que venía a sustituir una amputación misteriosa de la que hasta ese momento no había sido consciente. Ya no podría vivir sin ellos. Al día siguiente, media hora antes de que abrieran la biblioteca, el niño ya estaba a sus puertas para ser el primero en entrar, no fuera a ser que alguien cogiera antes que él la novela comenzada el día anterior. No habría podido soportarlo. Durante los siguientes días viajó en aquel globo junto al Doctor Fergusson, su criado Joe y su amigo Dick Kennedy. Partieron de Zanzíbar y observaron África desde el cielo. El niño todavía no se ha bajado de ese globo.
Curiosamente, esta primera novela de mi vida fue la primera escrita por Verne y la que lo lanzó al éxito después de flirtear sin éxito con el teatro. Pero hay una coincidencia más, verdaderamente extraordinaria, y es que Cinco semanas en globo apareció el 31 de enero de 1863. El 31 de enero es mi cumpleaños, de modo que siempre la acepté como un regalo, el mejor de mi vida. A Verne, tan aficionado a la cabalística, le habrían encantado este cúmulo de casualidades. Pero hablando de viajes, en globo o en nave espacial, ¿acaso no resulta asombroso que una novela publicada en francés en 1863 sea leída un siglo después en español por un crío que vive en la periferia de Madrid?
Después de la lectura de Cinco semanas en globo vino inevitablemente la del Viaje al centro de la Tierra, y la de Veinte mil leguas de viaje submarino, y la de Miguel Strogoff, y la de De la Tierra a la Luna, y la de La vuelta al mundo en 80 días… Verne parecía un territorio inagotable, una comarca de la realidad tan vasta y turbulenta como nuestro propio mundo interior, que recorríamos sin darnos cuenta al descender a las profundidades del volcán Sneffels, o al precipitarnos en el espacio intentando hacer diana en la Luna, o al atravesar Siberia como correos del zar de Rusia… Cada lector tiene su propio mapa de las lecturas de Julio Verne. Ese mapa constituye una excelente representación de aquellas tardes muertas, de aquellas tardes consumidas en una esquina de la biblioteca pública del barrio; de aquellas tardes que luego resultaron las más vivas; aquellas tardes en las que la relación con Verne, al tiempo de enseñarnos a leer novelas, nos enseñó a leernos a nosotros mismos. Si aprender a leer es aprender a leerse, la deuda con este autor, tanto en el plano individual como en el colectivo, es impagable.
Como ya se ha dicho, murió en 1905, año de la publicación de la Teoría de la relatividad especial, de Einstein. Poco antes había aparecido la Interpretación de los sueños, de Freud. Verne rozó, pues, con la yema de los dedos, teorías científicas que modificaron la percepción de la realidad física y de la psíquica, previamente alteradas por su literatura. Pocos años después encontraríamos también sus huellas en el surrealismo. Verne no solo descubre el siglo XX, lo prologa, lo divide en capítulos, confecciona su índice…
Sus relaciones con la vida doméstica, para la que parecía poco dotado, no mejoraron con el paso del tiempo. A la mala relación de siempre con su hijo se añadió la agresión de que fue víctima por parte de un sobrino que una noche, regresando juntos a casa, le pegó dos tiros dejándolo cojo para siempre. Por cierto, que el hijo mencionado, Michel, publicó varias novelas póstumas de su padre, la mayor parte de ellas retocadas por él.
Dicen que durante sus últimos años se acentuó el pesimismo latente que algunos han visto a lo largo de su obra, y que vivió una vejez marcada por la depresión y el aislamiento. Quizá le amargaba la idea de no haber escrito todo lo que tenía en la cabeza. Aun así, su obra es oceánica. De sus novelas (más de medio centenar) se han hecho casi cien pe­lículas (solo de Miguel Strogoff se han rodado 16 versiones) y se encuentra entre los autores más traducidos de la historia. Es como para no creérselo.

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