Ante la brega de escribir una crítica
sobre un libro leído, o releído, el articulista se ha de ubicar en un
extraño lugar en el que no cabe la objetividad –ya que toda crítica debe
emanar temperatura–, pero tampoco se consiente la extrema implicación
del crítico con la obra
Ni fervor extremo, ni aversión enfermiza.
Ecuanimidad, pero con un necesario color personal, con latidos. El
articulista que habla sobre libros –o sobre películas, o sobre
restaurantes– ha de situarse a dos o tres palmos de distancia del objeto
observado si quiere que sus palabras sean útiles para quien tenga la
bondad de pasar sus ojos sobre ellas. Dos o tres palmos: no sumergidos
hasta el cuello, tampoco a treinta leguas de distancia.
Confieso que he eliminado varias veces
los primeros párrafos con los cuales quería iniciar esta reseña. Nada me
resultaba natural, todo era cartón seco, todo me sabía a rancio. Mi
tendencia a desplegar un bastimento estilístico a caballo de citas
memorables, tips de lectura o reflexiones varias no encajaban del todo en estas líneas dedicadas a Austerlitz (2001) de W. G. Sebald.
Además, no puede negarse que es un handicap referirse a una obra sobre
la cual todo ya se ha dicho y redicho: las sombras de las palabras
pretéritas –recordemos aquel “círculo hermenéutico” de Gadamer–
inevitablemente sobrevuelan el trabajo del crítico.
Fue por ello que decidí reiniciar la
escritura de estas líneas con un espíritu diferente, ya que no podía
evitar que cada escena de Austerlitz trajera a mi conciencia
buena parte de mi pasado, de mi historia personal. Pido, pues, disculpas
adelantadas a los lectores por el tono de este artículo. Disculpas por
utilizar en más de una ocasión la primera persona. Disculpas por
introducir referencias personales que quizá a nadie le importe.
Disculpas por no haber conseguido ubicarme, como hubiese querido, a dos o
tres palmos de la obra.
La quinta y última novela publicada en
vida por Winfried Georg Maximilian Sebald puede parecer, a priori, un
himno a la esperanza, si tenemos en cuenta la perenne intención del
protagonista de querer conocer su verdadera identidad. Sin embargo, yo
creo que es un himno a la resignación. El ser, dijera Heidegger, es suceder, acaecer –de accadĕre,
cuya etimología proviene del verbo caer–; o sea: el acto de ser viene
ligado al de la inherente caducidad, a la entrega a la muerte. Sebald
recoge este espíritu al ponernos en nuestras narices la tragedia más
amarga de la Historia moderna personificada en un hombre solitario y
perdido, sin tierra ni brújula, cuya madre residente en Praga es
asesinada por los nazis en el campo de concentración de Theresienstad,
su padre huye a Francia sin dejar rastro, y él, a sus cuatro años, es
metido en un vagón atestado de niños iguales a él camino a algún país
del oeste que lo acoja y lo ponga a salvo. Desde entonces, el pequeño
aprende a olvidar su corto pasado junto a un viejo párroco galés y su
enfermiza esposa, olvida su lengua materna, erradica recuerdos, recibe
el nombre de Dafydd.
Varios años después, descubre que su verdadero nombre es Jacques Austerlitz y que proviene de Praga.
Entiende entonces por qué siempre se ha sentido un extranjero de la
vida, por qué era invadido a diario por ácidas e inexplicables
remembranzas. Es esta la circunstancia que lo empuja a deambular por
ciudades europeas en busca de ese yo: en Praga se entrevista con una
vieja amiga de su madre; acude a ciudades llenas de eco, a bibliotecas, a
museos; en París visita centros de documentación; vaga por las calles
de Amberes, de Londres; visita el balneario de Marienbad, el poblado de
Terezin… Reconstruye ligeramente la figura de su madre, una bella actriz
de variedades. No consigue, empero, dar con datos fehacientes de su
padre. En el camino, su apatía por la vida le hace perder el que quizás
será el único amor de su vida. Y si bien Austerlitz no claudica en su
búsqueda vital, en el fondo, uno, como lector, atisba que en definitiva
es una búsqueda sonámbula, el camino hacia una respuesta que no acercará
al personaje a ese yo perdido, hacia datos a punto de borrarse para
siempre. Austerlitz busca y busca, deambula y se pierde en las calles de
cualquier ciudad, camina hacia delante no con esperanza sino con un
abatimiento granítico, porque bien sabe que ya nunca podrá asir ese yo
arrancado ilegítimamente. Buscar por buscar es lo único que le queda a
alguien condenado a convivir con un yo impuesto.
Yo arrancado, yo impuesto
Abro paréntesis. Quien escribe estas
líneas nació en un momento y un lugar de la Historia argentina en los
que sus raíces fácilmente podrían haberse esfumado: un hospital público
de Buenos Aires en el año 1979, justo al lado de una clínica policial,
al tiempo que por las calles circundantes deambulaban siniestros Ford
Falcon de color verde. Es sabido que, como en otros países
latinoamericanos a merced del Plan Cóndor, la dictadura militar de
Videla había activado el eugenésico proyecto de erradicar aquello que
denominaban “subversión” mediante el secuestro, tortura y asesinato de
cualquiera que sea mínimamente sospechoso de oponerse al régimen; y ante
tal panorama, las mujeres subversivas que en esos momentos estaban
cerca de parir eran el plato más codiciado, porque tras el cautiverio y
el alumbramiento solo debían asesinar a la sediciosa madre y entregar el
retoño a familias menos contaminadas por tanto zurdaje.
Familias que, generalmente, o bien provenían de respetables estirpes
militares, o bien eran parejas que entregaban una suma de dinero a
cambio del niño, ignorantes –o no tanto– de lo que ocurría allí fuera.
Aunque la dictadura de Videla dirigía
sus balas principalmente a las fuerzas subversivas, nadie estaba exento
del terror. Los tres días que tardé en nacer fueron para mis
progenitores la eternidad, no solo por la salud de mi madre sino también
por aquella amenaza. Si bien, evidentemente, nada me ha ocurrido –mis
padres no militaban–, conozco a varias personas que han sido
secuestradas apenas nacer, que sus identidades han sido ocultadas por
sus padres adoptivos, que muchos de ellos han decidido investigar para
saber quiénes son realmente, que algunos han dado con la respuesta, que
otros aún la están esperando. Y otros, muchos otros, creen saber que no
son quienes son pero aún no han decidido ir en busca de la verdad, de su
verdadera identidad. Mi identidad no padeció cambios, aunque creció
rodeada de retoños de raíces arrancadas.
Quien escribe estas líneas, décadas
después, decidió emigrar debido a conflictos varios –personales,
económicos, familiares, existenciales–. Mi familia lo perdió todo,
literalmente. Yo lo vendí todo, y con los dólares resultantes me pagué
un viaje a Europa. Creía que lo mejor era darle al reset:
renegué de aquellas raíces que por poco no me habían arrancado al nacer,
renegué de mi familia, vagué, busqué, creí encontrar. Me mimeticé en el
nuevo mundo que me acogía casi por vergüenza. Intenté construir un
nuevo yo. Absurda meta, pienso hoy. Absurda, me subraya Sebald. Querer resetear
la propia vida es la cara B de la búsqueda de Austerlitz, otra manera
de acometer una búsqueda sonámbula, más bien una búsqueda zombi. Ni
Austerlitz ni quien escribe estas líneas claudican en sus búsquedas
ilusorias, en sus placebos vitales. Este juego de espejos surgido a
instancias de Austerlitz, ha activado en mí una experiencia
lectora que más que vicaria es visceral. El personaje de la novela me
refriega en la cara ese yo que soy y no soy, ese lector que también es
personaje, ese personaje que interpela al yo-lector hasta el límite de
lo soportable. Austerlitz es un himno a la resignación porque
el propio protagonista se esconde en sus indagaciones, pero ese lector
que también es protagonista –yo, tú, quien sea– se siente demasiado
aludido: Sebald nos da una bofetada en la nuca para despertarnos y
tocarnos las narices: “¿para qué buscas constantemente un yo, si ese yo
jamás acabará satisfaciéndote?”. Y acto seguido mi yo-lector se levanta
de la silla, entonces me formulo preguntas, entrecierro los ojos, me
muevo. Los libros que trascienden son aquellos que te despeinan, que te
levantan de la silla y te hacen salir a la calle, a respirar hondo y a
deambular. En mi caso, el de mi yo-lector, así ha ocurrido. De ahí la
imposibilidad de situarme a dos o tres palmos de Jacques Austerlitz,
sino a su lado, con el oído bien pegado a sus palabras entrecortadas. Ya
lo decía Susan Sontag: Sebald sabe muy bien cómo intimar con el lector.
Cierro paréntesis.
Testigos de Austerlitz
Una de las claves para que el lector,
ese yo-lector interpelado y despeinado, se sienta tan cerca de la
búsqueda del protagonista –ergo, de la suya propia– es la voz narradora
elegida por Sebald para hilar el relato, una estrategia frecuente en la
obra del autor alemán: se trata de un narrador testigo que solo se
limita a acudir a las llamadas de Austerlitz –cualquiera sea el lugar
donde se encuentre el personaje– para escuchar sus vivencias y tomar
cuidada nota de cada una de ellas. ¿Por qué Sebald no le dio voz
protagónica al propio Austerlitz? Porque de este modo se activa un
lúcido doble juego. En primer lugar, este personaje-narrador de quien
nada sabemos lleva a cabo la misma tarea que cualquier lector: acceder
lentamente a un relato, al principio con la precaución que tendría un
explorador que atraviesa por primera vez una estepa helada; si lo que se
le narra le resulta interesante, si se tienden puentes emocionales e
intelectuales entre lector y personaje, ese lector es capturado por la
intriga, indaga, se pregunta, va en busca de más información, se moja en
las aguas de las emociones del personaje. Esta voz narradora es el
propio Sebald y somos nosotros mismos, que respondemos a las cartas de
Austerlitz y acudimos a sus llamadas, ya que cada episodio de su
discurso nos embarra más y más en sus vísceras, en las nuestras, en la
relato de la tragedia moderna. La experiencia lectora, de esta manera,
no solo se duplica, también se enaltece.
Y, en segundo lugar, la elección de esta
particular voz narradora cumple otra función característica de la
poética de Sebald: supone una loa al acto de documentarse. Y
documentarse es no olvidar, es exprimir la Historia hasta el final
aunque exista resignación, porque si bien no conseguiremos llenar
nuestro vacío, esta encomiable tarea jamás será en vano: trascenderá los
tiempos, llegará al conocimiento de las generaciones futuras los
detalles y las nimiedades de una época infernal. De este modo –¿por qué
no?– puede que el tópico del eterno retorno un día se resquebraje. El
trabajo del personaje testigo que nos relata la historia consiste en un
abnegado acto de registrar, tanto palabras como imágenes, ya que, en
típico acto sebaldiano, el texto es salpicado por fotografías que
refuerzan el discurso a fin de que los hechos narrados se nos graben a
fuego, aún más, otra estrategia para eludir el habitual territorio del
olvido.
Posmoderno Baudelaire
Este personaje-narrador que presenta al
protagonista es tan testigo de la trama como nuestro yo-lector.
Compartimos el mismo grado de conocimiento, somos invadidos por la misma
sensación de empatía, vivimos la historia con la misma perplejidad de
quien se encariña con este hombre a la deriva que, mochila al hombro,
nos relata la infinita cantidad de veces que ha visionado un viejo vídeo
de propaganda nazi solo para dar con alguna facción del rostro de su
madre, o cuando nos describe la vida de sesenta mil personas en un
kilómetro cuadrado rodeado de alambre de espinos, o cuando nos pinta un
cuadro magistral de la muerte de su madrastra, cuadro que bien podría
haber sido pintado por Turner…
De algún modo, los tres componentes de
la tríada literaria –lector, narrador, protagonista– compartimos el
mismo grado de vulnerabilidad ante la realidad, tan vulnerables como las
polillas que fascinan a Austerlitz, esos animalejos “sujetos por sus
garras diminutas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferrados al
lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un
soplo de aire los suelta y los hecha a un rincón polvoriento”.
¿Cómo no sentirnos abatidos nosotros
tres ante tanto hierro? ¿Cómo no experimentar ese “sordo sentimiento de
no pertenecer a ningún Estado”, esa nada propia del yo arrancado, del yo
de posguerra? En efecto, si algo es Austerlitz es un Baudelaire de
posguerra, ya que cae atrapado en un spleen espeso, mucho más
doloroso y asfixiante que aquella melancolía perenne que padecía el
poeta francés. Advertimos, ergo, que hasta eso ha conseguido el nefasto
siglo XX: se las ingenió para que ese spleen ya no solo sea un
límbico estado de conciencia donde las emociones se aletargan, sino que
ahora es un territorio de pesimismo que abarca todos y cada uno de los
estratos conscientes del ser, un convencimiento de que ya no hay ni
habrá nunca respuestas, ya no hay nada, ya ni siquiera es posible
convivir con el vacío. Un spleen al cuadrado. No obstante, como
ya he señalado, el tozudo Austerlitz lo intenta, claro que lo intenta:
quiere respuestas, las busca, sus venas laten con la única necesidad de
saber quién demonios es, de dónde demonios proviene. La posmodernidad ha
conseguido hacer trizas el concepto de esperanza, y así como Nietzche
afirmaba que tras la muerte de Dios hoy el hombre solo venera las
sombras de aquel Dios, hoy también la humanidad acaricia las sombras de
una esperanza que antes tenía cuerpo y raíces, y de la que hoy solo
acariciamos sus ecos.
Y esa sensación de melancolía desesperanzada trabaja en consonancia con otro procedimiento baudeleriano: el flâneur. Baudelaire
vagaba por las calles parisinas para lanzar una mirada rancia hacia la
aplastante pero aún incipiente urbanidad. Austerlitz, en cambio, se
pierde en unas ciudades cancerígenas solo con el fin de visitar obras en
ruinas, contemplar cúpulas inalcanzables, o, tan solo, para hallar en
el camino algún “espectro nocturno aislado”. Si en el siglo XIX el flâneur era un espécimen propio de la modernidad, el flâneur de Sebald es una rama seca que mira sin ver. Un sonámbulo.
Mirar hacia arriba para mirarse uno mismo
Antes he dicho cúpulas. En efecto, Austerlitz,
la novela, está plagada de cúpulas. Austerlitz, el personaje,
interesado en la historia de la arquitectura, se detiene varias veces a
describir las cúpulas de los edificios que visita, y esa contemplación
supone un símbolo que se agudiza cúpula tras cúpula. Esta clase de
construcciones es fuente de una luz que nos fascina a la vez que nos
enceguece, inalcanzable luz que solo podemos admirar y describir, jamás
asir, un espejismo con el cual construimos dioses que no existen. Para
Austerlitz, las cúpulas son una representación del dios contemporáneo,
dios hecho de vigas oxidadas, vidrio y cagadas de paloma. Austerlitz nos
señala las cúpulas de la estación de trenes de Wilson o de Lucerna con
el propósito de obligarnos a mirar hacia arriba, hacia un cielo
imaginario que, en lugar de traernos rayos de sol, bloquea o filtra esa
luz. Y esa sensación la tuvo Austerlitz, el personaje, desde su época de
estudiante en París, cuando se quedaba boquiabierto mirando el techo de
Austerlitz –no la novela, tampoco el personaje, sino la estación de
trenes parisina–, a la que considera “la imagen más misteriosa de
París”.
E incluso Sebald, el autor, escarba en
sí mismo y en sus raíces al volcar una mirada impávida sobre aquella
Alemania que abandonara cuando joven pero cuya lengua jamás atinó a
olvidar –a diferencia de expatriados como Conrad o Kundera–, actitud que
supone toda una declaración de principios, ya que representa el
antídoto contra la resignación que invade a Austerlitz. Y creo que no es
baladí esta interpretación, porque en muchos sentidos Austerlitz es la
contracara de Sebald: si exploramos la biografía del autor alemán, son
evidentes las similitudes entre la vida de ambos –la sombra de la
guerra, el desarraigo–, con la diferencia de que Sebald transforma su
búsqueda en un generador de respuestas, no en una búsqueda por sí misma.
La distancia con su tierra natal le otorga la necesaria mirada de extrañeza que
solo puede dar el exilio, lo que le da la potestad –a él, a Austerlitz,
a mí mismo y a cualquier desarraigado– de considerar su lugar de origen
un lugar ajeno, apartado, una Alemania que en ocasiones puede ser “tan
ajena como Afganistán o Paraguay”.
Y este contrapunto entre autor y personaje se magnifica con la ironía de que, poco tiempo después de la publicación de Austerlitz,
Sebald muere en un accidente de tránsito en Norfolk, bien lejos de su
tierra, justo cuando había alcanzado el cenit de su producción
literaria. Austerlitz, el personaje, se pierde de la vista de los
lectores en un amargo fundido a negro, lleno de preguntas e
insinuaciones. Sebald, el autor, se esfuma en un abrupto corte de cinta
justo cuando esperábamos más de esas respuestas que ahora no podrá
darnos.
A poco de comenzar a redactar las
primeras líneas de este artículo, me invadió un sentir parecido al que
acudía en ocasiones a la conciencia de Austerlitz cuando se ponía a
escribir, según relata en la mitad de la novela: “una especie de
angustia difusa pero luego cada vez más densa, que hacía que el hermoso
espectáculo de colores que iban desvaneciéndose se tornase en una
palidez malvada y sin luz”. Lo que hemos de hacer con este spleen austerlitziano –en
el que todo suena “vacío y falaz”– es combatirlo. Y la única manera de
conseguirlo es aceptar con naturalidad que la resignación ha de ser en
realidad aceptación, que el yo que pudimos haber sido no existe, son
solo papeles, solo está en los libros, los documentos y las ilusiones.
Pero no existe. Buscar respuestas, sí, identificar nuestro yo, también.
Pero el yo verdadero es aquel que nos da las circunstancias actuales, no
el pasado, el que solo tengo ahora y con el que he de convivir
eternamente hasta el final de mis días. Austerlitz, esa opera magna,
es resignación, sí. Una desesperanza activa, la búsqueda por la
búsqueda misma. Porque lo único que nos queda es buscar, y hemos de
buscar, claro que sí. Aunque no para nosotros, sino para el futuro.
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