6.9.14

Néstor García Canclini: Mapa caliente para extranjeros

Néstor García Canclini. Narcocultura, jóvenes, lecturas, fronteras son los conflictos que este antropólogo utiliza para interrogar el presente regional
Néstor García Canclini, antropólogo argentino, autor de Culturas hibridas. /revista Ñ.
Ciudad Juárez. Fue conocida por los femicidios que hoy se multiplican en todo México.
Muralla gringa. Estos barrotes separan a México de Estados Unidos a 24 kilómetros de San Diego.
Ha cruzado fronteras para estudiar al otro y para establecer sus propios puntos de anclaje; ha interpretado signos de capas modernas y posmodernas en el continente volcados en obras clave para entender estos tránsitos de una era a otra y de sus superposiciones. Néstor García Canclini, antropólogo argentino residente en México desde 1976 es una referencia clave en las ciencias sociales de estos tiempos, posee una obra abundante donde aparece nítidamente el reconocido Culturas híbridas.
Este libro fue objeto de análisis críticos pero dejó una innegable marca en los estudios culturales latinoamericanos. Después hubo otros tantos textos fotocopiados dentro y fuera de las facultades. Está en Buenos Aires invitado a las Jornadas sobre Cortázar de la Biblioteca Nacional. También presentó su flamante libro El mundo entero como lugar extraño (Gedisa) y recibió un Doctorado Honoris Causa en la Universidad Nacional de Rosario. De esos mundos que habitan Latinoamérica y su propia vida habló en esta entrevista donde el voseo forma parte de su forma de entablar los diálogos plasmados en su libro donde desestructura hasta los propios géneros en los que solía expresarse.
–¿Por qué necesitaste un formato de diálogos, ensayos descontracturados para escribir este nuevo libro?–Sentí que había que arriesgar deconstruyendo cualquier estructura discursiva que diera seguridades difíciles de encontrar y la forma era darle estilo de entrevista o de diálogos o discusiones en congresos de ciencias sociales, poner a temblar los géneros y las formas tradicionales del ensayo. No estamos ya sólo ante una crisis de la política sino una crisis de los propios modos de decir. Todo se va convirtiendo en preguntas y este libro surge de ensayar otras maneras de preguntar.
–Y dentro de este replanteo de las ciencias sociales de su papel, ¿qué desafíos y qué riesgos tiene el antropólogo a partir de entonces?–La antropología es una de las disciplinas mejor entrenadas para pensar la interculturalidad. Casi siempre la ha pensado en relaciones bilaterales de una sociedad nacional con sus minorías indígenas, o de los países colonizadores con los colonizados. Ahora estamos en una trama mucho más compleja, interactiva, aún con los más lejanos. La antropología se constituyó como fundamentadora de lo nacional, acompañando demandas étnicas o de grupos urbanos oprimidos, marginados, asumiendo esas banderas como propias. Puede tener elementos mayores que otras disciplinas para repensar las preguntas con más apertura, pero no tiene certezas más consolidadas.
–México –y parte de Latinoamérica– aparece como un laboratorio inundado por el narcotráfico. Surge la narcocultura. ¿Qué hace el antropólogo?–No juzgar. Desmarcarse de la tentación más frecuente de los medios que prohíben la transmisión de los narcocorridos mientras parte de la sociedad los considera su música más representativa, su nueva épica. Y no sólo el narcocorrido: el reggaetón, el hip hop, las cumbias, las cumbias villeras están cargadas de toda esa informalidad social que tiene explicaciones por la descomposición generalizada por el desempleo, por la búsqueda de recursos alternativos fuera de la legalidad. Lo he trabajado en la frontera norte cuando estuve haciendo trabajo de campo en Tijuana. Y en los últimos años, más que nada con los jóvenes, donde se exasperan todos los indicadores de conflictividad y de precariedad: el desempleo. Hay una pérdida en las nuevas generaciones de las certezas de la seguridad social y de la continuidad laboral, de los derechos en general.
–Hace unos años, Rossana Reguillo, me decía que habían concluido que los jóvenes no podían pensar el futuro…
–Sí. Lo vemos en sus propias manifestaciones culturales. Las letras de sus canciones, el ritmo acelerado de sus músicas, de su estilo de vida. La estridencia de los relatos escritos por jóvenes y la imposibilidad de hacer afirmaciones ni utópicas ni distópicas sobre el futuro; más bien se trata de cómo sobrevivir en el presente. Pasamos de una etapa en que nos preocupábamos por las formas de convivencia a otra donde nos ocupamos de las formas de sobrevivencia.
–¿Y qué pasa cuando el antropólogo llega a un lugar como Tijuana? ¿Cómo es recibido?–Hace años que venimos diciendo que además de los movimientos de urbanización, de transferencia poblacional del campo a la ciudad, la inseguridad más extrema en zonas rurales ha obligado a urbanizarse y a la antropología a concentrarse en ciudades más protegidas, donde los conflictos son menos exasperantes y permite cuidar la vida. Hay muchas investigaciones, tesis que se han interrumpido porque ya no se puede visitar más un lugar. Yo trabajé en los 70 y 80 en Michoacán, en el centro de México, en zonas a las que ahora no podría volver porque las balaceras diarias entre narcotraficantes, autodefensas y la represión militar son intensísimas. Hay muchos antropólogos que están acompañando estas luchas, tratando de interpretar lo que sucede. Pero a la vez son laboratorios, lugares en los cuales es atractivo entrar para acompañar la vida y el padecimiento de enormes sectores, y también para entender por dónde se está descomponiendo y recomponiendo la sociedad. Junto con los movimientos de destrucción del tejido social, hay asociaciones por la paz, los Derechos Humanos, que están tratando de lograr, como ocurrió y sigue ocurriendo en la Argentina, posibilidades de convivencia razonada, productiva, creativa.
–En el libro se citan encuestas de consumo popular, de lectura. Allí aparece La Biblia como uno de los libros más leídos allí donde se lee muy poco…
–Estuve trabajando con encuestas de lectura de distintos países, y hasta 2012, se seguía preguntando por la lectura en papel. Como si el libro, la revista, el cómic, la historieta, fueran las únicas formas de relacionarse con la cultura, mientras todos estamos leyendo en pantallas, contestando mensajes electrónicos, hacemos otras cosas. Queda en evidencia la descalificación de los encuestadores cuando sólo preguntan por la lectura en papel. Una encuesta en Brasil comenzaba definiendo qué es un lector y qué no; el que leyó en los últimos tres meses un libro; el que no leyó un libro en el mismo lapso. Ignoran los hábitos de la mayoría de la población que, lea o no lea libros, al mismo tiempo está trabajando en pantalla, informándose, entreteniéndose, y está leyendo para vincularse con las pantallas. Y luego está el fenómeno de la sociabilidad, las ferias del libro de Buenos Aires, Guadalajara, Colombia crecen en número de asistentes. El lugar de la crítica se ha desplazado de las revistas culturales a espacios más informales. En medio de todo eso, preguntar en general qué libros leyó el último año lleva a simulaciones como que leyeron la Biblia o García Márquez.
–El libro a veces funciona como objeto, como fetiche...–En todas partes. Pero también el celular lo es. Vivimos entre fetiches: tienen su lado ilusorio, ficcional. Poseen un aspecto utilitario, otro placentero y todo entremezclado.
–Los consumos culturales ¿se han “actualizado”? Los videojuegos son considerados obras de arte; las series de tv están provocando un fenómeno cultural en todo el mundo...–Sí. Pese a todo lo que se ha trabajado sobre el carácter interactivo de los consumos culturales, sigue existiendo la idea de que el consumidor es alguien que se apropia de un objeto o de un mensaje preconstituido y que en cierto modo traza su camino de lectura. Las tecnologías recientes han llevado mucho más allá esta situación, han inducido la noción de prosumidor, el que produce y consume. El DJ, por ejemplo, parte de contenidos preexistentes, los transforma, recrea, y sabe que lo que él produzca o suba a Youtube va a ser reformulado por sucesivos recreadores, prosumidores. Vivimos en una situación de constante interactividad que por un lado relativiza la capacidad de manipulación o las intenciones de dirección del consumo desde las grandes transnacionales, y al mismo tiempo empodera a los actores comunes, a estos prosumidores, para seleccionar dentro de un repertorio mucho más diverso y reinterpretar aquello que les ha sido ofrecido en contextos, en tejidos socioculturales más abiertos.
–Tu pasaje de la filosofía a la antropología ¿está relacionado necesariamente con el cambio geográfico?–Sí y no. Desde el punto de vista más formal, yo estaba inscripto en Buenos Aires en filosofía, hice mi doctorado en París también en filosofía, pero ya venía trabajando en la intersección entre mi carrera, ciencias sociales, arte y literatura. comencé a hacer trabajo de campo, a pertenecer más al ámbito antropológico en México. Hay una continuidad en ese sentido, y en cierto modo un regreso a preocupaciones teóricas, lingüísticas y sobre los modos de preguntar, investigar y de decir los desacuerdos que pueden ser productivos.
–¿En qué año te fuiste?–En el 76.
–¿Fue un exilio político?–Sí. En el 74 y en el 75 hubo expulsiones masivas de la universidad antes del golpe militar. Nos echaron por razones ideológicas en ese período predictatorial del gobierno de Isabel Perón. Y me quedé sin trabajo. Me expulsó la situación argentina y también el enorme terror, las desapariciones entre la gente que trabajaba conmigo dentro y fuera de la universidad. Quince días después de irme en agosto del 76 a México, hubo un allanamiento en mi casa en La Plata buscando gente que estaba huyendo. Entonces sí, creo que fue una salida oportuna por motivos políticos que confirmó mi decisión de exiliarme.
–¿Y en México te integraste con los intelectuales y periodistas argentinos? ¿Estuviste en alguna revista?–Estaba en la Casa Argentina, que era una de las dos organizaciones que agrupaban a los argentinos en México. Escribí en Controversia y si bien giré en mis investigaciones de campo hacia México mismo, y eso me arraigó mucho, seguí vinculado con la Argentina, y estuve los siete años de la dictadura sin poder venir, pero desde el 83 he venido todos los años.
–¿Y en el 83 decidiste quedarte, decidiste no volver?–Fue muy complicado. Por el grado de integración en la escena mexicana, lo cual era muy distinto para un sociólogo político que se había especializado en cuestiones de dictadura y democracia en la Argentina. Y luego hay cuestiones afectivas. Mis hijos mexicanos, las redes... Fue muy difícil la decisión porque una mitad más o menos de la comunidad argentina en México regresó. Y varias veces tuve fantasías de volver.
–¿Cuándo dejaste de ser extranjero?–Nunca. Cuando uno se va del país nativo, aunque vuelva, no vuelve al mismo. Y uno también cambió. La experiencia en otras sociedades hace un descolocamiento de los supuestos, de las maneras de ver. Y por más que en los papeles uno pueda tener dos nacionalidades, o más, uno es extranjero en todas partes. Pero la noción de extranjería que elaboro es de muchas situaciones de extrañamiento. También de los formados en lo escrito hacia lo digital, también de los que regresan al país de origen después de una dictadura o de alguna guerra, y se reubican siempre a medias. Puede ser que con mucha intensidad, con mucho arraigo, pero uno aprende a mirar de otro modo.
–Y México es un terreno particular en ese sentido…
–He tenido oportunidad de participar en algunos programas de estudio sobre extranjeros en México. Hoy hay una inmigración estadounidense muy fuerte, de ejecutivos, trabajadores, técnicos, y también de jubilados.
–¿Y latinoamericanos?–Con otra dinámica, porque no es exilio político, salvo de algunos países de alta conflictividad. Pero es una migración económica que tiene componentes culturales relativamente parecidos a los del exilio político. Y la sociedad mexicana se ha vuelto menos receptiva y hasta peligrosa. Vos conocés estas historias del tren de la muerte que atraviesa todo el país con guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, que quieren llegar a Estados Unidos trepados en trenes de carga, asaltados en el camino por mafias, con casi nula protección del Instituto de Migración o de los organismos públicos.
–“La Bestia”...–El tren sale desde la frontera de México con Guatemala y llega hasta la frontera con EE.UU. El año pasado murieron más de 10.000 centroamericanos de los que tratan de atravesar México. Hay desaparecidos, trata, una variedad enorme de extorsiones.
–Si bien hoy hay ciudades mexicanas mucho más violentas que Ciudad Juárez, ésta ha quedado en el imaginario como un símbolo, ¿qué representa?–Es una de las ciudades más pobladas de la frontera que ha sufrido enormes desplazamientos de su propia población amenazada, extorsionada, y se han tenido que ir desde trabajadores comunes de las maquiladoras hasta comerciantes, empresarios, profesionales de la medicina, de la abogacía. Fue famosa Ciudad Juárez por los secuestros, maltratos brutales a mujeres, asesinatos, femicidios. Eso se ha reducido un poco, pero se ha multiplicado en muchísimas otras ciudades. En el estado de México, pegado a la ciudad de México, a la capital, hay más femicidios en este momento que en Ciudad Juárez. Lo que ha habido es una multiplicación de estas agresiones contra la vida.
–Si hoy tuvieras que salir al campo, ¿qué elegirías? Ir a Amazonia, con estas tribus desconocidas; o ir a esa esquina de Shinjuku, Tokio, donde se concentra la mayor marea humana yendo de un lado a otro y donde se emite la mayor cantidad de mensajes electrónicos de todo tipo…
–Ninguno de los dos. Estuve en esa esquina en Tokio en un hotel que está edificado sobre una estación de tren. Soy predominantemente urbano. Pero el propio trabajo etnográfico requiere encontrar en la densidad de interacciones situaciones muy significativas que den claves no para entender la totalidad, sino para captar tendencias, procesos. Mi experiencia con lo indígena la hice en Michoacán y fue muy revelador poder desplazarme del Río de la Plata donde, hasta la época en que yo viví acá, un indígena era considerado algo que sucedía en el Chaco y en la extrema Patagonia (sé que ahora no es así), a una sociedad donde lo indígena desde hace más de un siglo está muy integrado a la vida nacional, con mucha conflictividad pero con mucha presencia. Después pasé a la frontera norte, donde la interculturalidad es entre gente ya que vive en ciudades, y en los últimos años me he dedicado a estudiar la Ciudad de México.
–Una escritora estadounidense conservadora, Ann Coulter, dijo que para solucionar el problema de la migración mexicana habría que bombardear México tal como Israel ataca Gaza…–Me extraño ante tanta ceguera. Lo primero que se me ocurre decir es que no están mirando los 15 o 20 millones de mexicanos que tienen en EE.UU. Tendrían que bombardearse a ellos mismos. La analogía con la desafortunada situación de Gaza me parece una evidencia de una incapacidad de entender la diferencia entre ambas situaciones. Esto es lo que hay que hacer: no llegar a conclusiones, sino decir qué otras preguntas están cambiando nuestra manera de observar y de analizar.

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