En una incursión narrativa en nada ajena a su quehacer principal como
poeta, el español Luis García Montero enfoca la vida bajo el franquismo
ya avanzada la posguerra, en un verano de la nostalgia y la resistencia
de los años sesenta, logrando un retrato vívido y lateral del boom de
novelas sobre la guerra civil
Luis García Montero autor español de Alguien dice tu nombre./pagina12.com.ar |
Portada Alguien dice tu nombre de Luis García Montero |
En la España de los años sesenta ver a Nerón prendiendo fuego a Roma
en pantalla era una ocasión perfecta para elevar la mano de la rodilla
al muslo y de ahí, si había alguna tos, un despiste o una fortuna
infinita, rozar –que no tocar– teta o tetilla, ubre o lo que quiera que
fuese. ¿Palpar por dentro? Impensable. Sólo contorno, pero sin otra
mecánica que un pasar descuidado. Lo de chupar pezón era tan sólo una
posibilidad para los casados. Y si no había bendición del Señor, ese
discurrir de la saliva se convertía en hazaña. En 1963, Madrid era una
ciudad de más de un millón de cadáveres y un número similar era Granada.
Allí, en la loma de la Alhambra, en el esplendor de los Reyes
Católicos, recitar a Neruda y proponer una Residencia en la Tierra no
podía ser otra cosa que pecado. Cosa de rojos, de una caterva de
perdidos y maricas sin otra función que la obligada obediencia a una
España sometida a la dictadura de Franco. Esa dualidad entre malos y
buenos, entre rebeldes y sumisos, se ha configurado como una práctica
bastante arraigada entre varios novelistas españoles: ambientes en los
que se mezclan la nostalgia y el heroísmo, consiguiendo, en casos como
el de Almudena Grandes, verdaderos éxitos editoriales. Luis García
Montero, su marido, va un poco más allá y elige el período histórico de
la avanzada posguerra para ubicar Alguien dice tu nombre, una novela en
la que sospecha haber encontrado el tono narrativo que precisaba. Se
trata del tercer intento de salir del territorio que le es habitual, la
poesía, y en el que ha sido multipremiado desde que apareciese en 1993
Habitaciones separadas. Diez años antes, el 8 de enero de 1983, había
publicado en el diario El País, “La otra sentimentalidad”, una
declaración de principios sobre lo que debía ser la poesía: una
herramienta de transformación histórica de los sentimientos, tal y como
lo pensaba Antonio Machado.
La vinculación con lo poético es inevitable en este autor. La novela
está salpicada de versos propios: “El pudor es la forma más digna de
negociar con el miedo”; y de otros ajenos en cursiva y que introducen en
el texto a algunos de los más grandes poetas españoles haciendo un
ejercicio de intertextualidad tan excelso que a veces pareciera que tras
la ficción reside un ensayo de literatura hispánica. La primera obra
narrativa de García Montero también partió de la poesía: en 2009 publicó
Mañana no será lo que Dios quiera, basada en una biografía del poeta
Angel González. Justo un año antes, a finales de 2008, García Montero
había dejado circunstancialmente la Universidad de Granada por una
sonadísima polémica con el profesor José Antonio Fortes y que terminó en
los tribunales de aquella ciudad a raíz de cómo se enseñaba en la
cátedra Federico García Lorca la vida de éste, además de toda una serie
de peleas internas y acusaciones personales. Hoy, tras la jubilación por
enfermedad de Fortes, García Montero ha vuelto al lugar que dejó. Ese
ambiente vinculado con la vida universitaria –por supuesto la de
entonces, no la actual–, es una pieza clave en esta novela en la que el
autor ha sabido servirse con cierta comodidad de unos conocimientos que
se le presuponen por su profesión. Más aún, ha tomado su propia ciudad
como escenario y, muy probablemente, sus recuerdos de juventud, también.
Ser adolescente en la época franquista implicaba saber que una de las
pocas posibilidades de disfrutar de cuerpo ajeno era entrar en un cine,
ubicarse en la fila de los mancos –la última–, ver en pantalla una de
romanos y dedicarse a aquello de los “juegos de manos”, como canta
Joaquín Sabina, buen amigo, por cierto, de Luis García Montero. Sin
embargo, León Egea, el protagonista de la novela y cuyo nombre es tal
vez un guiño a Javier Egea, poeta granadino y amigo de Luis García
Montero que se suicidó en 1999, no va al cine acompañado, ni escribe
Dios con mayúscula, así como Juan Ramón Jiménez escribía “jilipollas”
con J y “jemido” sin G. Tampoco, pobre León, sopesa la posibilidad de
ser engañado. Hace bien poco que ha superado el incordio del acné
juvenil y no para de entusiasmarse con escritores de la talla de
Valle-Inclán, Baroja, Marsé, Dostoievski y, por supuesto, Gil de Biedma,
poeta catalán que Luis García Montero venera, no sólo de palabra, sino
con los hechos de su propia obra poética. No hay sobresaltos importantes
en la vida de Egea hasta el final de la narración. Como era común en la
época entre los estudiantes, aceptó un trabajito veraniego para ayudar a
sus padres con el pago de la matrícula de la universidad. Salió al
ruedo como aprendiz de vendedor de enciclopedias. Por eso no es raro que
cuando se enamora de una mujer diecisiete años mayor que él, ésta no
pueda llamarse sino Consuelo. Y la iniciación al sexo deviene
aprendizaje de un nuevo tormento: el deseo y la imposibilidad de
satisfacerlo por completo. La sociedad como juez, el primer amor como
batalla. León aprende en poco más de un mes que es mejor no saberlo
todo, que su compañero de oficina parece tonto y que esa capa falseada
es útil; que la forma de enfrentarse con el hijo del alcalde fascista
del pueblo es una cuestión de inteligencia si se quiere ganar y que, por
mucho que insistan, la nobleza y el valor es lo único importante. Con
voluntad de inclasificable, el autor expone aquí un texto que huye con
pinzas del típico retrato de la guerra civil, de la época heroica, para
subrayar que ese heroísmo no concluyó en 1939, sino que se acentuó más
tarde, cuando la resistencia pasó a manos de los que el enemigo quiso
encuadrar en maricones, putas, rojos o impíos. Una novela agridulce,
como la época en la que se enmarca, con un inevitable tono sepia como
telón de fondo y, a la vez, un peldaño por encima de la típica imagen
del adolescente intentando tocar teta en un cine de barrio franquista.
Si Madrid era una ciudad de un millón de cadáveres, ser León Egea y
tener acceso a los gigantes desde la sabiduría de un profesor
universitario de Granada, puede ser una razón más que suficiente para
pensar que la lucha clandestina era una buena razón para arriesgarlo
todo y que el París de los sesenta significaba, para la España aplanada
por Franco, una meta necesaria.
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