La primera secuela de Hércules Poirot autorizada por los herederos de la escritora británica llegará a las librerías de 50 países el 9 de septiembre, editado en 30 lenguas
La escritora Agatha Christie. / Bettmann/elpais.com |
¿Quién no volvería a una noche con su primera novia? ¿Quién no se
introduciría en un escenario conocido y daría vida a unos personajes
como Poirot o Marlowe, que tanta compañía le hicieron? La tentación es
grande. Pero para el último supuesto esta ha de luchar contra los
derechos de los herederos de Agatha Christie y de Raymond Chandler. Eso
ha conseguido que la marca Poirot y la marca Marlowe
aún signifiquen algo. El experimento funcionó con John Banville en una
apuesta más arriesgada que la de Christie, ya que al manierismo de
Chandler se le unía el de su detective. En las novelas de Hércules
Poirot la sensación es que el estilo es invisible, que toda la
afectación y excentricidad recae en la trama y en el detective belga más
famoso de todos los tiempos. Pero tampoco era tarea fácil.
A mediados de los 70 un hogar español de clase media con hijos en bachillerato no era nada si no tenía el Mediterráneo
de Serrat, el álbum rojo de los Beatles y una pila de libros de Agatha
Christie editados por Molino. Luego, los sabihondos te dijeron que
Agatha Christie era, a lo sumo, una mediocre escritora. Vaya por Dios.
Pero le debías muchas horas de lectura ensimismada y tu primer contacto
con la literatura popular. Esos libros de Molino se compraban en
quioscos, se prestaban y heredaban. Solucionaban y sanaban el daño que
habían hecho todos aquellos libros juveniles de niños pera
con o sin perro que no eran sino un plan maquiavélico para que dejaras
de leer. Las novelas de Christie eran la señal de que ya leías otras
cosas. Sabías qué buscabas en cada libro y siempre lo encontrabas. Más
allá de las tramas, del carisma de sus investigadores, lo que te
embargaba era la sensación de orden. Todo funcionaba en un mundo que uno
asimilaba con lo británico, es decir, con lo civilizado. Asesinar y ser
asesinado a lo Christie no dejaba de ser sino otra expresión de ser
educado. Al finalizar el partido, el asesino se acercaba a la red, daba
la mano al detective y a los lectores y se iba a la Torre de Londres
veinte años. Querer volver allí en 2014 tiene algo de arcádico e ingenuo
en un mundo del crimen literario caótico, sobreactuado, grotesco y tan
poco respetuoso con la justicia y, especialmente, con las víctimas. Uno
tenía la sensación al leer a Tía Agatha de que necesitaba un jerez y
unas vacaciones en España en las que conociera a un torero (que mataría
en la siguiente entrega). Con muchos de los escritores de negra de hoy
en día, uno tiene la sensación de que necesitan ver menos tele, un
pabellón de psiquiatría a su servicio y que la policía investigue el
disco duro de su ordenador.
Sophie Hannah (Manchester, 1971) es la autora de la primera secuela autorizada de las aventuras de Hércules Poirot, Los crímenes del monograma
(Espasa). La elección de Hannah recaía sobre una prestigiosa y popular
escritora además de fan confesa de Agatha Christie. Su éxito le ha
venido de novelas de investigación criminal como La cuna vacía, Matar de amor o Mala madre.
Hannah ha sido respetuosa con casi todo. La acción de Los crímenes del monograma
acontece en 1929, en la época en que Christie no publicó ninguna
novela. No resucita al detective belga, al que su autora finiquitó de un
ataque de corazón en Telón, en 1975. Tampoco modifica a
Poirot. Acentúa eso sí, su carácter reflexivo, metódico, vanidoso y
tremendamente romántico, sector solterón otoñal. Tres personas han sido
asesinadas casi al mismo tiempo en tres habitaciones del hotel Bloxham
en Londres. Los cadáveres se hallan dispuestos de modo idéntico en el
suelo y tienen un gemelo con unas iniciales en la boca. El enigma de la
habitación cerrada multiplicado. La lectura es amena, la intriga
funciona y es que el libro está escrito por una escritora y no por una
juntapalabras. El talento de Hannah no se ve reprimido por personaje,
ambiente y desarrollo de la trama. Muy al contrario. Y cuando ha de dar
lo suyo específico, lo hace —en una decisión muy acertada— creando a
Edward Catchpool, detective de Scotland Yard, que es quien relata la
historia y quien tiene el cupo de ironía y sentido del humor —junto a la
camarera Fee Spring, otro hallazgo— de la novela. Algo que sorprende,
cuando en el resto de novelas negras de Hannah el humor estaba
desterrado, muy al contrario de su poesía, donde lo maneja con maestría.
Los crímenes del monograma te reconcilia con el subgénero,
gustará a los seguidores de Poirot y, casi con toda probabilidad, a su
creadora. Aunque quizás esta le achacara su extensión y el modo en que
desarrollan, piensan y hablan sus personajes, que lo hacen —más en el
fondo que en la forma— con nuestra psique y verborrea. Pero eso son
decisiones de Sophie Hannah. Decisiones de autora.
Carlos Zanón es escritor. Su última novela es Yo fui Johnny Thunders (RBA).
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