16.3.13

Textos huérfanos

Antes de morir, mi padre me nombró albacea de su obra. Encontré centenares de textos y apuntes, muchas versiones completas de una misma novela, e incluso hasta alguna inédita. ¿Por qué no publicarlos si él no los destruyó?

Tomás Eloy Martínez, autor de Santa Evita./Revista Ñ

Un mes atrás, en la sección Cultura de Clarín, el agente literario Guillermo Schavelzon escribió un artículo donde ponía en tela de juicio la actitud de muchos herederos de escritores que publican casi cualquier cosa inédita que hayan encontrado entre los papeles del muerto. Con un entusiasmo más lucrativo que literario, estos albaceas abusivos se sienten con derecho a editar esos textos huérfanos sin filtros estéticos ni prejuicios éticos. Ahí está Dimitri, el hijo de Vladimir Nabokov, que publicó una novela incompleta que a su padre le habría dado vergüenza ver impresa; o Patrick, el hijo de Ernest Hemingway, quien no sólo hizo lo mismo con una novela inconclusa, sino que además la redujo a la mitad y le escribió un final.
El debate no es nuevo, y ha llevado a la imprenta desde piezas memorables hasta rejuntes que merecían permanecer a resguardo del lector distraído, o al menos sólo accesibles para investigadores. Al texto de Schavelzon se sumaba una columna del periodista Guido Carelli Lynch, en la que sugería que lo que le había dicho María Kodama durante una entrevista quizá fuera “la respuesta para este entuerto: ‘¡Cuando un escritor no quiere que algo sea publicado, lo quema! ¡Eso hizo Borges!’”, enfatizó la viuda.
Como la mayoría de los mortales, los escritores tampoco sospechan cuándo o cómo van a morir. Entonces demoran el rito de la hoguera –en el caso de que ésa fuese su intención–, mientras amontonan apuntes dispersos, borradores perezosos o ideas abandonadas para un futuro que les será esquivo. A veces me han preguntado cuál es mi postura al respecto. Antes de morir, mi padre me nombró albacea de su obra. Encontré centenares de textos y apuntes, muchas versiones completas de una misma novela, e incluso hasta alguna inédita. ¿Por qué no publicarlos si él no los destruyó? El mismo ha dado muchas veces la respuesta: “Son lo que yo llamo novelas muertas. Son tan malas que, felizmente, nadie se va a atrever a publicarlas. Pero las guardo como testimonio del fracaso”. Dirán que soy un albacea mezquino, pero no me siento con derecho a resucitarlas.

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