4.3.13

El embrujo de Cortázar

El juego, las excepciones hechas regla, su compromiso social

Julio Cortázar, y Rayuela, su máximo juego literario./elespectador.com

Como un juego empezó a descubrir la vida mientras caminaba y brincaba por las calles de Banfield y se inventaba Rayuelas sobre el asfalto, uno, dos, uno, dos. Algo tenía que salirse de la lógica de los mayores, pensaba. Tendría que haber leyes de la excepción, magia, fantasía, verdad en la mentira, credibilidad en la ficción. Él jugaba, nada más. “Desde niño todo lo que tuviera vinculación con un laberinto me resultaba fascinador —explicaría muchos años después—. Creo que eso se refleja en mucho de lo que llevo escrito. De pequeño fabricaba laberintos en el jardín de mi casa. Me los proponía”. Su camino hacia la escuela era un laberinto. Él lo había diseñado, piedra tras piedra, grieta tras grieta. En una esquina saltaba con un pie para caer un metro más adelante con los dos. “Si por casualidad no podía hacerlo o me fallaba el salto, tenía la sensación de que algo andaba mal, de que no había cumplido con ese ritual. Varios años viví obsesionado por esa ceremonia, porque era una ceremonia”.
Pasados 40 años, mientras escribía Rayuela, Julio Florencio Cortázar llegó a pensar que la titularía Mandala, como el juego sagrado de los hindúes. “Luego me pareció pedante y recordé que la rayuela es un mandala, sólo que los niños la juegan sin ninguna intención sagrada”. Rayuela, mandala, laberinto, juego, fantasía, lo sagrado y lo profano, lo místico, lo real, el humor —humor negro— y la ingenuidad. La política, sus diversos rostros, el amor y sus irónicos rostros. Cortázar mezcló la vida, su vida y la que vio, en sus libros, y sus libros acabaron por parecerse a su vida. Todo laberinto, todo impredecible. Su primer libro, Presencia, lo firmó con un pseudónimo, Julio Denis. Con el mismo falso nombre suscribió un artículo sobre Rimbaud, en 1941, y un relato que llevaba por título Llama el teléfono, Delia, publicado en El Despertador, de Chivilcoy, el mismo año. Luego, cuatro años más tarde, firmó La estación de la mano como Julio A. Cortázar, y pasados algunos meses, escribió un ensayo sobre la poesía de John Keats bajo el nombre de Julio F. Cortázar.
Aquellos tiempos, cuando Cortázar aún no era Cortázar, fueron tiempos de dificultades económicas, de ir de un lado para el otro y dictar clases. Pasó de Chivilcoy, al sur de la Capital Federal de Buenos Aires, a Mendoza; de dictar cursos, a hacerse cargo de tres cátedras de literatura francesa y de Europa septentrional. En una carta dirigida a su amiga Mercedes Arias, decía: “Creo que aquí estaré bien. Las clases las principié el miércoles pasado, y puede figurarse la diferencia que significa dictar seis horas por semana (dos por cátedra) y no dieciséis. Lo mismo en cuanto al número de alumnos; en tercer año me encontré con una multitud compuesta por dos señoritas. Luego, el trabajo universitario es hermoso, ¡por fin puedo yo enseñar lo que me gusta!”. Cortázar hablaba en aquel entonces, años 40, de la poesía francesa y su incidencia en las vanguardias del siglo XX, y dictó su primera charla en Mendoza, sobre Paul Verlaine.
Los diarios mendocinos, Los Andes y La Libertad, reseñaron la conferencia en sus páginas culturales. “Cortázar comenzó señalando la imposibilidad de comunicar las características esenciales de una poesía, por cuanto sus esencias son de orden personal y en modo alguno comunicables con otro lenguaje que no sea el de la poesía”, decía una de las notas. Medio irónico, y muy en serio, Cortázar criticó que su exposición hubiera sido juzgada como “difícil”, y le preguntó a Lucienne C. de Duprat, la esposa de su gran amigo por entonces, Sergio Sergi, “¿cree usted sinceramente que en un medio universitario puede haber dificultades para alcanzar las simples, hasta vulgares ideas que allí se expresan?”. Sergi era artista plástico, grabador, e influyó en varios de los conceptos de Cortázar. Incluso, le escribió un poema, Un goulash para el oso, que se iniciaba con un verso que decía “receta del goulash, tómese un pedazo de estrella y una / ortiga”.
Sergi había combatido en la Primera Guerra Mundial con el ejército austríaco. “En 1915 estuve en el frente, pero no maté a nadie y nadie quiso matarme a mí”, diría, y confesaría que “la única valentía que tengo es la de confesar mi cobardía, que es la condición biológica del hombre normal”. Dentro de sus juegos, de nuevo irónico, pero veraz, y varios años después, Cortázar le escribió una carta en la que le aclaraba: “Por otra parte presumo que usted guarda cuidadosamente todas mis cartas, ya que en el futuro habrán de publicarse en suntuosas ediciones y usted se beneficiará con menciones como ésta: ‘El coronel Osokovsky, cuya fotografía no aparece aquí, fue uno de los corresponsales más fieles del gran cuentista J.C.’. Ya ve su conveniencia de guardar mis cartas. Por otra parte, si usted me manda todos su grabados, yo me ofrezco a guardarlos celosamente, para retribuirle la atención”.
Cuando Juan Domingo Perón llegó a la presidencia, Cortázar renunció a sus cátedras en la Universidad de Cuyo, Mendoza. No quería hacer parte del peronismo. Luego, muy luego, aclaró en una entrevista que él había confundido el fenómeno del peronismo, y por aversión a sus nombres, sus sujetos, había ignorado “que con Perón se había creado la primera gran convulsión, la primera gran sacudida de masas en el país; había empezado una nueva historia argentina. Esto es hoy clarísimo, pero entonces no supimos verlo”. En el 46 retornó a Buenos Aires y trabajó en la Cámara del Libro. Vivía solo, convencido de ser “un solterón irreductible, amigo de muy poca gente, melómano, lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la esfera de lo estético, traductor nacional”. Su obra evolucionaría, desde allí, hacia el compromiso social y las revoluciones de Cuba y de Nicaragua, y hacia las Revoluciones.
“La verdadera cara de los ángeles / es que hay napalm y hay niebla y hay tortura. / La cara verdadera / es el zapato entre la mierda, el lunes de mañana, / el diario”. En los 60, Cortázar escribía ya a favor del negro y el cholo y en contra del franco, que era Franco y eran todos los fascistas que en el mundo hubieran sido y fueran, pero aún le quedaba la lucha. “Digamos que mis decisiones políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasaban de una opinión (…). En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política meramente oral”, escribía. Luego concluía que tanta ofensa, tanta humillación, debían desembocar en algo, “hay que hacer algo y tratar de hacerlo”. Lo hizo con sus libros y sus palabras. Con ellos, por ellos, taladró conciencias, transformó pensamientos, cambió vidas, aunque tal vez no lo llegara a saber.
Oliveira, su Horacio Oliveira de Rayuela, decía: “Nadie negará que el problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos. Hombres realizados, hombres que han dado el salto afuera del tiempo, y que se han integrado en una suma, por decirlo así... Sí, supongo que los ha habido y los hay. Pero no basta, yo siento que mi salvación suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres. Y eso, viejo... Ya no estamos en los campos de Asís, ya no podemos esperar que el ejemplo de un santo siembre la santidad, que cada gurú sea la salvación de todos los discípulos”. Cortázar cedió derechos de autor en pro de Nicaragua, se enfrentó a unos y a otros, pues, como solía repetir, “jamás escribiré expresamente para nadie, mayorías o minorías”, y fue en sí mismo una revolución estética y literaria. Sin lo sagrado del mandala, pero con el juego de una rayuela, siempre.

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